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Sin más decires, Plinio y Ramiro echaron hacia el Pretil, con el taconeo que les devolvía el cemento en aquel silencio. Pasaron ante el Casino de San Fernando y la puerta principal de la parroquia, doblaron el Pretil y ya estaban en la entradilla, entre la puerta de la calle y las laterales que daban paso a la iglesia.

Cuidado, jefe, no lo pise, que lo he dejado aquí. He preferido no entrarlo hasta que viniera usted -dijo Ramiro echándole la linterna al hijo de Bocasebo-. Y el tío no deja de sonreírse, como si le hicieran cosquillejas.

– ¿Y eso de la bragueta que decías?

– Se la he abrochado con mucho tiento para evitar alzadas y toqueteo.

A Tomás Torres, que seguía allí para ayudar a lo que fuera, le dijo Plinio :

– ¿Llegaste a pisarlo, Tomás?

– Poco, pero si estiro un poco más el pinrel lo desbarrigo o me habría roto el casco.

– Bueno, ¿por qué no lo habéis llevado a la sacristía, Ramiro? -Y Plinio clavó al dormido los ojos en las pecas del cuello para recordarlas.

– Por dos artículos: primero porque ya se habían llevado la camilla de la Cruz Roja y no podíamos con él; y segundo, porque como no pasaba ya nadie por aquí a estas horas, pensé que era mejor que lo viera usted en su estado.

– Bueno, vamos con él a la sacristía a ver si se despierta.

– ¿Se le ha caído algo de los bolsillos?

– Nada caído, jefe.

– Pues llama al otro que está de guardia para que nos ayude a meterlo en la sacristía hasta que amanezca, a ver si se aclara algo.

Cuando vinieron los policías, y con la ayuda de Tomás Torres, lo cogieron en brazos y por la nave de la derecha, muy pegados a las capillas y confesionarios, lo llevaron hasta la sacristía, sin que los vieran las pocas personas que allí había, entre ellas María Rosa, que rezaban sobre los reclinatorios muy pegados al catafalco del cura.

Ya en la sacristía dejaron al dormido sobre un sofá ancho.

– A éste lo ha dormido alguien dándole por la embocadura, jefe -dijo Tomás Torres.

– ¿Por la embocadura?

– Sí, digo dándole de beber algo.

– Sepa Dios qué, porque ahora, fíjate, está besando esa estola colgada en la «cajonería», como llaman los curas a ese armario donde cuelgan todas las investiduras, y que le estaba rozando la mano.

– Es verdad, y antes también ha besado mi mano y sonreído como si le diera gustillo.

– Qué raro es todo esto, Santo Dios… Pero marchaos, que yo me quedaré con él, a ver si despierta y dice algo.

– A la orden, jefe.

Y Plinio se sentó en el único banco de madera vacío, pues en el otro, puesto ahora no sabía por qué junto a la «cajonería», dormía el Bocasebo con aquel gesto tan apañado.

Plinio, ya solo, echó un vistazo a las puertas de la sacristía: la de la izquierda que lleva a la nave central y que también conduce a los servicios, en el más puro sentido del plural; la de la derecha, que lleva al altar mayor, y la del archivo. Y todavía la puerta que sale a la calle de Veracruz. Se fijó en la fotografía grande de una imagen de la Virgen, en el armario empotrado y en la mesa de despacho del centro, todo bajo una sola luz, pobrilla, pobrilla.

Cuando transcurrió un rato sin novedad y Plinio ya se sabía la sacristía, se le ocurrió acercarse al sofá y pasarle la mano por el pelo a Bocasebo , a ver si se le notaba algo de bandolina, pues con tan poca luz no se le advertía brillo alguno. Pero Bocasebo , al sentir la mano sobre la cabeza, se la tomó a Plinio y se la llevó a la boca -y lo que fue peor- también sobre las narices, un tanto goteronas y empezó a besársela con un hambre que Plinio se sintió como atacado por un maricón.

Después de breve forcejeo, le quitó la mano como pudo, se secó las babas y los mocos y quedó con los ojos fijísimos en el pecoso Bocasebo , que sí mostraba brillos de bandolina y que le parecía estar más inquieto que los demás dormidos de los días anteriores.

Poca gente debía estar velando al cadáver de don Manuel ya a aquellas horas, porque en la sacristía no aparecía nadie.

Como en su vida había hecho Manuel un servicio en semejante lugar, se echó una sonrisa a sí mismo y se dio unas vueltas por todo lo largo de la sacristía para ver de cerca tantos aparejos de iglesia.

Se paró ante un cuadro muy grande de Cristo pintado al óleo, que estaba pasada la puerta del archivo. Mirándolo estaba sin apenas poder distinguir nada por la poca luz que allí había, cuando oyó que se abría la puerta. Volvió la cabeza y la gran sorpresa: era el Bocasebo , ya levantado, que miraba hacia uno y otro lado, confundido de encontrarse en semejante parte, como les pasaba a todos los dormidos cuando conseguían hacerse vivos.

El pecoso ni reparó en el guardia y lo miraba todo rascándose el pelo; por cierto que algo debió notarse en él, puesto que después se miró y se olió las yemas de los dedos.

Como para mejor comprobar el recién despierto que estaba en su ser, se buscó el paquete de cigarrillos, encendió, chupó con gustísimo, echó el humo por todos los agujeros y le asomó en la cara un regusto muy grande, según el parecer de Plinio .

Había una tranquilidad en sus ojos, como si siguiese adormilado… Y el caso era que la viveza con que chupaba el cigarro, no estaba a tono con el aire un tanto traspuesto que digo.

Por fin, Bocasebo se puso de pie con ese ritmo un poco sonámbulo, dejó caer el cigarrillo sobre una escupidera y echó a andar con cautela hacia la puerta por donde salen los curas a decir misa. Se asomó con cuidado, hizo un gesto de lenta extrañeza al ver el catafalco de don Manuel allí entre velas y, después de mirarse el reloj de pulsera, pasó cerca del cadáver sin mirarlo, con aquel aire sonámbulo, y sin mirar a la María Rosa, a dos monjas y a un cura que rezaban en reclinatorios próximos.

Bajó la escalerilla mirando mucho los escalones del altar como si temiera caerse y marchó hacia la puerta de la iglesia donde lo depositaron, o se depositó él, la del Pretil.

Plinio, cuando lo vio ir hacia la calle, cruzó también el altar mayor, aunque muy pegado a un lateral, ante la sorpresa de los rezadores, y fue a la misma puerta del Pretil. Desde el poyete de piedra, Plinio lo vio avanzar hacia la plaza y no apareció en ella hasta que el despertado se cruzó a la esquina de los Paulones.

Tendría ya Bocasebo unos cuarenta años de edad, pero a Plinio le parecía mucho más joven, por el corte de cuerpo y el aire de sus pasos, aunque de medio dormido. No cabía duda que iba calle de la Feria adelante. Plinio lo siguió desde lejos, pues no era fácil que se le perdiera, porque todo estaba solitario. Siempre tan prudente, prefirió no seguirlo por la misma acera, y se cruzó dándole vuelta a la plaza, sin perderlo de vista, a la acera de correos y sin despegarse de la pared, pues tenía la sensación de que Bocasebo, el pecoso, andaba no muy seguro de saber hacia dónde iba, aunque no a su casa, porque todos los Bocasebos vivieron siempre en la Carrera de San Jerónimo (de Tomelloso, se entiende).

Plinio tanto quería no ser notado, que a pesar de las ganas de refumar, no encendió. Además se quitó la gorra de plato y se la pegó con ambas manos en la riñonera para ofrecer menos su perfil, si al pecoso le daba por torcer el cuello.