Con aquel terremoto originado en Moscú se esfumó la tranquilidad de la Casa Azul. El exiliado organizó una rueda de prensa y, adelantándose a las previsibles sentencias, declaró su propósito de rebatir las acusaciones con pruebas incontestables. Esa declaración, por supuesto, no detuvo al tribunal y, antes de que Liev Davídovich lograra recabar un testimonio u obtener un solo documento probatorio, los jueces en Moscú dictaron las sentencias que contemplaban la pena de muerte para casi todos los reos y la sorpresiva condena a diez años para el incombustible Rádek, que volvía a salvar el pellejo, sabían solo Stalin y él a qué precio, y únicamente Stalin hasta cuándo.
Abrumado por la noticia de que tantos viejos compañeros de lucha iban a ser ejecutados, Liev Davídovich esgrimió la única arma que tenía a su alcance y volvió a pedir a Stalin que lo extraditara y llevara a juicio. Pero, como también esperaba, Moscú guardó silencio y ejecutó a los condenados con la rapidez y eficiencia habituales. Entonces él lanzó la siguiente piedra y pidió que se creara un comité internacional de investigación y repitió su disposición de comparecer ante una Comisión de Terrorismo de la Sociedad de Naciones y a entregarse a las autoridades soviéticas si alguno de esos organismos demostraba una sola de las acusaciones. Pero otra vez el mundo, atemorizado y chantajeado, calló. Convencido de que se jugaba la última carta, el exiliado decidió organizar él mismo un contraproceso donde denunciaría la falsedad de los cargos que se le imputaban y, a la vez, se convertiría en acusador de los verdugos de Moscú.
En su fuero interno, Liev Davídovich sabía que el contraproceso, si acaso, lograría marcar un rasguño en una piedra, pero se precipitó hacia él con la fe y la desesperación de un náufrago. Durante varias noches maduró la idea en largas charlas con Rivera, Shachtman, Novack, Natalia y el recién llegado Jean van Heijenoort, mientras Frida Kahlo entraba y salía de aquellas discusiones como una sombra inquieta. Cubiertos con ponchos, viendo cómo la pantagruélica voracidad de Rivera evaporaba botellas de whisky y devoraba platos de carnes ardientes por el chile, solían acomodarse en torno al naranjo que reinaba en el patio de la Casa Azul y debatían todas las posibilidades, aunque el principal desafío radicaba en hallar a las personas con suficiente autoridad moral e independencia política como para legitimar si no legal, al menos éticamente, un contraproceso que tal vez aún pudiera remover algunas conciencias del mundo.
Fueron los norteamericanos quienes propusieron convocar al casi octogenario profesor John Dewey para que presidiera el tribunal. A pesar de su prestigio como filósofo y pedagogo, a Liev Davídovich le pareció, sin embargo, un hombre demasiado ajeno a las interioridades de la política soviética. Mientras, Liova había comenzado a trabajar en París, tratando de obtener todas las pruebas posibles para rebatir las acusaciones: en unos pocos días la papelería enviada, más la que Natalia, Van Heijenoort y Liev Davídovich habían extraído de los archivos que habían viajado a México, implicaron una desproporcionada labor de análisis.
Liev Davídovich trabajaba abrasado por la fiebre de la desesperación y les exigió a sus colaboradores, y sobre todo a Liova, un esfuerzo sobrehumano. Dominado por la ansiedad, cualquier descuido lo enfadaba y llegó a calificar de negligencias ciertos fracasos y demoras de su hijo, sin importarle los llamados a la cordura de Natalia, encargada de recordarle las precarias condiciones en que vivía Liova en París, donde incluso se había visto obligado a publicar una declaración en la cual advertía de la vigilancia de que era objeto por parte de la policía secreta soviética. En realidad, lo que más había molestado a Liev Davídovich había sido recibir una carta donde su hijo le comentaba que toda aquella labor ingente le parecía inúticlass="underline" aunque lograra que las figuras de más prestigio en el mundo certificaran su inocencia, el resultado no significaría nada para los que le creían culpable, y poco aportaría a quienes le sabían inocente. Liova pensaba, en cambio, que la difusión del folletoLos crímenes de Stalin, que su padre había comenzado a escribir, podría ser más efectiva que un juicio pedido por el propio acusado. En un arranque de ira, el ex comisario de la Guerra había calificado al joven de derrotista y hasta lo amenazó con relevarlo al frente de la sección rusa de la oposición. Liova le respondió con una nota donde le pedía disculpas por no poder estar siempre a la altura que él reclamaba.
