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– Es verdad, tanto rato de pie, entre curas, suegros y novia debe alterarse mucho la espita.

– ¿A ti te la alteraron, Manuel?

– ¡Quién se acuerda! Pero yo siempre fui bastante tranquilo de piernas y muslo, y no como el doctor Federico.

– Debía ser gracioso, Manuel, que en el momento de preguntarle a uno si quería a la Milibia por esposa, a la vez que el «sí» a la boca le llegase el chorrete calentón por la pernera.

– Qué imaginaciones tiene usted, don Lotario.

– Las que no cuenta nadie y a todos nos llegan en los ratos mohínos. Los mejores… Que siempre estamos diciendo ecos.

El coro de los pájaros echaba sus píos agudísimos contra las piedras doradas de la iglesia.

Y de pronto, sin saber de quién, sonó una carcajada ruda y aspirante.

– Hay carcajadas que matan, Manuel -dijo don Lotario mientras con una mano se hacía aire con el periódico y, con la izquierda, muy finamente, se rascaba lostestimonios.

– Soncarcajás de esas que se llevan embutidas mucho tiempo y, a lo mejor, por un luto, por una boda o por esta calina que nos agosta, salen rompiendo el aire.

– Dirás la calina que nos juliea, que todavía no llegó el de «frío el rostro».

Ya está ahí el novio, ya está ahí el novio, comenzó a oírse.

Muchos se pusieron de puntillas, y algunas mujeres se subieron en los bancos.

– Las boinas no dejan ver al novio -dijo un panza que había junto a ellos, subido en una silla de hierro y casi tapando el asiento con sus pies grandísimos.

– Pero si va de uniforme -les voceó aPlinio y a don Lotario.

– ¿Con uniforme de qué? -preguntó desde abajo uno que tenía voz de sordo.

– De ingeniero, de lo que es.

– Pues ¿sabe lo que le digo, Manuel?: que igual que embaularon las sotanas debieran hacer con los uniformes de civiles.

– Eso está bien, las cosas como son -coreó don Lotario, guiñándole el ojo aPlinio y pellizcándole el uniforme.

– Yo soy municipal, no civil -dijoPlinio.

– Pues sí que trae el novio acompañamiento -proclamó el panza desde su altura.

– Acompañamiento de bacines será, porque él, aquí, de familia, poca. Sólo le quedan dos hermanos: Felipe el de la Agencia, casado con la Recinta; y la Rosa, que lleva treinta años diciendo que va a ser monja, pero de las dos misas diarias y de confesarse con todos los curas cada vez que abren el armariete no pasa.

– ¡Ay!, qué don Lotario éste -dijo el de los piezacos y la panza, sin dejar de mirar al público- y qué leche más bailona tiene.

Plinio cabeceó gracioso por lo de la «leche bailona» y el veterinario encogió los hombros como satisfecho de que el dicho le hubiera gustado a Plinio.

Cada momento estaba la glorieta de la plaza más repleta de convidados con corbata, sudorcillos de tetas y sequedades de boca.

– Quién tuviera tanta vista como para ver cuándo se convierte un pelo en cana… Porque muchos se convierten de repente, seguido, sin pasar por el gris de entre tiempo. Ahora mismo, entre todos los que estamos aquí, seguro que nacen cinco canas por minuto -dijo el panza sin venir a cuento, mientras se tocaba las dos sienes con las manos.

– Y las que salen en otras partes del cuerpo que no se ven -añadió Antonio Pacheco, que acababa de llegar y escuchaba apoyado en su bastón.

Sin decir nada, y como si tuviera mucha urgencia en estar con ellos, Rodríguez -don Reprimido Rodríguez, como le llamaba Menchen, el boticario número cuatro-, vestido majo para la boda, se arrimó a los justicias.

– ¿Qué cuenta el señor Rodríguez?

– Nada, Lotario, ¿qué quieres que se pueda contar en esta vida rodeada de nichos por todas partes, menos por la de los panteones?

– Venga, hombre, anímate un poquillo, que por algunos lados hay bodas, como bien dice tu traje.

– ¡De boda! Después de traerlo al mundo, el peor engaño que puede hacérsele a un antropo es casarlo.

