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– Sí. Con Yézhov cayeron casi todos los que llevaban la red de Nueva York y México. Un desastre…

Ramón Mercader trató de ubicarse en el nuevo rompecabezas de traiciones, deserciones, pugnas y peligros reales o ficticios, y, como solía ocurrirle, se sintió extraviado. Las razones últimas de las decisiones de Moscú eran demasiado intrincadas, y quizás ni el propio Tom podría saber todos los intersticios de aquellas cacerías. Solo se reafirmaba en la necesidad, tan repetida por Tom, de la discreción como mejor vacuna para ponerse a salvo de las traiciones. Pero en el fárrago de tensiones en juego, percibió con mayor nitidez lo que su mentor había calificado como el ascenso del valor de sus acciones. Fue una sensación contradictoria, de temor a la responsabilidad y júbilo por saberse más cerca de la gran misión. Retiró el café del fuego y se dispuso a servirlo.

– ¿Y Tom? ¿Va a seguir en España? -preguntó en francés.

– Por ahora sí -siguió ella en catalán-. Allí ya no hay mucho que hacer, pero él tiene que quedarse hasta el final. Negrín se pelea con él, pero no puede vivir sin él… El ejército republicano sigue reculando. España está perdida, Ramón.

– ¡No me digas eso, coño! -gritó, otra vez en francés, y el café se le derramó sobre uno de los platillos-. ¡Y no hables más en catalán!

Caridad no rechistó y él esperó a calmarse. No sabía si eran las noticias de España y la incertidumbre que añadían al destino de Luis, que varias semanas atrás había cruzado la frontera para unirse al ejército republicano, o simplemente la malévola insistencia de su madre en revolverle el pasado y provocar la difuminación de Jacques Mornard. Terminó de servir el café y entró en el salón llevando las tazas sobre una bandeja. Se sentó frente a ella, cuidando que no se le abriera bata.

– ¿Qué piensa Tom que va a ocurrir?

– Los franquistas van a por Cataluña -respondió ella, ahora en castellano-, y él cree que no van a poder detenerlos. Desde que estos franceses maricones y esos ingleses de mierda firmaron ese pacto con Hitler y Mussolini, no solo se jodio Checoslovaquia, también nosotros nos jodimos: ya nadie puede ayudarnos…Estem ben fotuts, noi. T'asseguro que estem ben fotuts…

– ¿Y qué van a hacer los soviéticos?

– No pueden hacer nada. Si se meten en España, empezará una guerra que ahora mismo sería el fin de la Unión Soviética…

Ramón escuchó el razonamiento de Caridad. De alguna manera coincidía con ella, pero le resultaba doloroso comprobar que los soviéticos se replegaban mientras Hitler se tragaba a Checoslovaquia y daba cada vez más apoyo a Franco. Tal vez la táctica soviética de consentir el sacrificio de la República era la única posible, pero no dejaba de ser cruel. El Partido, al menos, la había aceptado, y la misma Pasionaria había dicho que si la República tenía que perderse, se perdería: lo que no podía comprometerse era el destino de la URSS, la gran patria de los comunistas… Pero ¿qué iba a pasar con aquellos hombres, comunistas o simples republicanos, que habían luchado, obedecido y creído durante dos años y medio para nada? ¿Los dejarían a merced de los franquistas? ¿Qué pasaría con los catalanes cuando Franco tomara Barcelona? ¿Dónde estaría combatiendo ahora el joven Luis? Ramón prefirió no preguntar en voz alta. Observó cómo Caridad terminaba su café y devolvía la taza a la bandeja. Entonces él se inclinó y probó el suyo. Se había enfriado.

– Tom no quiere que hable de España. A Jacques no le interesa España -trató de recomponerse.

– Jacques lee los periódicos, ¿no? ¿Y qué va a decirle a su novia trotskista cuando ella le suelte que Stalin va a pactar con Hitler, igual que los franceses y los ingleses? Porque eso es lo que esa sabandija renegada está escribiendo en su boletín de los cojones.

– Jacques le dirá lo mismo: que cambie de tema, ése no es su problema.

Caridad lo miró con aquella intensidad verde y punzante que él siempre había temido tanto.

– Ten cuidado. Esa mujer es una fanática, y Trotski es su dios.

Jacques sonrió. Tenía una carta para vencer a Caridad.

– Te equivocas. Yo soy su dios, y Trotski, si acaso, es su profeta.

– Te has vuelto irónico y sutil, muchacho -dijo ella, sonriente.

