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– Pues ya se puede usted imaginar.

– ¿De dormida?

– No sé si de dormida o de ocupación. No creo que tenga fuerzas para lo último, pero debe estar con el eje nervioso, porque hoy es la segunda vez que viene.

– ¿Y a qué hora estuvo la primera? -preguntó Plinio eufórico.

– A la caída de la tarde o así.

– ¿Y a qué hora se fue?

– ¡Ah!, no sé. No lo vi salir.

– ¿Y varía mucho de hembra?

– Suele cambiar bastante. Pero hoy lo está haciendo por segunda vez con la misma.

– ¿Y quién es ella?

– ¿Tanto le interesa?

– Sí.

– Con la Remedios, una catalana que está muy buena.

– ¿Una catalana aquí? Eso no es corriente.

– Pero, Manuel, putas hay en todos los estados autonómicos.

– Sí, pero como pilla tan lejos…

– Ésta, segun cuenta ella misma, es que no para muchos meses en ninguna parte de España.

– ¿Por qué?

– Debe ser porque le gusta mucho cambiar.

– ¿Tardará en salir?

– No creo. Ella estaba muerta de sueño y lo largará en cuanto pueda. ¿Quiere que le traiga ya un cafetillo para suavizarle la espera?

– ¿Y por qué sabes tú que voy a esperarlo?

– Hombre, Manuel, eso está tirao .

– Pues tráeme el cafetillo, pero mediado de leche.

– ¿Como se los pone la Rocío?

– ¿Cómo sabes tú que me los pone así?

– Hombre, eso lo sabe toda la provincia. ¿Le hacen unas magdalenas?

– Unas soletillas mejor.

– Tengo por casualidad.

– Pero a ver lo que me cobras.

– Pues nada, Manuel. No faltaba más. Esta casa es suya.

Plinio, solo bajo la lamparilla, comenzaba a cabecear con buenos golpes de barbilla, cuando llegó la Mora con café y las soletillas. Y ya cuando estaba comisqueando a gusto le preguntó:

– ¿Me permite usted, Manuel, una pregunta?

– Según la que sea.

– ¿Por qué busca usted a Bocasebo , el de los cojones de peca, como le llaman aquí. ¿Es que ha hecho algo malo?

– Eso es cosa mía.

– Usted disimule… Si quiere usted que llame a alguna chica para que lo distraiga mientras acaban esos…

– No, que las pobres estarán durmiendo. Acuéstate tú, si quieres, que yo espero solo tan a gusto.

– No faltaba más, Manuel, que yo ésta no me la pierdo.

– ¿Nuestros ocupados están en la alcoba particular de la Reme esa o en una para el trabajo?

– Están en la alcoba donde la Reme duerme de verdad.

– Entonces a ver si se van a dormir de verdad los dos y me tienen aquí hasta la hora de ir a la escuela.

– No creo. La Reme no duerme con los de pago. De todas formas voy a hacer oído. Y sin añadir palabra se levantó telenda, fue hacia la última puerta del pasillo de enfrente y puso la cara bien pegada a la madera.

Al ratillo volvió con la cara de extrañeza.

– No se oye quejido, colchonear, ni suspiros.

– ¿No te digo? Se habrán dormido.

– ¿Y qué hacemos?

– Vamos a esperar un poquillo. Y si tardan, actúo.

– Yo no puedo estar aquí hasta que amañane, Manuel.

– Pues vamos ya a echar un ojeo.

– Hombre, Manuel, parece feo. Y a lo mejor han cerrado por dentro.

– Claro, Mora , para que no los sorprendan pecando. Qué cosas dices. Bueno, me echo otro pito…, en el buen sentido, y si no salen, actúo.

– Como usted quiera, que al fin y al cabo es la autoridad.

Entre los últimos tragos, chupadas y algún paseíllo, pasó una media hora hasta que Plinio dijo, ya impaciente:

– Vamos a ver qué pasa. Ya ha estado bien -y echó a andar por el pasillo seguido de la Mora .

Ya ante la puerta, Plinio le cedió la manivela:

– Abre a ver.

La Mora se adelantó, tomó la manivela y la ladeó con mucho tiento.

Se asomaron. La habitación estaba a oscuras total. Plinio echó de menos la linterna de don Lotario y encendió su mechero.

Sobre la cama de matrimonio, ancha y elegantona, le pareció que sólo dormía la Reme hecha un burujo. Movió el mechero de un lado para otro. No había duda de que sólo estaba la mujer.

La Mora , por su cuenta, encendió la lámpara de la mesilla, dorada y con pájaros surrealistas pintados en la pantalla.

– ¿Pero dónde está Bocasebo ? -le preguntó a la Mora Plinio extrañadísimo.

– ¡Ah! -dijo (mejor expresado, no dijo, sino que aparentó decir, encogiéndose de hombros).

La Reme, al oír hablar, más que al encenderse la luz, empezó a despertarse con cien parpadeos.

Por fin abrió los ojos del todo y al ver a quienes la contemplaban, y sobre todo a Plinio , de un salto de culo se incorporó en la cama.

– ¿Pero qué pasa?

– ¿Dónde está tu pareja? -le preguntó Plinio con gesto muy severo.

– ¿Mi pareja?

– Sí, mujer, el último, el de las pecas.

– ¡Ah! Yo qué sé. Cuando cumplió se fue a su casa.

– ¿Que se fue? -dijo Plinio extrañadísimo-. Acababa de entrar cuando llegué yo. Y no le he visto salir. Como no lo haya hecho por la ventana del cuarto…

– No, claro que no… Salió por esta puerta.

– Que te digo que no y ya ha estado bien. Y levántate, que hablemos en serio.

La Reme, con poquísimas ganas, se sentó en la cama, se echó encima la bata que tenía sobre la colcha y, al ponerse de pie, Plinio , sin poderlo remediar, sintió una nerviada por toda la espalda y parte de sus vueltas.

Aquella talla de cuerpo, y sobre todo aquel culo, almohadón magistral, rítmico de curvas, de honduras y seguro que de gestos verdes y pedos luminosos, era el que le había descrito Salustio con aquella encendida expresión de ojos, de manos volainas y como pellizcadoras de molletes etéreos. ¡Qué buenísimo apaño de culo y de cintura!

Y la Reme, levantada, hasta en el momento simplón de ponerse la bata, movió el cuerpo de aquella manera tan rica.

– ¿Tú saliste a despedirle, Reme? -le preguntó la Mora .

– No, jefa, yo estaba caída de sueño y le dije adiós a medio labio.

– ¿Pues no has dicho que lo viste salir por esta puerta? -casi le gritó Plinio , aunque sin quitarle los ojos.

– No sentí que saliera por otro sitio. Y le oí casi entre sueños. A lo mejor, al verlo a usted, si vino siguiéndolo, como parece, salió escondiéndose -dijo ella muy inclinada ahora sobre sus muslos mientras se calzaba las zapatillas.

– Oye, Mora , enciende la luz del techo -sólo estaba encendida la de la mesilla.

– Sí, Manuel.

Y con cara de no saber por qué le mandaban aquello fue al interruptor que estaba junto a la puerta.

Cuando encendió la luz de neón, que dejó el dormitorio de un azul clarísimo, Plinio , con una rigidez inesperada se acercó a la Reme y empezó a mirarle la melena. Ella le sacaba la cabeza de alta al jefe de la G.M.T.