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– ¡Hale, Manuel cantando! No te oía cantar desde que nació Pepito Bolós.

– Qué exagerao.

– Venga, vámonos, que Antonio no sé dónde para… Mira, Manuel, ya están ahí las dos perdices. Aquí sólo se ven dos perdices. No sé si es que se turnan o son las de siempre. Nunca he visto tres o cuatro. Codornices sí que hay bastantes en estos alfalfares.

– Alfalfares. Como soy así tan añorante, me gustan más las viñas que la alfalfa, y todas estas plantas de regadío.

– Lo mismo dirían los pastores antiguos cuando empezaron a plantar viñas por estas tierras de monte y trigo.

– Ya.

Con el sol de espaldas, desrodaron el camino. Pasada Argamasilla, se desviaron por la carretera de Ruidera. Frente aLa Alvesa, en los canales del Pantano, se bañaban dos extranjeros. Uno rubio con las gafas puestas. Llevaban bañadores de colorines y, junto a la cuneta, tenían unos mochilones enormes.

– Fíjate, ingleses bañándose en el Guadiana, aunque esté envasado en cemento.

– O a lo mejor son de Villarrobledo, don Lotario. No presuma usted de saber de dónde es la gente por el color de los calzoncillos, que el otro día vio mi hija a Julia, la que fue monja, con unos pantalones vaqueros metidos en las dos rajas del culo.

– Todo se acaba. Con los curas y las monjas va a pasar lo que con lospay-pays, que ya ni se fabrican.

– Es que ha sido mucha historia… Que se ha pasado usted, don Lotario. El camino es aquél.

– Ah, es verdad. Creí que te referías a lo de los curas.

Aguardaron a que pasaran dos coches para dar la vuelta y meterse por el camino delMolino de San Juan, que sigue tan malo como en los años 30.

– Pero oye, no se ve el molino. Y mira que está esto desarbolado. Quién te ha visto y quién te ve, molino de San José.

– De San Juan.

Aparecieron unos chicos con cara de Peinado, montados en bicicletas. Don Lotario detuvo el coche, que por lo malísimo del camino llevaba a veinte por hora:

– Oye, chico, ¿dónde está el molino?

– Se hundió hace mucho tiempo.

– No te digo…

Dejaron el coche junto a la casa de campo de los Peinados y subieron hasta la ribera del que fue río. Entre las hierbas secas había dos muelas de piedra blanca como único resto del molino. Anduvieron unos pasos muy despacio. Vieron restos delladrón. Habían desaparecido muchos árboles de las orillas, y todos los juncos. Abundaban troncos tumbados y medio podridos y hoyos de árboles que fueron. Lo único verde y fresco que quedaba en aquellas márgenes jubiladas eran zarzamoras. Hasta pocos años antes, según les contaron luego, corrió algún agua por aquel lecho, pero el molino se hundió mucho antes.

Después de caminar unos metros más se detuvieron con las barbillas caídas:

– ¿Qué, qué me dice, Manuel?

– Hasta esto.

– Hasta esto, ¿qué?

– Que hasta esto puede quedarse tan inútil como la vida de un hombre.

– No dramatices, Manuel. Todo consiste en que el agua la han desviado un poco, hasta el canalillo.

– Eso sí, pero que la Mancha se haya quedado sin Guadiana no había pasado en toda la historia.

– Pero riega más que regaba, aunque bañe y luzca menos que bañaba y lucía.

– Ya, ya.

Sentados y recostados en dos árboles medio podridos, liaron los cigarros y quedaron mirando a aquel canal somero de tantas aguas idas.

– Cuando niños, nos parecía el río tan hondo, y fíjate.

– Bueno, yo siempre recuerdo que no me cubría. De mozo, a lo más, me llegaba al pecho.

– Cuántas risas y magreos oirían y verían aquellas aguas desde que el mundo es mundo.

– Total, que hemos echado la tarde a tristezas. Menos mal que su alfalfa va bien.

– Eso sí.

Despues de un corto silencio se levantó don Lotario, con el cigarrillo en el pico.