Caridad se puso de pie y comenzó a colocarse el foulard sobre los hombros. Ramón sintió tantos deseos de que se quedara como de que se fuera. Volver a hablar en catalán había sido como visitar una región de sí mismo clausurada, a la que no hubiera querido entrar aunque, una vez dentro, le provocaba una sensación de cómoda pertenencia.

Además, sabía que ella estaba en contacto con Montse y sobre todo con el pequeño Luis, y quizás hasta supiera algo de África. Pero ahora menos que nunca podía inclinarse ante ella y mostrar sus debilidades: era la primera vez que se había sentido realmente superior a ella y no quería malgastar esa sensación.

La visita de Caridad le dejó lleno de expectativas con respecto a las órdenes que podían llegar de Moscú, pero también el sabor amargo ante el destino decretado del sueño republicano que, por más que se esforzara, Jacques Mornard no conseguía apartar de la mente de Ramón Mercader. Por eso, aquella tarde de principios de diciembre tuvo que recurrir a toda su disciplina para hundir en el fondo de sí mismo las pasiones de Ramón cuando Sylvia le pidió que la acompañara a ver a unos camaradas norteamericanos que habían peleado en España, formando parte de las tropas internacionales evacuadas por el gobierno de la República, y que ahora estaban en París.

– ¿Y qué tengo yo que ver con esa gente? -dijo, evidenciando su molestia por la proposición.

Sylvia, extrañada y quizás hasta ofendida, intentó convencerlo.

– Esa gente estaba luchando contra el fascismo, Jacques. Aunque hay muchas cosas de las que yo no pienso igual que algunos de ellos, los respeto y los admiro. La mayoría de ellos no sabía ni marchar cuando se fueron a España, pero han sido capaces de pelear por todos nosotros.

– Yo no les he pedido que lucharan por mí -logró decir él.

– Ni ellos te lo preguntaron. Pero ellos saben que en España se deciden muchas cosas, que el auge del fascismo es un problema de todos: también tuyo.

El invierno se había adelantado y el aire era cortante. Jacques la tomó del brazo y la hizo entrar en un café. Ocuparon una mesa apartada y, antes de que el camarero se acercara, Jacques gritó:

– ¡Dos cafés! -y enfocó a Sylvia-. ¿En qué habíamos quedado?

La muchacha se quitó las gafas, empañadas por el cambio de temperatura, y frotó los cristales con el borde de la saya. En ese instante Jacques descubrió que sentía miedo de sí mismo: ¿cómo podía ser tan fea, tan tonta, tan imbécil para decirle a él por quién peleaba cada cual? ¿Cuánto podría resistir al lado de un ser que en aquel instante le repugnaba?

– Perdóname, mi amor. No quise…

– No lo parece.

– Es que de verdad es importante. En España se decide mucho otra vez Stalin deja que Hitler y los fascistas se salgan con la suya. Stalin nunca quiso ni permitió que los españoles hicieran la revolución que los habría salvado y…

– ¿De qué estás hablando? -Jacques preguntó y de inmediato comprendió que había cometido un error.

Sencillamente a Jacques no podía importarle de qué estaba hablando Sylvia y se impuso recuperar su control. Ni aquellas acusaciones infames ni la fealdad de Sylvia Ageloff iban a poder con él. Les sirvieron los cafés y la pausa lo ayudó a terminar de recomponerse.

– Sylvia, si quieres vete a ver a esos salvadores de la humanidad y a hablar con ellos de Stalin y de tu querido Trotski. Estás en tu derecho. Pero a mí no me involucres. Es que no me interesa. ¿Puedes entenderlo de una puta vez?

La mujer se encogió sobre sí misma y se sumió en un largo silencio; al fin él bebió un sorbo de café. Dos meses antes, la incontrolable insistencia de Sylvia en hablar de política había provocado la primera discusión seria de la pareja. Aquella tarde Jacques la había acompañado a la villa del trotskista Alfred Rosmer, en Périgny, para que la muchacha participara como secretaria en la reunión que, según ella misma, había sido el aborto más que el nacimiento de la Internacional trotskista. Mientras regresaban a París, luego de doblegarla y hacerle prometer que no volvería a hablarle de aquellos temas, Jacques había aprovechado la coyuntura para intentar que renunciara a regresar a Nueva York en el inicio del nuevo curso escolar y para dejarle caer -fue como si colocara una soga al cuello de Sylvia- la posibilidad de comprometerse formalmente. Pero la pasión política ahora había vuelto a traicionar a Sylvia que, temerosa por la reacción de su amante, murmuró: