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María Rosa comenzó a llorar otra vez, tapándose la cara, sin olvidarse de cerrar mucho las piernas.

El alguacil y Maleza llegaron con la camilla de la Cruz Roja. María Rosa se destapó un poco los ojos, a ver qué pasaba.

Entre varios, y con mucho cuidado, pusieron al muerto pegado a la camilla y empezaron a volcar poco a poco el cuerpo ensotanado de don Manuel para que no cayera de golpe. Por fin, así de lado, con las piernas dobladas, de sentado, y las manos cruzadas sobre el pecho, quedó sobre la camilla con la falda de la sotana -que don Manuel fue el último sotanista de pueblo- colgando por ambos lados.

Las dos hermanas se arrodillaron a cada lado y llorandillo competían en darle besos sobre las manos frías y cruzadas.

María Rosa se acercó ahora a la camilla y continuó su llanto junto a las dos hermanas, como si fuera una más.

Suavemente, el párroco las apartó, y entre cuatro se llevaron la camilla con el cuerpo, nave adelante, camino de la sacristía y detrás fue todo el personal, como a velatorio.

Dos horas después estaba instalada la capilla ardiente en el mismo altar mayor, por cierto que el pobre don Manuel quedó en la caja en una postura muy fea, ya que no pudieron estirarle las piernas y hubo que ponerlo de perfil en una caja anchísima, como en cuclillas; las manos empuñándose el pecho, como quedó cuando le dio el infarto. Y la cabeza muy echada hacia atrás.

Durante toda la tarde desfiló ante el muerto medio pueblo, más por bacinear que por amor, y luego, hasta las tres o las cuatro de la mañana, velatorio más o menos bostezado.

* * *

La hora se la sabía muy bien Manuel González, alias Plinio , porque cuando sonó el teléfono de su casa eran las cinco en punto de la mañana en el reloj de su mesilla de noche. Estaba Plinio en el mejor de los sueños, junto a la Gregoria… aunque separados como buenos jubilados matrimoniales, en las horas nocturnas. (Luego contó Plinio que cuando sonó el teléfono estaba soñando con que Justo el Navajero tocaba el clarinete, tan bien como lo tocaba, pegado a su oreja.)

– ¡Manuel! ¡Manuel! -le gritó la Gregoria.

Desde que Manuel, sobresaltado, se sentó en la cama, hasta que supo que la causa de aquel corte de sueño fue por el timbre del teléfono y no por el clarinete del Navajero , pasó un buen rato.

Manuel se abrochó el pantalón del pijama para no llegar al auricular con el cuerpo bajo al aire, se calzó las zapatillas sin talón y echó hacia el pasillo donde estaba el aparato negro y quieto, pero sonando como una pancilla metálica.

– ¿Quién es? -gritó casi agresivo y sujetándose con la mano izquierda el pantalón.

– Manuel, soy el número Ramiro, Ramiro el bajo, que siempre hago guardia de noche, porque de día vendo en la plaza…

– Ya. Sigue.

– Sigo, ¡leche!…, ¿por dónde iba?… Que le llamo porque acaban de denunciar que ha aparecido uno de esos dormidos que a usted le gustan tanto, pero depositado en el mismo portalillo de la puerta de la iglesia que da al Pretil. Sí, tumbado todo lo largo que es sobre el poyete de piedra y con la bragueta completamente abierta y abultadísima, con perdón.

– No me digas. ¿Cuándo?

– Hace un rato que ha venido a decírmelo Tomás Torres. Cuando el hombre, después de acompañar un rato al padre muerto, salía para su casa por aquella puerta para llegar antes, usted me entiende, y cuando ya no quedaba casi nadie de velatorio, notó que pisaba una cosa alta y blanda, así como una barriga, usted me entiende, y le echó el mechero a la cosa, pensando si sería otro muerto, que hay días que mueren dos o más, y se encontró con el hijo mayor de Bocasebo , que dormía sonriente al tiempo que se metía el dedo como jugando a buscar el bicho, por los pantalones desabotonados.

– ¿Cuál es el hijo mayor de Bocasebo , que tiene siete?

– El que se casó con la Repizcá , el de las pecas en el cuello.

– Ya sé quién dices, aunque nunca me fijé en sus pecas en semejante parte.

– …Y como sé que usted anda muy aplicado en este caso de los dormidos, me he dicho: aunque le despierte se lo digo. ¿A que he hecho bien, jefe?

– Gracias, Ramiro, te lo agradezco mucho. Y voy en seguida para allá a ver si le descubro en el cuello las pecas que dices.

– Es que son en el cuello de atrás, jefe, en la garganta nada. Y no tiene nada que agradecerme, bien sabe Dios que lo he hecho con mucho gusto.

– ¿Lo habéis movido?

– No, señor jefe, allí sigue en su poyete de piedra. Espero sus órdenes.

– ¿Lo ha visto gente?

– Muy poca. Ya ve usted las horas. Todo el mundo está dormido en su cama y no en las piedras… El pueblo entero está en el ronquío.

– Pues que te echen una mano los compañeros. Pídele de mi parte permiso al párroco y metedlo ahí en la sacristía. Voy rápido.

– … Pero una pregunta: ¿le abrochamos la bragueta para que no se le vea el bulto? Lo digo como estamos en la iglesia y demás…

– Sí, abróchasela antes de entrarlo.

– En un descuido haré eso que no hice nunca. ¿Avisamos a la familia o a alguien?

– No… Ya irá él solo cuando se despierte. Hasta ahora mismo entonces. Lo que tarde en echarme agua en los ojos.

Plinio colgó el auricular y volvió a la alcoba rápido sin soltarse la cintura de los pantalones del pijama, que le venían tan anchos, con ambas manos. Y mientras se vestía el uniforme le contó a la Gregoria lo del nuevo dormido.

La Gregoria, que ya impacientá estaba sentada en la cama, lo escuchó haciendo guiños de despabilada mientras se recogía el pelo y dijo al fin:

– Te hago corriendo el café.

– Eres muy buena, Gregoria.

– A buenas horas, mangas verdes.

Ya con todas las prendas encima, se tomó la taza de tres tragos, encendió el pito y se echó a la calle, todavía nochera, y, aunque preñada de agosto, sintió refrior.

– Que lo despiertes bien, Manuel.

– Y que yo no me duerma.

«Eso de que así que hay un acontecimiento sonao pongan al dormido cerca del lugar, como cuando las bodas falladas, por no folladas, del ingeniero…», iba pensando Plinio con ambas manos en los bolsillos del pantalón, y mirando al suelo con mucho cuidado para no tropezar con tantos altos y bajos como hay ante cada portada para el paso de los tractores, y con tan poca luz.

Por la calle de Socuéllamos no se veía una sombra, ni boina, ni raja de luz tras las ventanas. Sólo la sombra de Plinio bajo las luces altas y el ascua de su cigarro nervioseado.

Esperando en la esquina de la plaza, frente a la relojería y fotografería de Isaac Vega, estaba Ramiro, el guardia, esperándolo también, con morrete de fresquillo y los párpados medio plegados.

– Coño, no me levantaba a estas horas desde que se puso de parto mi hija Alfonsa -le dijo Plinio con tonillo de saludo.

– Ni yo, aunque haga tantas guardias, desde que me dolió la apéndice.

Estaba la plaza sola total, el cielo con su chisporroteo de estrellas y algún meneo de las ramas de los árboles por la inquietud de los pajarillos.