La inquietud de Liev Davídovich recibió en ese momento un soplo de esperanza al que Natalia y él se aferraron con uñas y dientes. Gracias a un desertor de la antigua GPU que se había visto amenazado por las purgas iniciadas también en el interior del aparato represivo, Liova había logrado saber que su hermano Serguéi había sido detenido en Moscú durante la cacería que antecedió al último proceso. Aseguraba el informante que lo habían enviado a un campo de trabajos forzados en Siberia, acusado de planear el envenenamiento de obreros. En medio de la prolongada falta de noticias que el matrimonio había atribuido al peor desenlace, la noticia de que el muchacho (sin duda después de ser torturado) era lanzado al infierno en la tierra de un campo de trabajo cayó en la Casa Azul como una bendición. ¡Seriozha estaba vivo! En la privacidad de su habitación, jugaron la dolorosa partida de darse ánimos, y hablaron varias noches de las estrategias de supervivencia que aplicaría la mente lógica del joven y de la entereza que debía de haber mostrado a fin de no aceptar las confesiones que con toda seguridad habían tratado de hacerle firmar para llevarlo a juicio. Evitaron, sin embargo, las imágenes punzantes de Serguéi martirizado con los sistemas más crueles y no se atrevieron con las preguntas más lacerantes: ¿cómo habría resistido sin derrumbarse? (¿qué cosa es derrumbarse: confesar lo que no se ha hecho, enloquecer, dejarse morir?), ¿adónde habría llevado Serguéi los límites de su resistencia? (¿se derrumba primero el cerebro o el cuerpo?), ¿cuáles de aquellas torturas imaginadas le habrían aplicado o cuáles de las inimaginables, extraídas del infame catálogo de aquella policía criminal? (¿era Seriozha de los pocos que resistían y preferían morir antes de envilecerse?).
Liev Davídovich tampoco se atrevió a revelarle a Natalia, y menos aún a Liova, que el pesimismo comenzaba a vencerlo cuando comprendió el limitado alcance que tendría el contraproceso por el cual tanto habían trabajado. Ni las organizaciones sindicales ni la intelectualidad progresista, dominadas por la propaganda y los dineros de Moscú, habían aceptado participar y, con escepticismo, comprobó que sólo comités nacionales integrados por anticomunistas y antiestalinistas declarados se atrevían a brindarle su apoyo, mientras hombres como Romain Rolland proclamaban la integridad de Stalin, certificaban los métodos humanitarios de la GPU al obtener las confesiones y hasta desmentían que hubiera represión intelectual en la URSS.
Pero él sabía que, aun en esas condiciones, debía presentar aquel combate. Durante el reciente pleno del Comité Central, calientes todavía los cadáveres de los últimos fusilados, el oscuro Nikolái Yézhov, convertido en la estrella rutilante de la represión, había acusado a Bujarin y a Ríkov de preparar a grupos terroristas destinados a asesinar al Gran Conductor, por quien sentían «un odio perverso». En la estela abierta por Yézhov se había lanzado Atañas Mikoyán, otro de los perros de caza del zar rojo, pronunciado un discurso lleno de comentarios mezquinos sobre los dos viejos bolcheviques, en el cual llegó a asegurar que la tan cacareada relación de cercanía entre Bujarin y Lenin jamás había existido. Al final de la sesión (que, comentaban, Stalin había seguido en silencio y con rostro consternado por aquellas «revelaciones»), mientras Bujarin y Ríkov eran detenidos y conducidos a las cámaras del horror de la Lubyanka, se decidió crear una comisión de treinta y seis militantes, entre quienes estarían todos los miembros del buró político, con la misión de dictar un veredicto partidista contra los acusados. Entre los integrantes de la comisión, Liev Davídovich descubrió con dolor los nombres de Nadezhda Krúpskaya y María Uliánova, la viuda y la hermana de Lenin. Las dos mujeres, a las que Stalin había comenzado a agredir y marginar aún en vida del líder, infinitas veces habían visto a Vladimir Ilich hablar y discutir con Bujarin y ahora aceptaban en silencio las mentiras de Mikoyán, elaboradas por Stalin. Aquella sórdida jugada le permitió a Liev Davídovich ver algo que se le había escapado durante los juicios anteriores: Stalin también se había propuesto convertir a las pocas figuras del pasado que aún lo acompañaban no ya en sumisos comparsas de sus mentiras, sino en cómplices directos de su furia criminaclass="underline" quien no fuese víctima, sería cómplice y, más aún, sería verdugo. El terror y la represión se establecían como política de un gobierno que adoptaba la persecución y la mentira como recursos de Estado y como un estilo de vida para el conjunto de la sociedad. ¿Así se construía la sociedad «mejor»?, se preguntaría, aunque ya conocía la respuesta.