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– Hombre, es que don Lotario no está especializado en penes -dijo un barbas con pipa, melena, gafas y maricona.

– Cómo no lo va a ser si es veterinario y sabe mucho más de largos y cortos que laToledo.

– Ya están con las tontás de siempre. Toda la vida pensando en las mismas partes -dijo don Lotario en voz baja.

– Déjese usted de tontás.

– Si te lo he dicho guiñándote el ojo, Manuel. Es que no te has dado cuenta.

En la terraza del Casino no había mesas ni sillas libres. Al cabo de un momento, Perona les sacó mesa y dos sillas de la «reserva especial».

– Ya me han dicho que se fugó la novia sin que lo supieran ni sus padres.

– Sí, eso han dicho. ¿Y por qué te ríes, Manolo? -le preguntóPlinio al ver que el camarero apretaba la boca.

– Me río «por lo de eso dicen»… Por aquí nadie se cree que no lo supieran los padres.

– Ya.

– Y dan las versiones más chuscas.

– Por ejemplo…

– Que las señoritas del norte de España se creen demasiado importantes como para casarse con un manchego, aunque sea ingeniero, y a última hora ha dado marcha atrás, de acuerdo con su familia.

– No sabía yo que las del norte…

– Sí, Manuel.

– ¿Pero es que la Covadonga no ha sabido hasta hoy que su novio era de Tomelloso?

– Es un decir.

– Por aquí viene Moraleda de traerle un vaso de agua al novio.

Antonio Moraleda, el camarero, venía sudoroso, con la calva colorada y muy nervioso, haciéndose lado con la bandeja.

– ¿Qué pasa, Antonio?

– Hola, don Lotario… Que no les había visto… Nada, que dice que no se mueve de ahí hasta que no venga la novia.

– Pues la asturiana, si marchó hacia el norte como es su deber, a estas horas ya debe andar por Aranjuez.

Aunque los alrededores de la puerta de la iglesia seguían muy cargados de gente, los más orillados empezaban a relajarse, a dar paseíllos cortos e incluso a apartarse hasta el casino.

– ¿Y qué creerá el novio que va a ganar quedándose ahí haciendo el espantapájaros?

– Cualquiera sabe, don Lotario, lo que pasa por la cabeza de un hombre en esas condiciones.

– Si a mí me hubieran dado una ocasión así para no casarme, Manuel, de un salto de gusto ya me había sentado en el coche y a estas horas cruzaba el Guadalete -soltó uno que emigró a Alemania y fumaba un puro muy gordo.

– El señor cura, el bajo de las gafas, está venga de machacarle al novio para que se vaya, pero el ingeniero, con la cabeza alta, sigue mirando a lo lejos, como si la asturiana fuese a arrepentirse y a volver volando por la carretera de Záncara -comentó uno al entrar rápido, camino del servicio.

* * *

Cuando salieron del cerveceo, la cosa seguía más o menos lo mismo. Y hacia las once de la noche, cuando Plinio y don Lotario volvieron al Casino a tomar su último café, el novio ingeniero, solo con su hermano Felipe y otros familiares, estaba ante la puerta de la iglesia. Ya pocos curiosos oteaban desde esquinas y balcones.

– ¿El cura ya marchó?

– Ea, Manuel, el hombre se habrá dado por vencido, máxime al llegar la hora de la cena.

– Vamos dentro, Manuel, que parece que se ha levantado fresco.

Se sentaron cómodamente, pidieron café, y dijoPlinio:

– Don Lotario, a ver si nos las arreglamos para no tener que hablar más de la boda. Que vaya día.

– Descuida, Manuel, que ya lo había pensado… Lo malo de los pueblos es que cuando ocurre algo sonado a alguien, hasta que no consiguen que a su manera les ocurra parte a todos los habitantes del lugar, no paran.

– Es que usted debía haber nacido en una ciudad grande.

– Es igual, después de la Comunión me habría venido al pueblo… Mira, Manuel, quién está ahí -y señaló con la barbilla.

