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– Vas a aprenderte de memoria la vida de Jacques Mornard -dijo, y movió la carpeta hacia el Soldado 13-. Después léete los libros, tienen información sobre Bélgica que también tienes que incorporar.

El llamado Josefino, que había permanecido de pie, tomó la palabra.

– Escribe los detalles que te gustaría incorporarle a Mornard, los que creas que deben formar parte de su personalidad o de su historia. Lo que te entregamos es como el esqueleto que usarás a partir de ahora. Los músculos y la sangre se los incorporamos después.

– ¿Por qué belga y no francés? -se atrevió a preguntar el todavía Soldado 13-. Yo viví en Francia varios años…

– Lo sabemos -dijo Josefino-, pero tu pasado ya no existe y nunca más existirá. Debes ser un hombre totalmente nuevo.

– El Hombre Nuevo -dijo Cicerón, y el Soldado 13 creyó advertir una pizca de ironía-. Desde ahora debes pensar en ti mismo como Jacques Mornard. De la solidez de tu convencimiento de ser Jacques Mornard depende el éxito de tu conversión y, más aún, depende tu vida. Pero tómalo con calma… -dijo, mientras se ponía de pie. Los dos hombres se alejaron con una sonrisa, sin que mediara despedida alguna.

Durante aquella semana de lecturas y reflexiones, Jacques Mornard disfrutó de la sensación descrita por Josefino: era como si su cuerpo, hasta ahora vacío, fuera cobrando forma y completando su estructura. Volver a tener unos padres, un hermano, una ciudad natal, una escuela donde había estudiado y practicado deportes, crearon el sostén sobre el cual se insertaron sus gustos básicos, sus viejas preferencias de joven burgués, y hasta sus más remotos recuerdos. Como cualquier persona, había asistido con su padre y su hermano a muchos partidos de fútbol y se había hecho seguidor de un club, tenía su cafetería preferida en Bruselas, sus ideas sobre valones y flamencos, había tenido novias y un hobby que se convirtió en profesión: la fotografía. No militaba en ningún partido ni tenía opiniones políticas definidas, pero rechazaba el fascismo, pues le resultaba, cuando menos, antiestético. Sabía de la actuación y el destino histórico de Liev Trotski lo que cualquier persona culta, pero toda aquella disputa eran asuntos de comunistas y a él no le incumbían. Hablaba el francés y el inglés, pero no dominaba el flamenco ni el valón, pues había crecido fuera de Bélgica, y tampoco conocía el ruso, aunque sí entendía el español por los varios viajes que había hecho a España antes de la guerra. De su familia de diplomáticos, dueños de cierta fortuna, recibiría con frecuencia sumas que le permitirían vivir con desahogo y, si fuese necesario, con tendencia al derroche. Sería un burguesito común y corriente, un poco fanfarrón, siempre dispuesto a divertirse y, en general, despreocupado de la vida.

Jacques Mornard comprendió lo importante que había resultado el trabajo que los psicólogos habían realizado con él. A su viejo conocido Ramón no le hubiera gustado ser como Jacques; ni siquiera le habría interesado tener amistad con él. Entre la levedad intelectual que ahora asumía y la pasión política del catalán y su rechazo militante a los modos de vida burgueses se abría un abismo que le hubiera resultado imposible salvar sin la radical limpieza de su conciencia ni el duro adiestramiento al que lo habían sometido.

Cuando Josefino y Cicerón regresaron, Jacques Mornard sentía que se había llenado hasta la mitad de su capacidad. El trabajo que a partir de ese momento emprendieron aquellos instructores fue el de demiurgos platónicos: unos verdaderos creadores. Hablaban de Jacques como si lo hubiesen conocido de toda la vida y le implantaban recuerdos, ideas, modos de reaccionar ante determinadas situaciones, respuestas a las preguntas más simples y más complejas. Resultó un proceso lento, de repeticiones sucesivas, interrumpido a veces para dejar que las informaciones se empozaran en el subconsciente de Jacques, quien recibía entonces al profesor de fotografía empeñado en iniciarlo en el misterio de las cámaras (Jacques se enamoró de la Leica, pero además aprendió a usar la pesada Speed Graphic, la preferida de los fotógrafos de prensa), de las lentes, la evaluación de la luz y los secretos del trabajo en el laboratorio con los químicos y equipos de impresión; y después al logopeda, que lo dotaba de modismos, entonaciones y suaves erres belgas; al optometrista, quien lo proveyó de las gafas que usaría desde entonces; a Karmín, que, cuando Jacques llegaba al borde de la fatiga intelectual, lo sacaba a la nieve y a doce, quince grados bajo cero, le trabajaba cada músculo del cuerpo con una intensidad y una sabiduría capaces de devolverlo a la cabana físicamente agotado pero con la mente despejada, lista para la sesión del día siguiente.

