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– Cosinas, las pocas joyas y el dinero que le hemos regalado para el viaje de novios.

– Entonces, a ver si me aclaro, ¿antes de entrar con el ramo en el cuarto de baño había pasado el maletín?

– Sí, señor.

– ¿Mucho tiempo antes?

– Unos diez minutines.

– ¿Y cuando entró con el ramo cerró por dentro?

– No.

– ¿Y el cuarto de baño no tiene otra puerta?

– No, Manuel -dijo Felipe.

– ¿Entonces por dónde salió?

– Seguro que por la ventana.

Plinio, sin decir palabra fue hacia el cuarto de baño que tantas veces había mentado y señalado, abrió la puerta y miró sin entrar. Don Lotario en seguida estuvo a su lado.

Al fondo, como a un metro del suelo, estaba la ventana bastante grande. Debajo de la ventana, un armarito.

Plinio entró, miró con atención la superficie del armarito blanco, pero ni en él ni en los alrededores vio nada que le llamase la atención.

– ¿La ventana estaba cerrada cuando usted pasó, señor López?

– Cerrada, pero sin echar el pasador.

Plinio la abrió. Se asomó al corral. Era grande. Había dos coches, uno con matrícula de Oviedo y, al fondo, bajo los porches, un tractor con remolque.

– ¿No falta ningún coche?

– No… Como no lo hubieran entrado un ratillo antes… -dijo Felipe.

– ¿Y la portada estaba abierta?

– Sí, la dejé abierta para poder sacar el coche con mayor rapidez y traerlo ahí, frente a la puerta principal, una vez que la novia estuviera dispuesta… La abrí una media hora antes.

– ¿Y el abrir con tanto tiempo se te ocurrió a ti o te lo apuntó alguien?

– Ya he pensado en eso, Manuel… Fue cosa mía, porque Covadonga dijo que le gustaría que todo fuese rápido y que la miraran lo menos posible los vecinos, que llevaban la tarde entera fisgando.

– ¿Y por la calle donde da la portada, a la de Serna, no?… ¿Nadie vio salir un coche con ella dentro y con quien fuera?

– Parece que no. Por esa calle vive poca gente.

– Eso de fugarse con el vestido de novia y con el ramo en la mano es un poco fuerte -dijo don Lotario de pronto y como para sí, aunque le oyeron todos.

Plinio no pudo evitar un hilo de sonrisa.

– ¿Y ustedes qué piensan? -dijoPlinio en seguida mirando a los padres.

– Nada -se encogió de hombros el señor López-, sólo sabemos lo que dije.

– ¿Pero presiente con quién puede haberse ido, por qué puede haberlo hecho?

– Nada, señor guardia. Somos los primeros sorprendidos -dijo el señor López, mientras su mujer se limitó a asentir.

– ¿Iban a emprender hoy mismo el viaje?

– Sí señor, nada más terminar la merienda.

– ¿Y no sonó el teléfono poco antes? -preguntóPlinio mirándolos por turno.

El asturiano se encogió de hombros.

– Hasta que empezaron a llamar preguntando por qué no llegaba la novia a la iglesia. Yo tampoco lo oí -dijo Felipe.

– ¿Y cuando sonó para eso, estaba puesto aquí abajo? -dijoPlinio señalando la clavija del aparato, que estaba a su lado.

– Sí -dijo Felipe.

– … De modo que sólo se llevó el maletín.

– Sí, señor. La maleta grande está ahí, en su cuarto. Si quiere verla…

Plinio, con don Lotario, salieron al corral, dieron una vuelta alrededor de los coches y el tractor, y abrieron la portada que daba a la calle de Serna.

– La verdad es que si aprovechan un momento como éste, en el que no pasa nadie, en una calle como ésta hacen lo que quieran.

– Es decir, Manuel, que me apuntas que todo fue planeado.

– Las señas son mortales. Lo raro es que lo hiciera a la misma hora de la boda como quien dice.

– Eso sí es verdad, pero vaya usted a saber qué circunstancias jugaron en la fuga.

– Hombre, ahí está el asunto. Pero sean las que fueren, hace falta cara.