– ¿Pues qué hay de malo en las bodas, Rodríguez?

– ¿De malo? Las mujeres, Manuel, las mujeres. Que después de los sermones es lo más pesado que puede mentar boca, lo más acibo que llegó al mundo de los hombres. Hombres pesados hay, ya lo creo, pero no todos. Y las mujeres, sí. Plomo total. Ni una alígera, así que las oyes dos horas, incluidas las del acueste -acabó, sentándose, poniéndose su cara delgadilla entre las dos manos y mirando al vacío con aquellos ojos negros, grandes y casi lagrimosos que ponía cuando despotricaba contra el mundo. Siempre.

– Hoy le hadao por las mujeres. «Las de la raja», «los aquí yace», «los curas» «y las bodas» es lo suyo -dijo don Lotario a medio tono.

– Manuel -saltó Rodríguez sin apartarse de lo suyo ni dejar de mirar hacia la Posada del Rincón-, todo el día estoy pensando: ¿a dónde habrán ido a parar los vestidos de novia de todas las que se casaron en este pueblo?

– ¿Pero desde los tiempos de Aparicio y Quiralte?

– Por lo menos…

– Hombre, Rodríguez, el problema se las trae -dijo el guardia con la barbilla entre dos dedos y los ojos entornados-. ¿Verdad, don Lotario?

– Cierto, seguro.

– Debe haber todavía baúles y cómodas antiguas con trajes de novia de los tiempos de don Pedro Quintín Araque, alguacil mayor de esta villa, entre bolas de la polilla y flores secas.

– ¿Y en los camisones de las noches de boda no has pensado, Rodríguez?

– Ésas acababan gastándolos, Lotario. Los primeros años sólo se los ponían en los partos o cuando tenían enfermedades bien vistas, como los catarros, pero así que pasaba el tiempo, se acostaban con ellos todas las noches hasta hacerlos hilas… Deben ser pocas las que guarden los camisones de la noche grande, sin haberles lavado las gotas de sangre del desvirgue oficial.

… Y calló en seco, mientrasPlinio, don Lotario y todo el personal, sorprendidos por la salida, a pesar de conocerlo tanto, lo miraban, cada cual con su gesto más sinaco.

Pero Rodríguez, después de bizquear un momento con aquellos ojazos tan hombrones, siguió premioso:

– Los talones desnudos son las partes más tristes del cuerpo (más, incluso, que las criadillas de viejo miradas por detrás, en el trance del despatarre)… Pero desde hace algún tiempo ya no pienso en ellos. Ni me los miro en el espejo. Ya no le digo a mi mujer que apague la luz para descalzarse. Ya no sueño con todos los tomelloseros desfilando con los talones en cueros y sucios.

– Pero, Rodríguez, mucha gente se lava.

– No hay talón totalmente limpio, Manuel, ni sin arrugas… Pero ya digo que se me pasan muchas noches sin pensar en ellos.

– Menos mal.

Rodríguez, después de un minuto de silencio, entró pirado en el casino.

– Ya va a mirarse los talones.

– O las criadillas por detrás.

– Qué vida ésta más amena ¿eh? -le dijo Manolo Perona sonriendo, que en aquel momento llegó con la bandeja en el aire.

– Es verdad, Manolo -parleó don Lotario-, esta tarde todo me parece dicho en idioma que no sé dónde se habla.

– En Tomelloso, don Lotario, en Tomelloso -y siguió haciendo regates con la bandeja.

– El novio no deja de saludar gente -dijo el panza visereándose con la mano.

– Claro, como vive fuera… Si a su abuelo, el que fue tonelero, le llegan a decir que tendría un nieto ingeniero, con uniforme y todo, Manuel.

– Es verdad, don Lotario.

– Con esta calina la gente está bebiendo más cerveza que en la feria.

– Pues así que lleguen los invitados al salón de la boda, rápido van a dejar los vidrioslavaos.

– Hace mucho tiempo que pasó aquella floración de los uniformes que nos llegó aquí al acabar la guerra. Entonces todo el mundo quería ir de color -monologó el panza.