En una mesa próxima, jugando a las cartas, estaba el dormido y meado deSan Juan, Manuel García El Toledano.

Manuel se volvió un poco para mirarle.

– El que está de espaldas.

– No le veo nada más que la calva.

– Siendo quien eres debías conocer a los hombres por las calvas.

– Hombre, tanto como eso… -dijo calándose las gafas- ¡Ah!El Toledano. Si me hubiese usted dicho el de la calva meada o cosa así…

– Hombre ya eran bastantes datos… Nunca entederé lo que pasó.

– No se preocupe usted, que yo tampoco… Éste ha sido otro caso mudo.

– Eso de los casos mudos ya está muy visto en nuestra historia. Le llamaremos el caso mingitado.

– ¿Mingitar… es lo mismo que lo otro?

– Sí, que orinado.

– Bueno, le llamaremos así que suena más limpio.

Y sonriendo empezaron a cucharear el café.

Pasadas las doce, se les acercó Perona, bastante apartado aquella noche, porque le tocaba servir en el salón del bingo.

– ¿Han visto ustedes al novio?

– Sí, al entrar.

– No, si digo ahora.

– ¿Qué pasa?

– Que está sentado en un sillón muy cómodo que le han traído de su casa.

– Pero ¿se ha vuelto loco?

– O que le habrá llegado, Manuel, vaya usted a saber por qué, el momento de montar el gran número de su vida.

– Eso sí es verdad, Manolo, que hay mucha gente que se pasa la existencia buscando la manera de hacerse el distinto.

– Y fíjese usted, don Lotario, qué ocasión, que lo dejen a uno plantado y sin novia en la plaza de su pueblo.

– Pero el número de verdad es estarse ahí toda la noche de bodas durmiendo en el sillón.

– Eso pasará ya a la historia de Tomelloso como la revolución de los consumos.

– Ay qué Manuel éste… Me voy corriendo, que los del bingo estarán con la boca seca.

– Buena noche, Manolo.

– Qué gentío en el bingo, Manuel.

– Todo lo que requiere la cooperación de aburridos siempre tiene mucha clientela.

Cuando ya casi a las dos se pusieron de pie los justicias, Manuel GarcíaEl Toledano seguía en su partida, con la calva rosa bajo la luz.

Ya en la glorieta de la plaza miraron hacia la iglesia. En la puerta seguía José Lorenzo el ingeniero, en un sillón confortable, como dijo Manolo. Sin nadie alrededor, dormía con la barbilla clavada en el pecho.

Se acercaron con cuidado. El sillón tenía la tapicería color verde oscuro. A José Lorenzo alguien le había echado un mantoncillo fino sobre todo el cuerpo, pues llegaba a cubrirle las piernas, para aguantar la amanecida.

– ¿Quién le iba a decir que pasaría así esta noche?

– A lo mejor tenía tragada alguna soledad parecida.

– Veo, Manuel, que te inclinas a los que piensan peor.

– No, los que piensan peor creen que la asturiana tenía un amante que se la llevó en el último momento.

Se acercaron despacio. El ingeniero, con su uniforme y las manos sobre la barriga, dormía con la boca abierta y echando de vez en cuando, que bien se oía, hacia el campanario de la iglesia, un ronquido.

– Se quedó el pobre completamente solo.

– Es que, Manuel, acompañar a un loco los primeros ratos de su enfermedad distrae mucho, pero luego, y sobre todo a estas horas, debe pesar.

– Nunca pensé que uno pudiera volverse loco en un momento.

– … Las cosas vienen de largo, pero encauzadas y luego, cuando menos se piensa, o hay un estímulo especial, dan la cara, llega el momento. ¿Te parece?

– Sí, desde luego… Todos tenemos nuestro tren loco, que va por el túnel del disimulo, hasta que un día, por cualquier cosa, le entra la luz, y nos lo ve todo el mundo.

– Yo le dije a su hermano que le dieran un valium y así que estuviera roque se le llevaran a casa. Pero él debió olérselo y no ha querido tomar ni agua.