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Todavía le faltaba a Plinio un buen trecho para llegar a casa de Castillo, cuando vio que su seguido se cruzaba de acera, justo al llegar frente a la calle Mayor. Al verlo sintió un pálpito muy grande y tanto miedo de ser visto.que se pegó a la pared cuanto pudo. Bocasebo , de pronto, como despabilado, había acelerado el paso. De modo que hasta que el dormido o medio dormido quedó en palillo de sombra, Plinio avanzaba con pasos de pisapunto y sin arrastrar los pies…

«Este va a la colonia de las ingles, tan fijo como hay gargueros», se dijo el guardia.

Ya por el final de la calle Mayor, las luces quedaban muy separadas.

«… Mal sitio. Por aquí, como me descuide, se lo traga la tiniebla.» Aceleró el paso. Ya en la parte misma de la gitanería, la oscuridad era piconera. Menos mal que en seguida, en las casas prohibidas, tan relimpias y renuevas, sí que había una luz sobre cada puerta, para que el que llegase cachondo pudiese apuntar bien con los ojos, no equivocarse y dejarse el ansia en el Canal del Príncipe.

Durante unos segundos Bocasebo se lo tragaron del todo las sombras de las casas gitanas, pero pronto reapareció tan telendo, con menos aire de dormitado, y empezó a desfilar ante las puertas de las casas, como si supiera muy bien a la que iba. Y así pasó ante las puertas de la Toledo, de la Olga, de las Pichelas , de la Leónides, de la Mari Paz, hasta que se clavó delante de una de las últimas, la de la Mora y, levantando el brazo con mucha cansinería, como si otra vez estuviera adormiscado -Plinio se fijó muy bien-, apretó el botón del timbre.

Amañanar, lo que se dice amañanar, no, pero el cielo empezaba a empavonarse un poco. Se veían los bultos más cerca y con más perfiles.

Las putimozas que no estuvieran de dormida con el macho de la noche, y sintiendo los pelos de los muslos en las nalgas, estarían dormidas de verdad por su cuenta y el culo más frío, porque el del cuello pecoso, después de esperar dos buenos ratos, tuvo que timbrear por vez tercera y tan sostenida que el repique del timbre, aunque encerrado, y bastante lejos, lo oyó Plinio.

Abrieron al fin, pero el Bocasebo no entró. La que le abrió ¿seria la misma Mora? y en camisón azul, que bien se la veía por la puerta entornada discutir con el trasnochador. A lo mejor a aquellas horas, aunque es raro en tales sitios, no querían abrir.

Plinio aguardó, y hasta le llegaron recortes de voces. A ver qué pasaba…, y pasara lo que pasara, sin saber qué camino tomar, o con qué pretexto dar él la gorra a aquellas horas en semejante sitio.

Y en aquel momento -Plinio se había acercado mucho más- vio perfectamente que el ex dormido se sacaba la cartera del bolsillo interior y ofrecía un montón de papeles verdes a la Mora y que después de unas palabras más y una sonrisa de raja, tomó la oferta y lo dejó pasar.

Fue ahora Cuando Plinio, ya sin temor de ser visto, sacó el «caldo» tan deseado en aquella larga madrugada y empezó a chupetear y a echar humo, con toda el alma, mientras pensaba de esta manera:

«… A éste, la Mora no lo dejaba pasar a hacer uso del colgante, porque no hay ninguna con las ingles desalquiladas. Pero como se ha puesto tan terco y ha soltado hojas, le va a procurar lo que pueda o lo que quiera. Depende de los billetazos que haya liberado. De modo que uno lo que va hacer, hasta que consuma el "caldo", es aguardar aquí tranquilo y cuando haya pasado tiempo de bragueta suficiente, llamar, entrar y empezar las averiguaciones.»

Por el comienzo de la colilla del cigarro estaba, que brillaba en la noche como pizca de estrella, cuando observó por una ventana que se encendían las luces de la habitación de la izquierda del chaletito. Estuvo así como cuatro o cinco minutos encendida, hasta que las rejas de la ventana volvieron a quedar negras.

«Ya se han ensabanado, seguro. Pues voy antes que se vuelva a dormir la del camisón, sea la Mora o la lugarteniente, y empiece el trabajo riñonero.»

Tiró el cigarro, lo pisó. Notó que pasó un cuervo siseando, con la sombra de sus alas más negras que el cielo, algo clarioncillo ya, se cruzó hacia la puerta de la casa de la Mora , y cuando llevaba el índice al botón del timbre, Plinio con la otra mano se rascó la nuca, a la vez que pensaba: «A ver qué digo yo ahora.»

Sonó el timbre muy en lo hondo de la casa y esperó:

«Supongo que no le habrá dado tiempo de quitarse el camisón, a la que abrió la puerta.»

Y aguardó. Pero nada, ni paso.

Con el dedo más decidido volvió a tocar dos minutos después.

– ¿Quién es? -oyó que le gritaban tras una persiana.

Manuel iba a contestar desde la puerta, pero fue hacia la persiana sin decir palabra, y con paso bien aplomado. Asomó por fin la cabeza de la mujer que antes abrió al pecoso, como supuso Plinio .

Lo reconoció en seguida la Mora , y con voz melosa:

– Buenas noches…, quiero decir buenos días tenga usted, Manuel. ¿Le puedo servir en algo?

– Ábreme y ya lo sabrás.

– ¿Pues qué pasa?

– Nada grave. Abre.

– No faltaba más. Un momentico.

Plinio volvió hasta enfrentarse con la puerta de la calle. En seguida vio por las rendijas que habían encendido las luces… Y a poco le abrió la puerta, pero con una bata color sangre de toro y no azul como antes.

– Adelante, Manuel.

Pasó hasta un entre medio-patio y medio-recibidor, también muy bien puesto, con fotografías grandes y enmarcadas de artistas del baile y del cante y cada cual debajo de unas lámparas con bombillas en forma de zanahoria.

– Siéntese aquí, Manuel, si viene de asiento -le dijo la Mora señalándole un sofá largo y muy bien tapizado con terciopelo color celeste, de colcha.

– Muchas gracias, que sí vengo de asiento. Y se dejó caer en el sofá, mientras la Mora lo miraba intentando adivinar.

– ¿Quiere usted un café, Manuel?

– Muchas gracias.

– Pues usted dirá… a estas horas.

– Siéntate aquí, a mi lado.

– No faltaba más.

– Y perdona si te he despertado.

– Me había despertado otro que llegó un momento antes que usted.

– ¿Quién?

– El hijo de Bocasebo .

– ¿El de las pecas en el cuello?

– En el cuello y en todo el cuerpo, oiga usted, porque me han dicho las chicas, que conforme le caen cuerpo abajo, se le amontonan las pecas de tal manera al llegar a semejante parte, usted me entiende, que todo se convierte en peca sola. Es decir, todos sus bajos tienen el color de nuez de las pecas.

– ¿Por los muslos y piernas también?

– No, por lo visto traspasadas las ingles ya empiezan sus carnes a clarearse de nuevo.

– Qué cosa más rara. ¿Y a qué ha venido a estas horas Bocasebo ?