Román Pávlovich sonrió, y ocupó su asiento mientras los otros tres se acomodaban en los restantes.
– ¿Podría ser café, mariscal? -pidió, también en francés.
– ¡Por supuesto!… Teniente, por favor… -Mientras Karmín se retiraba hacia la cocina, el mariscal encendió un cigarrillo y miró a Román Pávlovich-. Esta noche, antes de que le traigan la cena, el teniente Karmín le explicará el reglamento interno, de absoluto y estricto cumplimiento. Le adelanto que no podrá salir de esta cabaña si no es acompañado por su oficial entrenador, por mí o por su oficial operativo, el camarada Grigoriev. Y desde ahora le adelanto que para las faltas de disciplina solo hay una medida: la expulsión.
El mariscal hizo un silencio y, como si estuviera previsto, Karmín regresó con una bandeja de madera sobre la que humeaba una tetera que imponía sus emanaciones al aroma del café. En cuanto lo probó, Román Pávlovich lamentó haber pedido aquel brebaje excesivamente endulzado y claro y pensó si el reglamento le permitiría prepararse él mismo su infusión.
Sin pedirle permiso, Grigoriev y el mariscal comenzaron a hablar en ruso, y Román Pávlovich supuso que ajustaban los detalles de su estancia. El teniente Karmín bebía su té con los ojos clavados en la taza, como si esperara encontrar una serpiente en el fondo. El diálogo se extendió por varios minutos, con Koniev como principal expositor, y terminó cuando Grigoriev le entregó el pasaporte de Román Pávlovich al mariscal, que miró al nuevo alumno.
– Hasta que se decida su nueva identidad, usted será el Soldado 13 -informó lacónico y, con un gesto casi teatral, rasgó el pasaporte, para sobresalto de Ramón, que sintió nítidamente cómo se convertía en un fantasma sin nombre, sin brújula, sin retroceso, como se lo confirmaron las últimas palabras del mariscal-. O no será nadie.
Grigoriev y el Soldado 13 desayunaron en la cocina de la cabaña y éste tuvo la satisfacción de poder prepararse el café. Era un polvo rojizo y sin perfume, del que difícilmente se podría obtener una infusión satisfactoria, aunque colado por él era cuando menos bebible. Grigoriev lo invitó a dar una caminata y abandonaron la cabaña por la puerta trasera. Más allá de unos metros de tierra barrida, se volvía a ver la agobiante presencia del bosque de pinos a través del cual se extendían, hasta unos cien metros de la casa, unas cercas metálicas cubiertas con planchas galvanizadas que separaban los terrenos de las cabañas. Mientras penetraban en el bosque, el Soldado 13 notó que su guía apenas cojeaba.
La noche anterior el teniente Karmín le había explicado el reglamento de la base, que, esencialmente, se reducía a la obediencia más absoluta. Le confirmó que no tendría contacto con nadie que no estuviera autorizado por él y por el mariscal, y le explicó la razón: en un futuro, su vida podría depender de que ninguno de los estudiantes de la escuela hubiese visto jamás su cara y de que él no hubiese visto la de ninguno de ellos. Todos los que entraban en aquel recinto eran hombres de índices de inteligencia excepcionales, y se les exigiría según esa capacidad. El resto de las condiciones de su estancia, por tratarse de un soldado escogido para misiones especiales, se las explicaría el camarada Grigoriev, le dijo, y él no pudo dejar de sentir un flujo de orgullo al saber que era parte de una vendimia seleccionada.
