Выбрать главу

Unos días antes, varios contingentes de milicianos anarquistas, negándose a obedecer las órdenes del Estado Mayor, habían abandonado el frente y, con sus armas, se habían acantonado en la ciudad. Las autoridades, en previsión de posibles enfrentamientos, decidieron incluso suspender los actos del 1.° de Mayo, pero el día 2 unos integrantes del partido catalanista abrieron fuego contra un grupo de anarquistas y la tensión aumentó. La pretensión de los policías de desalojar la Telefónica fue la gota que colmó el vaso y provocó un derrame tal de violencia que Ramón llegaría a preguntarse si el gobierno, con el apoyo de los socialistas y los comunistas, sería capaz de controlarlo y salir victorioso.

Justo aquella mañana del 3 de mayo, y en contra de lo que esperaba, Ramón había recibido la orden de permanecer en la Bonanova, ocurriese lo que ocurriese, hasta que un hombre de Kotov fuese a buscarlo. A primera hora de la mañana, Caridad había salido con Luis, en su invencible Ford, para poner al muchacho en manos seguras que lo conducirían hasta el otro lado de los Pirineos. Ramón se despidió de Luis con un mal presentimiento. Antes de que montara en el auto, lo abrazó y le pidió que siempre recordara que él era su hermano, y todo lo que había hecho y haría en el futuro sería para que jóvenes como él pudieran entrar en el paraíso de un mundo sin explotadores ni explotados, de justicia y prosperidad: un mundo sin odio y sin miedo.

Cuando a media tarde se supo del incidente iniciado en la Telefónica y la explosión de violencia fratricida que le siguió, Ramón comprendió que Caridad tomaba aquellas precauciones porque ni siquiera los del Partido estaban seguros de poder controlar la situación. Los anarquistas y poumistas, reacios a entregar las armas, acusaban al comunista Rodríguez Salas de haberles provocado para suscitar un enfrentamiento. Los comunistas, por su parte, acusaban a sus rivales políticos de rebelarse contra las instituciones oficiales, de entorpecer el trabajo del gobierno central, de generar el caos y la indisciplina y, de modos indirectos y hasta directos, de planear un golpe de Estado que hubiera sido el final de la República. El grueso del fuego verbal se centró en los dirigentes del POUM, catalogados como traidores-instigadores, promotores incluso del planificado golpe trotsko-fascista en contubernio con los falangistas. Ante los hechos y las palabras, Ramón comprendió que había tenido el privilegio de asistir a la puesta en marcha de un juego político en el que se había derrochado una capacidad de previsión y una maestría tal para la explotación de las circunstancias que no dejaba de sorprenderlo. Pero también pensó que, como nunca antes, el destino de la República pendía de un hilo y resultaba difícil predecir el ganador de la partida.

Varias veces estuvo tentado de bajar hacia La Pedrera en busca del esquivo Kotov para pedirle que le revocara la orden de permanecer alejado. Las horas del día se le hicieron interminables y cuando, en la noche, Caridad regresó al palacio de la Bonanova con un fusil terciado al hombro, lo tranquilizó diciéndole que si bien la Telefónica no había sido tomada, su caída era cuestión de horas y que la operación había sido un éxito, pues el levantamiento había demostrado la felonía de libertarios y trotskistas. Además, confiaba en que las escaramuzas que aún se producían pronto serían controladas, pues varios dirigentes de la CNT estaban mediando para calmar los ánimos y se había anunciado que contingentes del ejército se acercaban desde Valencia.

– Lo que no entiendo es por qué me tienen aquí -se lamentó Ramón, mientras Caridad encendía uno de sus cigarrillos y, entre calada y calada, deglutía unos pedazos de butifarra, que iba lubricando con vino.

– Gente para matar quintacolumnistas y traidores es lo que sobra. Kotov sabrá para qué te quiere.

– ¿Qué se supone que va a pasar ahora?

– Pues no lo sé. Pero cuando acabemos con los anarquistas y los trotskistas, quedará claro quién manda en la España republicana. No podíamos seguir lidiando con indisciplinados y traidores ni esperar a que Largo Caballero se fuera tranquilamente. Ahora mismo lo estamos echando.

– ¿Y qué va a decir la gente?

Caridad aplastó el cigarrillo y sacó otro del paquete. Bebió un largo trago de vino para limpiarse la boca de los restos de la butifarra.

