Jacques se preguntó en qué cuadrante de aquel tablero le tocaría colocarse a él. Era evidente que al fin algo comenzaba a tomar forma, aunque se le escapaban las razones de la lentitud con que se movía la operación.
– ¿Qué se dijo en Moscú cuando derribaron a Yézhov?
Mink sonrió y bebió de su té.
– Nada. En Moscú no se habla de esas cosas. La gente le tenía tanto miedo a Yézhov que no se van a curar en largo rato.
Jacques miró hacia la plaza. Le daba pereza volver a enfrentar el frío para regresar a su departamento, donde Sylvia lo esperaba. Comprendió que necesitaba acción. En aquel preciso momento, ¿por dónde andaría África?, ¿qué estaría haciendo su hermano Luis?, ¿en qué aventuras se habría metido Tom? Él no tenía otra alternativa que esperar, inactivo, jugando al enamorado que no desea la partida de la amada.
– ¿Cuándo volveremos a vernos?
– Si no hay nada nuevo, cuando regrese Tom. Si tienes algo urgente que consultarme, ve a buscarme al cementerio. Siempre voy por allí.
Durante los días previos a la partida de Sylvia, Jacques se comportó de un modo que hubiera admirado a Josefino y a Cicerón, sus profesores de Malájovka. Imponiéndose a su desánimo y a los deseos de estar lejos de aquella farsa, explotó al máximo el alivio que le reportaba desembarazarse de la mujer y se desvivió en atenciones, la colmó de regalos para ella y para sus hermanas, y tuvo la entereza de hacerle el amor cada día, hasta que una Sylvia extasiada y satisfecha regresó a Nueva York. Jacques había cumplido con su trabajo y se sintió feliz por el espacio de libertad recuperado.
De España, en cambio, solo le llegaban los estertores dolorosos de la guerra. La caída de Barcelona parecía ser el acto final, y los reportes de que Franco había entrado en una ciudad que lo vitoreaba llenaron de amargura a Ramón Mercader. Desde finales de enero los periódicos franceses recogían, con diversos grados de alarma, la noticia de la desbandada de combatientes, oficiales, políticos y gentes desesperadas y temerosas de represalias que se habían lanzado a cruzar la frontera. Ya se hablaba de cientos de miles de personas, hambrientas y sin recursos, que desbordarían las capacidades logísticas de las fuerzas del orden y la posibilidad de acogida francesas. Algunos políticos, en el colmo del cinismo, reconocían que tal vez hubiese sido mejor ayudarlos a ganar la guerra que verse obligados ahora a recibirlos, alimentarlos y vestirlos, quién sabía por cuánto tiempo. Los periódicos de la derecha, mientras tanto, gritaban su solución: que los enviaran a las colonias. Gente así era lo que hacía falta en la Guyana, en el Congo y Senegal.
Alterado por las pasiones de Ramón, Jacques Mornard percibió que necesitaba romper su inercia, aun al precio de quebrar la disciplina. Sabía a lo que se arriesgaba por desobedecer las órdenes estrictas de permanecer lejos de todo lo que oliera a España, pero la furia y la desesperación lo superaban. Además, Tom seguía sin aparecer y, si aparecía, no tenía por qué enterarse: el 6 de febrero tomó su auto, sus cámaras fotográficas y su credencial de periodista y puso proa a Le Perthus, el cruce fronterizo donde se hallaba la mayor concentración de refugiados.
