Выбрать главу

– La novia no está en la casa, no está, no está.

– ¿Quién lo ha dicho? -le gritó el cura casi increpante.

– Yo. Se ha ido, se ha ido.

Y arrancó la moto.

Llegaba el grupo de hombres y mujeres.

– Se ha ido.

– Con el ramo en la mano.

– Dijo que iba al retrete.

– Y no volvió.

– Con el ramo en la mano. Y hasta ahora.

Unos a otros se quitaban las voces con caras y ojos de muchísimo gusto.

– Así que pasó un rato y no salía, fue el padre a ver qué pasaba.

– Si le había dado el cólico.

– O a ponerse el paño.

– ¿Y no la encontró? -preguntó el cura.

– Voló la asturiana.

– ¿Y no faltaba nada?

– Una maleta por lo visto.

– ¿Y el coche de ellos?

– No.

– Ni hay ninguna puerta descerrajada, sólo la portada del corral abierta.

– Pero estuvo así toda la tarde.

El novio, muy tieso y muy blanco dentro de lo moreno, mirando a los canalones, no parecía oír nada. Y el cura lo contemplaba con la cara compasiva de su oficio. Luego le hizo un gesto a Plinio para que fuese a la casa donde estuvo la novia, a ver qué pasaba de cierto.

Plinio se rascó el cuello con mano de duda, pero el novio lo animó con un codazo.

Luego el cura, con mucha suavidad preguntó al ingeniero:

– Le parece mal, José Lorenzo, que vayamos a ver qué pasa.

Y José Lorenzo se limitó a negar con la cabeza.

– ¡Pero qué pintamos aquí! -dijo un familiar al novio-. ¡Vámonos!

Y otra vez el novio, seco y mirando a la pared de enfrente, negó con la cabeza.

Plinio y don Lotario se cruzaron a la acera de los Paulones y echaron a andar calle arriba.

– Yo creo que el cura tiene razón. Vamos a ver qué pasa allí.

– Si es que pase lo que pase, don Lotario, es cosa de ellos… Si hubiese aparecido algo sospechoso…

– A lo mejor, el algo está allí y no lo ha visto nadie. Nosotros tenemos más costumbre de buscar.

– Bueno, bueno, vamos a echar un ojeo. Para lo que tenemos que hacer. Pero me huele que esto es cosa de faldas o calzones.

Unas gentes hechas corro hablaban rápido, disparándose manoteos y salivas. Otros miraban al novio con la boca abierta. Muchos, y sobre todo muchas, cogidos del bracete, echaron trasPlinio y don Lotario.

– Qué cara de estatua se le ha quedado al novio.

– Y sin querer moverse de la puerta de la iglesia, como seguro de que ha ocurrido lo que temía.

– Ahora vas un poco deprisa, Manuel.

– A lo mejor, pero como hay confianza digo lo que siento.

– El pálpito. Lo que se me ha quedado muy grabado es que la asturiana se haya largado con el ramo en la mano.

– A lo mejor para dárselo a otro.

– No recuerdo que haya ocurrido aquí algo así desde que hay iglesia.

– Eso lo sabría Paco el sacristán.

– Que algún novio se escuquillase ante la verdad, sí que hubo casos, pero nunca a la hora misma de la boda (Lotario).

– Sí, hombre, el hijo del hermanoBufandas, el que se hizo el enfermo gravísimo durante cinco meses y vomitaba y todo cada vez que lo visitaba la familia de la novia… Pero una mujer aquí jamás dejó de ir a su boda aunque sospechase que el matrimonio no llegaría a la noche. ¿O usted recuerda alguno?

– El matrimonio que menos duró aquí, según contaba mi madre, fue el de una tal Castra, que dejó al marido a la media hora de acostarse con él la primera noche.

– ¿Y qué pasó?

– Que era un tío deforme, con los culos trabucaos.

– Explíquese, don Lotario.

– Sí, hombre, que el culo, culo, lo tenía debajo de la barriga; y la minina detrás, como rabo cuando la tenía floja; y paralela a la espalda si se le empinaba.

– En mi vida he oído cosa igual, don Lotario.