Pero ese día del verano de 1937 el Soldado 13 tendría la verdadera noción de hasta qué punto había cambiado su vida cuando supo cuál iba a ser la importante misión que podría abrirle las puertas del cielo proletario. Grigoriev comenzó esbozándole la situación que se vivía en la URSS y de qué modo los implicaba. Como Ramón sabía, el Partido y el gobierno habían iniciado el año anterior una lucha a muerte contra los trotskistas y oposicionistas que quedaban en el país. Había sido especialmente doloroso descubrir, escasos meses después, cómo un grupo de los más prestigiosos oficiales del Ejército Rojo, entre ellos el mariscal Tujachevsky, se habían aliado con la inteligencia alemana con la intención de dar un golpe de Estado, deponer al camarada Stalin y pactar con los fascistas. Las pruebas halladas eran irrebatibles, y los militares habían sido juzgados y fusilados unas semanas atrás, mientras proseguía la purga de elementos peligrosos del ejército y se completaba la depuración en el Partido. Aquel operativo, continuó, lo había dirigido el camarada Yézhov, comisario de Asuntos Internos, bajo la supervisión directa del camarada Stalin. Ahora bien, dijo Grigoriev, y a pesar de que estaban rodeados solo por coníferas, bajó la voz hasta convertirla en un susurro: desde la caída de Yagoda, el anterior comisario del Interior, acusado de traición y trotskismo, Yézhov había comenzado una cacería dentro de las propias fuerzas secretas, tanto en la contrainteligencia de la NKVD como la inteligencia militar y, por exceso de celo o por su deseo de borrar del mapa a los antiguos oficiales para sustituirlos por sus hombres de confianza, estaba poniendo en riesgo la misma existencia de esos organismos.
– El camarada Stalin lo ha dejado actuar porque piensa que es necesario eliminar a los hombres de Yagoda que pudieran estar ligados a sus actos traidores -Grigoriev detuvo la marcha-. Y nadie mejor que Yézhov para ese trabajo. Pero a la vez le ha quitado de las manos varias direcciones, entre ellas la inteligencia en el exterior, y las ha confiado al camarada Laurenti Beria. Esta base y los planes que en ella se preparan, por ejemplo. Todo irá bien para nosotros mientras se mantenga esa división de funciones, pero si la depuración de Yézhov provoca un enfrentamiento con Beria, que al fin y al cabo es su subordinado, y se lanza hacia nosotros, la vamos a pasar muy, pero muy mal. Aunque lo peor no es eso: lo más grave es que se podrían perder las líneas de trabajo que parten de aquí, entre ellas la nuestra.
– ¿Y por qué el camarada Stalin se arriesga a que ocurra algo así?
– Tiene sus razones, siempre las tiene -dijo Grigoriev y escupió hacia un pino. Mantuvo el silencio durante unos segundos-. Mi situación es especialmente complicada por dos razones: primero porque Yézhov me considera un hombre de la época de Yagoda, aunque entré en la inteligencia mucho antes; segundo, porque soy judío, y es evidente que a él no les gustamos los judíos, como a mucha gente… Por eso es más seguro para mí seguir en España y tratar de hacerme indispensable allá.
Tal vez abrumado por la información que recibía, por las palabras pronunciadas en español o por el efecto benéfico de volver a encontrar debajo del seco Grigoriev al Kotov que conocía o creía conocer, Ramón sintió que volvía a ser él mismo y que el vértigo de novedades y sonidos incomprensibles en medio del cual había vivido durante los últimos días comenzaba a ceder, a pesar de tener la impresión de que estaban colocándolo en el borde de un precipicio donde lo abandonarían sin que se vislumbrara el menor asidero a su alcance.
– ¿Y cuál es la misión para la que nos necesita el camarada Stalin?
– La más importante -hizo una pausa larga, como si pensara-. Por eso estoy obligado a decírtela desde ahora, porque de tu disposición depende que sigamos adelante o no.
– ¿Cuál es? -Ramón no quiso jugar a las adivinanzas. Lo mejor, pensó, era tomar el toro por los cuernos.
– El camarada Stalin piensa que ha llegado el momento… Vamos a preparar la salida de Trotski del mundo.
Ramón no pudo evitar la sacudida. Quiso pensar que había oído mal, pero sabía que había entendido perfectamente y que en ese mismo instante, solo por haber escuchado aquellas palabras de Kotov, su vida había caído en una dimensión extraordinaria.
– ¿Qué quieres decir con preparar? -logró preguntar.
– Empezar a trabajar para ello. Montar un golpe maestro. Por eso tú y otros comunistas españoles estáis aquí.
– ¿Nos vais a preparar para matarlo?
– Los vamos a preparar para muchas cosas.