– ¿Es que ya se ha cansado usted de estar a la orilla… del aire. Iba a decir del agua?

– Tiene gracia eso: a la orilla del aire. A la orilla de la nada estamos siempre.

– Ahora es usted el que ennegrece. No lo he dicho con esa intención. Más bien como chiste.

– Ya, ya. Es que con tanto hablar de aguas me han entrado ganas de hacerlas…, aunque a la orilla del aire… Siempre estamos a la orilla del aire… En cualquier momento. Perdona.

Y sin quitarse el cigarro de, justamente, debajo de la nariz, se arrimó a una zarzamora grande que se doblaba un poco hacia el cauce y mirando al cielo bajo el ala del sombrero comenzó a hacer sus aguas.

Plinio le echaba reojos, sonriendillo, porque el veterinario siempre orinaba así, mirando a lo alto, con los ojos un poco guiñados como si el vaciado de su vejiga le produjese amago de cosquillas.

Cuando el hombre acabó con sus aguas y bajó la cabeza como para ver -pensóPlinio- cómo le había quedado de gustosa la minina, se le agravó el gesto, quedó mirando fijamente al yerbajoso pie de la zarzamora y sin quitarse ambas manos de donde las tenía, comenzó a llamarlo con voces desproporcionadas a la poca ribera que los separaba.

– ¡Manuel, Manuel!… ¡Ven, ven, ven!

– Pero ¿qué pasa?

– ¡Ven, ven! Que me he meao en un muerto.

– ¿En un muerto?

– En un muerto que, si no veo visiones, se llama de nombre, de apellido y apodo Manuel GarcíaEl Toledano.

– ¿Es posible?

– Como lo oyes.

Plinio, a pesar del rebato, se levantó con sus calmas, se manoteó la culera y fue hacia donde estaba don Lotario ya embraguetándose, pero clavados los ojos en el aparecido.

CuandoPlinio estuvo a su altura, el veterinario señaló, estirando la barbilla, al pie de la zarzamora. Y Plinio, apartando las ramas bajas con el pie, miró con mezcla de respeto y desconfianza.

– Pues sí que es Manuel GarcíaEl Toledano. ¿Y cómo lo ha conocido usted tan pronto?

– Es que por la vertical de mi chorro se veía muy bien.

Entre las hierbecillas se le columbraba la cara mojada de orina, con los ojos cerrados, pero el gesto muy natural, como de dormido. El cuerpo, más que tumbado, estaba medio vertical, sobre la cuestecilla que hacía la ribera por aquella parte.

– No tiene pinta de muerto.

– Ya lo veo, ya. Pero tú me dirás. Un hombre al que le mojas toda la cara, aunque sea con chorro caliente, y no se estremece…

– Usted que es casi médico reconózcalo.

Don Lotario sacó el pañuelo y con gesto de mucha repugnancia, aunque fuese suyo el líquido a enjugar, le secó el pelo y la cara aEl Toledano y tiró rápido el trapillo al que fue río. Luego, dejándose escurrir un poco por la pendiente, se arrodilló junto al Toledano. Le tomó el pulso, le palpó la frente y le pegó la oreja en la corbata, así medio tumbado, alzando mucho la cara bajo el sombrero algo ladeado:

– Está tan vivo como tú y como yo.

– Qué raro… Hágale cosquillas.

Don Lotario le rascó en los sobacos y Manuel GarcíaÉl Toledano, como soñando, dejó escapar una sonrisa nerviosa.

– Se ríe y todo. Qué tío.

– Vamos a subirlo que esté más cómodo.

Lo tomaron de un brazo y de una solapa cada uno y en dos tirones lo dejaron sobre la senda del río. Don Lotario le cruzó los brazos sobre el vientre, porque quedó muy desparramado. Tan grandón y bien vestido, como iba siempre, aunque con arrugas y la calva sucia, ahora estaba echado paralelo al cauce seco.

– ¿Y qué hacemos ahora, Manuel?

– Esperar a ver si se despabila… No entiendo qué puede hacer aquí un hombre como éste, solo y sin sentido. Borracho tampoco parece.