Al mediodía del 8, cuando el periodista belga Jacques Mornard logró llegar al punto más cercano a la frontera que le permitieron alcanzar los oficiales del ejército y la policía francesa, lo recibió el hedor maligno de la derrota. Comprobó que, desde el promontorio donde se hallaban los reporteros de prensa, no podría reconocerlo ninguna de las personas que, ya en territorio francés, eran conducidas como rebaños por los soldados senegaleses, encargados de vigilar y controlar a los refugiados. La escena resultó más patética de lo que su imaginación le hubiera permitido concebir. Una marea humana, cubierta con mantas harapientas, viajando sobre unos pocos autos o arracimados en carretones destartalados tirados por caballos famélicos, o simplemente a pie, arrastrando maletas y bultos donde atesoraban todas las pertenencias de sus vidas, aceptaban en silencio las órdenes para ellos incomprensibles, gritadas en francés y acentuadas con gestos conminatorios y porras amenazantes. Aquéllas eran personas lanzadas a un éxodo de proporciones bíblicas, empujadas solo por la voluntad de sobrevivir, seres cargados con una enorme lista de frustraciones y pérdidas patentes en unas miradas de las que incluso se había esfumado la dignidad. Jacques sabía que muchos de aquellos hombres y mujeres eran quienes habían cantado y bailado las victorias republicanas, los que por los más diversos motivos se habían colocado tras las barricadas que periódicamente se armaron en Barcelona, los mismos que habían soñado con la victoria, la revolución, la democracia, la justicia, y habían practicado en muchas ocasiones la violencia revolucionaria de un modo despiadado. Ahora la derrota los rebajaba a la condición de parias sin un sueño al cual aferrarse. Muchos vestían los uniformes del Ejército Popular y, ya entregadas sus armas, acataban en silencio las órdenes de los senegaleses (Reculez!, reculez!, insistían los africanos, gozando su pedazo de poder), sin importarles mantener un mínimo de compostura en el desastre. Jacques supo por un corresponsal británico, recién llegado de Figueres, que la mayoría de los niños que escapaban de España venían enfermos de pulmonía y muchos de ellos morirían si no recibían atención médica inmediata. Pero la única orden que tenían los franceses era la de incautar todas las armas y conducir a los refugiados, grandes y pequeños, a unos campamentos, cercados con alambre de espino, donde permanecerían hasta que se decidiera la suerte de cada uno de ellos. Una sensación de asfixia había comenzado a dominarlo y no se sorprendió cuando el llanto le nubló la mirada. Dio media vuelta y se alejó, tratando de tranquilizarse. Pensó, intentó pensar, se obligó a pensar que aquélla era una derrota previsible pero no definitiva. Que las revoluciones también debían aceptar sus reveses y prepararse para el próximo asalto. Que el sacrificio de aquellos seres desvalidos, y el de los que -como su hermano Pablo- habían muerto durante aquellos casi tres años de guerra, apenas representaba una ofrenda mínima ante el altar de una historia que, al final, los reivindicaría con la gloriosa victoria del proletariado mundial. El futuro y la lucha constituían la única esperanza en aquel momento de frustración. Pero descubrió que las consignas no lo aliviaban y que desde un momento imprecisable de aquella tarde lacerante había extraviado a Jacques Mornard en algún recodo de su conciencia y vuelto a ser, plena y profundamente, Ramón Mercader del Río, el comunista español, y le satisfizo saber que al menos Ramón tenía una alta misión que cumplir en aquel mundo despiadado, férreamente dividido entre revolucionarios y fascistas, entre explotados y explotadores, y que escenas como aquélla, lejos de mellarlo, lo fortalecían: su odio se hacía más compacto, blindado y total. ¡Soy Ramón Mercader y estoy lleno de odio!, gritó para sus adentros. Cuando se volvió, para ver por última vez el rostro mezquino de una debacle que lo apuntalaba en sus convicciones, sintió cómo sus cámaras fotográficas se movían y recordó que el tonto de Jacques Mornard se había olvidado de tomar una sola imagen del naufragio. Fue en ese instante cuando un periodista francés, casi con asco, pronunció aquellas palabras que le cambiarían la forma de su sonrisa:
– ¡Qué vergüenza! ¡No fueron capaces de ganar y ahora vienen a esconderse aquí!
El golpe que le propinó Ramón fue brutal. De los cuatro dientes que le arrancó, dos cayeron sobre la tierra húmeda y dos se perdieron en el estómago del desafortunado periodista, que seguramente se preguntaría, por el resto de su vida, qué cosa terrible había dicho para provocar la furia de aquel loco desatado que, para colmos, había desaparecido como un soplo de viento.