– Toda España sabe ya que los trotskistas del POUM, la juventud libertaria y la Federación Anarquista se han pasado de rosca. Se han rebelado contra el gobierno, y en una guerra eso se llama traición. Hasta hay documentos que prueban las conexiones de los trotskistas con Franco, pero Caballero no quiere aceptarlos. Esos hijos de puta les pasaban a los fascistas mapas y hasta las claves de comunicación del ejército.

– Eh, eh… Tú sabes que la mitad de lo que dices es mentira.

– ¿Estás seguro? Aun así, si fuera mentira, de todas maneras lo convertiremos en verdad. Y eso es lo que importa: lo que la gente cree.

Ramón asintió. Aunque le costaba aceptar la mezquindad de aquel montaje, reconocía que lo importante era ganar la guerra y, para hacerlo, se imponían limpiezas como aquélla. Caridad sonrió y encendió el cigarrillo.

– Tienes mucho que aprender, Ramón. Vamos a enfrentar a los socialistas radicales de Negrín e Indalecio Prieto con los conciliadores de Largo. Más bien, les vamos a servir en bandeja la cabeza de Largo para que se destrocen entre ellos.

– Pero ni Prieto ni Negrín nos quieren demasiado…

– No les quedará más remedio que querernos. Y en cuanto sustituyan a Largo y nombren a Negrín o a Prieto, acabaremos de una vez por todas con el POUM. Si los socialistas quieren gobernar, tendrán que ayudarnos: o gobiernan con nosotros o no gobiernan. Les vamos a quitar de en medio a los anarquistas y a los sindicalistas, y ellos tendrán que agradecernos el gesto.

Ramón asintió y se atrevió al fin a formularle la pregunta que lo desesperaba:

– ¿Y África anda metida en todo esto?

Caridad bebió dos sorbos de vino.

– No se despega de Pedro. Así que debe de estar muy cerca de todo…

Ramón asintió. ¿Celos o envidia? Tal vez las dos cosas, más unas gotas de despecho…

– ¿Y qué pinto yo en todo eso, Caridad?

– A su tiempo Kotov te lo dirá… Mira, Ramón, entre lo mucho que tienes que aprender, está tener paciencia y saber que a los enemigos no se les golpea cuando están de pie, sino cuando se han arrodillado. ¡Y se les golpea sin piedad, carajo!

A la mañana siguiente, después de ver salir a Caridad en el Ford, Ramón se arriesgó a desobedecer sus órdenes. Sentía que se asfixiaba en la Bonanova, donde apenas llegaba el retumbar de algún fuego de artillería, y bajó hacia la ciudad, casi sin confesarse a sí mismo que entre sus esperanzas estaba la de encontrarse con África. En el camino hacia el centro, fue eludiendo las calles donde se habían montado barricadas desde las que se producían disparos esporádicos. Tranvías y autobuses detenidos cortaban el tráfico y por todas partes se desplegaban banderas que advertían de la filiación política de los defensores de cada esquina: comunistas, socialistas, anarquistas, poumistas, catalanistas, sindicalistas cenetistas, tropas regulares, milicias y policías, en un calidoscopio centrífugo que convenció al joven de la necesidad de aquella batida: ninguna guerra podía ganarse con una retaguardia tan caótica y dividida. La ciudad entera seguía en pie de guerra y la explanada de la plaza de Cataluña parecía el patio de un cuartel. El edificio de la Telefónica, donde permanecían atrincherados los anarquistas de la CNT, estaba completamente rodeado y en la mira de varias piezas de artillería. Los sitiadores, sin embargo, parecían tan confiados que descansaban aprovechando la cálida mañana de mayo. Evitando la explanada, buscó las Ramblas y, a la altura del Palacio de la Virreina y el hotel Continental y, más abajo, por el Falcón, el paseo estaba completamente vacío; solo ocasionalmente se arriesgaba a pasar algún transeúnte presuroso agitando un pañuelo blanco. Desde las inmediaciones del mercado observó que, a cada lado de la calle, había hombres atrincherados en las azoteas y supuso que los del Continental eran milicianos y directivos del POUM. De una y otra vereda, con desgano, efectuaban disparos, y Ramón pensó que la suerte de los sublevados estaba echada: aquella guerra de retaguardia más parecía una escenificación que un enfrentamiento verdadero. Sintió la tentación de hacer regresar la piel de Adriano y entrar con ella en los locales del POUM, pero comprendió que aquella indisciplina podía resultar peligrosa. La impiedad con la que se había juramentado podía revertirse contra él si alguien lo identificaba y denunciaba su presencia en los predios de los trotskistas sin haber sido enviado por un superior.