– ¿Y tú crees que los padres podrían estar en el ajo?

– Lo he pensado, pero ¡cualquiera sabe!

Plinio echó delante y volvieron hasta la puerta que daba al patio, en la que les aguardaban Felipe y su mujer.

– Oye, Felipe, ¿a qué hora viste por última vez a la Covadonga?

– Comimos juntos, arriba, las dos familias, y a eso de las cuatro bajaron los asturianos, para que se fuera preparando la novia.

– ¿Y tú? -le preguntó a la mujer de Felipe.

– Yo igual. Luego nos echamos un ratillo.

– Entonces, después de la comida no volvisteis a verla.

– No.

Cuando llegaron al centro del patio, la familia asturiana seguía en sus asientos.

Durante unos momentos el silencio fue completo. Los asturianos miraban al suelo.Plinio y don Lotario a los asturianos, sobre todo a los jóvenes, por su cara de casi risa, y Felipe y su mujer a unos y a otros como sin saber muy bien qué pasaba allí.

– Bueno, señores, nuestra misión ha terminado. Veo que lo ocurrido es cosa puramente familiar en la que las autoridades no entramos ni salimos… Ahora, Felipe, creo que debes ir a por tu hermano para que no siga en la puerta de la iglesia haciendo el número.

– Sí… Me voy con ustedes.

– Mejor será que vayas con el coche.

– Claro.

– Mucho gusto, señores -dijoPlinio a los asturianos.

Don Lotario, sin decir nada, les meneó la cabeza.

Y ya en la calle:

– ¿Y tú, Manuel, qué crees de verdad que puede haber pasado?

– No sé. Lo más probable es que esta mañana, si no ha sido después mismo de comer, a la novia le llegó algo, noticia o persona, que la decidió a dejar la boda sin ella.

– ¿… De acuerdo con sus padres?

– Todo puede ser. Según de lo que se tratase.

– ¿Y no hubiera sido mejor plantear la cosa cara a cara, que esa fuga infantil, con toda la comedia del cuarto de baño, el ramo y el maletín?

– Don Lotario, cada uno es cada uno.

– ¿Y qué noticia o persona puede haberle llegado?

– Ay, qué don Lotario éste. Ni idea.

– ¿Y cómo crees tú que se habrá ido?

– Yo qué sé. En un coche alquilado, en otro que le trajo ese alguien o en el coche de línea.

– ¿Pero vestida de novia?

– O con pantalones vaqueros, sombrero ancho y pegatinas en las nalgas.

Les adelantó el coche de Felipe.

Por la calle de la Independencia la gente iba y venía, como antes. Todos miraban hacia ellos.

– ¡Manuel y don Lotario a su edad y buscando novia! -les voceóClavete, que pasó en bicicleta.

– ElClavete éste, hasta el día de la caja va a estar haciendo chistes.

– Es que es verdad que estamos buscando una novia, Manuel.

– Me refería al buen humor deClavete. Qué envidia.

– No te fíes, que hay mucha gente que siempre anda de risas ante los demás y luego se pasa las soledades dándose cabezazos contra la pared.

– No, éste no. Éste se ríe hasta cuando tira de la cadena.

La glorieta de la plaza seguía llena de gentes. La suspensión por el raro final interesaba al vecindario e invitados más que la boda misma.

El novio no estaba ya en la acera, como lo dejaron.

– ¿Se fue ya el novio?

– No, Manuel, es que no se ve desde ahí. Está en la misma puerta de la iglesia.

– Su hermano, que acaba de llegar, el cura y medio pueblo están a ver si lo convencen para que se vaya a su casa.

– ¿Es que sigue sin querer irse?

– Por lo visto. Terco, terco, y sin mirar a nadie.

– Ha dicho que no se va hasta que vuelva ella.

– Pues va fresco -dijo don Lotario.

Y unos pasos más allá voceó Porras:

– ¿Qué, don Lotario, sabe usted ya por qué se ha ido la del Sporting de Gijón? Parece mentira que sea usted el subsecretario dePlinio y no lo sepa.