El Soldado 13 contuvo la respiración, dispuesto al ataque. Dejó su mirada en los ojos de la presunta víctima y, con un arco cerrado, proyectó el brazo desde su costado derecho, buscando la yugular del hombre cuyos ojos no perdieron la expresión de terror hasta que el puñal se le clavó en el cuello y, un segundo después, lanzó un estertor de sangre que escapó por su boca y fue a dar en el pecho del uniforme negro y acolchado de su verdugo. El Soldado 13 sintió en el hombro el peso muerto del hombre, sostenido por el puñal, hasta que vio cómo se derrumbaba y dejaba libre el acero dentado, del que cayeron unas gotas más de sangre sobre la nieve ya enrojecida. El Soldado 13 nunca recordaría si en algún momento había sentido frío.
Mientras el auto avanzaba y la densidad del bosque decrecía, Grigoriev evocaba los tiempos de su llegada a Moscú, en los días caóticos y violentos previos al triunfo de Octubre. Sin dejar de escuchar, el Soldado 13 pensó que, apenas cuatro meses antes, al joven Ramón que lo había habitado le habría encantado visitar el Moscú rojo de la revolución, el sitio de peregrinación de todos los comunistas del mundo. Pero él había extraviado la curiosidad y ahora cumplía el trámite con la misma disciplina y falta de pasión con que hubiera acatado una orden, aun cuando sus sentidos estaban alertas y, a la vez que procesaban las palabras de su mentor, grababan en su mente los detalles del recorrido con la meticulosidad del profesional.
Grigoriev y el mariscal Koniev le habían comentado que se haría una pausa en sus entrenamientos. Por sus excelentes resultados, se le había concedido aquel permiso para que disfrutara de un fin de semana en la capital. Muy pronto el Soldado 13 comprendería que le permitían salir de la base con otras intenciones.
La nieve persistente de los últimos días cubría plazas y edificios, cúpulas y parques, y el río Moscova era un espejo sinuoso. Tan pronto empezaron el recorrido, Ramón sintió que penetraba en una ciudad con aires de villa feudal y espacios suprahumanos, que le provocaba una sensación de incongruencia entre su realidad y sus pretensiones, una imposibilidad de definición que solo le revelaría su origen muchos años después, cuando comprendió que, a pesar de su grandeza y prepotencia, la capital soviética seguía siendo un territorio en conflicto, el cruce de dos mundos que allí perdían sus contornos: Occidente y Oriente, cristianismo y ortodoxia, lo europeo y lo bizantino, que se desnaturalizaban y daban lugar a algo diferente, definitiva y esencialmente moscovita. La plaza Roja fue, como esperaba, la primera parada, y, al atravesarla, su dimensión se le antojó más inabarcable de lo que las fotos de los desfiles habían fraguado en su imaginación. Aunque las cúpulas acebolladas y coloridas de San Basilio lo sorprendieron por sus formas y colores, en realidad le resultaron exóticas e indescifrables, como si le hablaran en ruso o en algún otro idioma oriental; las rojas murallas y torres del Kremlin, en cambio, le parecieron más cercanas, adecuadas a la ancestral grandeza del país. Con un pase especial pudieron ahorrarse la fila que, con aquella temperatura de menos doce grados y entre ofrendas florales petrificadas por la congelación, hombres, mujeres y niños, llegados de todas partes de la URSS y del mundo, hacían en respetuoso silencio para pasar unos escasos minutos ante el cadáver momificado del creador del Estado soviético. La emoción que esperaba sentir al penetrar en aquel mausoleo entre faraónico y helénico se le extravió, pues le costó asimilar, a través de un cristal cuyos reflejos descomponían el rostro de la momia en planos mal montados, las emanaciones de la grandeza del hombre que había conseguido materializar el sueño más preciado y esquivo de la humanidad: la sociedad de los iguales.
Con otra autorización, minuciosamente revisada por los custodios, avanzaron hacia la Puerta de la Trinidad, por la que atravesaron las murallas del Kremlin, contra las que habían paleado la nieve. Mientras lo conducía por las calles interiores hacia la plaza de la Catedral, Grigoriev le mostró los sitios donde habían hecho modificaciones tras demoler unas viejas capillas de los tiempos de los primeros zares y casi detuvo la marcha para señalarle, a la menor distancia posible, los ventanales de las oficinas administrativas desde las cuales se dirigía el país más grande de la Tierra.
– ¿Ahí trabaja el camarada Stalin?
– Una parte del día -le respondió Grigoriev-. Y hasta hace unos años tuvo su departamento allí -e indicó el viejo edificio del Senado, levantado en tiempos de Catalina la Grande-. Desde que se suicidó su esposa, dejó esas habitaciones y siempre duerme en su dacha de Kúntsevo. Allí le gusta resolver los asuntos más importantes, pues casi siempre trabaja toda la madrugada. Duerme muy poco y trabaja mucho, pero es fuerte como un toro.
Cuando abandonaron el recinto amurallado, bordearon los gigantescos almacenes Gum a los que acudían gentes de toda la ciudad con la esperanza, muchas veces defraudada, de darle una sorpresa a sus estómagos. Frente al Museo de Historia tomaron la vieja calle Nikolskaya, rebautizada 25 de Octubre, para ascender la cuesta hacia la plazoleta donde imperaba la estatua de Félix Dzerzhinski, tras la cual se levantaba el edificio más temido de la nación.
– Voilà la Lubyanka -le señaló Grigoriev.
El Soldado 13 sabía la historia de aquella edificación y se dedicó a contemplarla en silencio. La antigua casa de seguros, ocre y adusta, había recibido hacía veinte años a los hombres que, convertidos en apocalípticos azotes proletarios en la tierra, habían asumido la responsabilidad de defender con cualesquiera métodos la revolución asediada por sus enemigos internos y externos. Solo de mirar el edificio, tan denso que parecía encajado en la tierra y por cuya acera no transitaba nadie, se sentía la fuerza emanante de la impiedad más reaclass="underline" la que, como voluntad de un dios inapelable, decide sobre la vida y la muerte, sin necesidad de protocolos, por encima de toda ley social. El Soldado 13 sabía que detrás de aquellas paredes se manejaba su propio destino y que, de algún modo, él se había convertido en un ladrillo más en aquel magnífico edificio que, desde la oscuridad, tanto había hecho por la supervivencia de la revolución. El poder avasallante de la
Lubyanka sería muy pronto su poder, pensó, cuando descubrió que se equivocaba: aquél ya era su poder, y lo había sentido en la mano que días antes sostuviera un puñal inglés.
– Como ves, la gente evita pasar por aquí -dijo Grigoriev e hizo una pausa-. Ésta es la plaza del miedo. Es un miedo que hemos cultivado con esmero, un miedo necesario. Se cuentan muchas historias de la Lubyanka, casi todas terribles. ¿Y sabes qué? La mayoría son ciertas. Los burgueses utilizan muy bien el miedo, y nosotros tuvimos que aprenderlo y ejercitarlo: sin miedo no se puede gobernar ni empujar a un país hacia el futuro.
– El proletariado tiene derecho a defenderse, de la forma que sea -dijo el Soldado 13 y Grigoriev sonrió.