Cuando Grigoriev regresó a Malájovka, hacia finales de enero, Jacques Mornard era un hombre casi completo. El asesor le contó que no había logrado concluir sus trabajos en España y, sin que Jacques se lo preguntara, le explicó que la situación de la guerra era todo lo complicada y desesperada que cabía esperar, aunque nada hacía presumir un desenlace cercano. El gobierno republicano confiaba en poder resistir hasta que el conflicto quedara fundido a la inminente guerra europea y se convirtieran en parte activa del gran bloque antifascista; así, su situación sería similar a la de las orgullosas democracias que le habían vuelto la espalda con el pretexto de la no intervención. Pero lo más importante, le dijo Grigoriev, era que también había tenido tiempo para tender los primeros cables de la nueva operación. Por eso, dispuesto a ajustar los conductos, saldría en breve hacia Nueva York y México, donde debía sostener algunos encuentros importantes. Antes, sin embargo, quería trabajar personalmente con su nueva criatura.

La presencia de su mentor alentó a Jacques Mornard. El momento de salir del útero de la base de entrenamiento se acercaba y, orientado por el asesor, se comenzaron a dar los retoques finales al belga. Un peluquero trabajó con su nuevo corte de pelo, un sastre preparó un ropero indispensable que se completaría cuando viajara a Occidente, y añadieron a su perfil la afición por los coches deportivos, cuyas marcas y características tuvo que estudiar, así como la historia del automovilismo europeo. Su conocimiento previo de la gastronomía francesa y de los modales en la mesa adquiridos en la École Hôtelière de Toulouse les ahorraron aquellas disciplinas, aunque le inculcaron la afición por ciertos platos belgas. A propuesta del propio Jacques, se le añadió a su carácter la debilidad por los perros. Aquella pasión remota de Ramón Mercader, ubicada en un lugar de su conciencia ajeno a los razonamientos, era compatible con el carácter y la educación de Jacques, y sus maestros se la permitieron. Los labradores de la infancia cambiaron sus nombres deSantiago y Cuba por Adán y Eva, y poder sentir amor por los perros hizo que Mornard se encontrase más a gusto consigo mismo.

Antes de marchar a América, Grigoriev decidió llevarlo de nuevo a Moscú, donde se comportaría públicamente como un curioso periodista belga de visita en la meca del comunismo. El asesor se encargaría de comprobar por sí mismo la solidez de la nueva personalidad, y durante los días en que compartieron los ratos libres de Grigoriev, Jacques estuvo todo el tiempo a prueba, respondiendo a las preguntas más diversas y mostrando las reacciones más acordes con su nueva personalidad.

Disfrutando de su libertad (sabía que a lo lejos un ojo lo calibraba) Jacques fue más allá del anillo de los bulevares que encerraba a la ciudad prerrevolucionaria y se adentró en los barrios proletarios, donde su presencia casi provocaba estampidas de los alarmados vecinos y donde encontró una grisura homogénea y férrea capaz de removerlo. Sabía que aquellos hombres, casi todos emigrados de los campos durante los tiempos difíciles de la colectivización de la tierra, vivían alojados en espacios mínimos y mal calentados (las llamadas komunalkas), a veces sin agua corriente. Enfundados en abrigos del mismo corte y color, ya gastados por los inviernos, apenas comían de las monótonas y escasas ofertas de los desabastecidos mercados y combatían el tedio y el agotamiento con dosis fulminantes de vodka. Pero aquellos hombres también eran, como él, soldados de la lucha por el futuro, cuyo sacrificio presente constituía la única garantía de que la humanidad del porvenir gozaría de la verdadera libertad. La vida de aquellos habitantes de Moscú (despreciados por los verdaderos moscovitas) y la suya (sí, él que vestía ropas de telas calurosas llegadas de Occidente y se alimentaba con manjares esfumados hasta de los sueños de aquellos proletarios) estaban en el mismo camino, en el mismo frente de batalla. Solo que mientras la responsabilidad de éstos resultaba cotidiana y humilde, la suya debía ser oscura y, llegado el momento, cruel, pero igualmente necesaria. Aquél era el precio que el presente les cobraba a los hombres de hoy por la luz del mañana.