– Y claro, ella, así que vio que su hombre la atacaba dándoleculás, dio un grito que se oyó en todas las cuevas del barrio, y se fue en camisón por las calles oscuras.

– Y usted que es veterinario ¿cree que puede haber hombres con las vergüenzas en la espalda?

– La naturaleza, tan loca como los hombres mismos, cría de todo; mancos antes de nacer, chicos con un huevo grande y dos pequeños en el otro lado; mujeres con las tetas totalmente cubiertas de pelo; sujetos o sujetas, según se mire, con coño y picha a la vez, y hasta tías que les gusta acostarse con mastines: Comprenderás que al lado de esas monstruosidades y otras mil que ignoro, el que las vergüenzas colgantes se hayan quedado rezagadas no es cosa mayor.

Era seguro que cuantos iban y venían por la calle de la Independencia hablaban de la boda que no fue.

A pesar de que ellos caminaban con aire maganto, como si aquello no fuese con ellos, todos miraban aPlinio y a su amigo; y algunos, disimulando, los seguían desde la acera de enfrente.

Aunque la puerta de la casa donde estaba la familia de la novia parecía cerrada, un corro bastante nutrido de vecinos la miraba desde cerca, como en espera de que sus llamadores, tallas de flores y laúdes modernistas o la misma cerradura inglesa, pudieran dar de un momento a otro la clave de la desaparición de Covadonga. Allí vivía Felipe, el hermano del novio, con su mujer, la Recinta y los hijos pequeños. Pues el ingeniero, las pocas veces que venía al pueblo, vivía con su hermana Rosa allá en la calle de La Concordia.

Al ver que llegaban los del Ayuntamiento se abrió el corro yPlinio, con aire indeciso, dio un par de llama- tazos muy secos. Pasaron largos momentos; no abrían. Plinio repitió la llamada y por fin abrió el hermano del novio, Felipe, que los dejó entrar con gusto, aunque cerró la puerta rápido.

La familia asturiana, padres y hermanos pequeños de la novia, estaban sentados, muy juntos, en el sofá del tresillo. Felipe y su mujer Recinta, de pie en el centro del patio. Todos elegantes y con las caras que mandaban las circunstancias. Daba la sensación de que habían largado de la casa a amigos, vecinos y curiosos. Los asturianos echaron unos ojeos despectivos al jefe de la G. M. T. y al veterinario. El padre, coloradillo, tenía pinta de paisano ricote. La madre, cincuentona, parecía más clara, más de ciudad, y los dos hijos, como de dieciséis y dieciocho años, con aire de estudiantinos.

– Veo que sin novedad -dijoPlinio a Felipe.

– Sin novedad. Sentaos. Aquí, los padres y hermanos de Covadonga.

Movieron todos un poco la cabeza.

– Para que estuvieran más frescos los acomodamos en este piso bajo.

Y quedó callado. No sabiendo cómo continuar. Los padres bajaron los ojos.

– Bueno, pues estábamos ya preparados… -continuó Felipe decidido- para así que nos dijeran que la novia estaba lista, coger el coche y salir para la iglesia… Pero pasó la hora y como no llamaban bajé a ver qué ocurría, y me encontré a estos señores muy asurados porque no veían a la novia por ningún lado.

Calló Felipe yPlinio quedó mirando al señor López, el asturiano bajito, que al hablar siempre sonreía un poco:

– Sí -dijo con mucho acento asturiano-, arreglóse, ayudada por su madre, ahí en la alcoba donde está el armario grande con lunas -señaló a la puerta que estaba detrás de Plinio-… Y tan arregladina. Con decirle que llevaba el ramo en la mano. Y cuando me disponía a subir para llamar a estos señores -señaló a Felipe- díjome ella: «Espérate un momentín, papá, que voy al baño.» Entróse. Y hasta ahora… Pero mi mujer dice más…

Plinio quedó mirándola:

– Pues nada, señor, que un ratín antes, vila entrar en su alcoba, en aquella del rincón, y sacar el maletín que metió en el cuarto de baño.

– ¿Y qué tenía en él?