– Pero de que se hace querer nadie aquí duda, don Luigi -dijo Cristóbal-. Y además, la señora Natalia…
– Madonna! ¡Cuándo se van a enterar de que la señora Natalia ya cerró los ojos, ya cruzó los dedos, y vive pidiendo el mismo deseo día y noche! Avete capitol
– Mio marito pregunta que si lo entendieron.
Ahí todo el mundo se miraba, y, hasta el comedor precioso y como encantado, en ese preciso momento, llegaron unas palabras altisonantes de Luigi y algo de que Cristóbal, ¡porca miseria e porca eva, ya puedes llevarles a los amantes de Verona el vino y el Siboney calientes, los calamares calientes, e la maledetta giustizia caliente, pacco di merda…!
Carlitos encontró muy divertido que, al cabo de un millón de años en el Perú, a Luigi se le continuaran mezclando el italiano y el castellano cada vez que se irritaba porque algún plato no le salía perfecto. Y Natalia dio gracias al cielo. Natalia le dio las gracias al cielo, y punto.
Un par de horas más tarde, el que le daba las gracias al cielo era Carlitos. Todo empezó cuando Natalia le dijo que se estaba haciendo tarde y mañana tenía que estudiar, recuerda que a ti te gusta llegar siempre muy puntual donde los mellizos, mi amor, ¿no te parece que podríamos pasar ya a mi alcoba?, y a Carlitos realmente le fascinó lo de pasar a una alcoba.
– Francamente, yo toda mi vida he pasado a un dormitorio, mi amor.
– La verdad, yo también. Pero me encantó la idea de usar la palabra alcoba. La usaba mi abuelo, recuerdo, y mira tú por dónde ahora se me vino a la mente y, no sé, como que me sonó más íntimo, más cálido, más…
– Bueno, a mí todo lo que tú dices me suena más cálido, o sea que no creo que ahí esté la cosita esa que yo he sentido cuando has dicho que pasemos a tu alcoba. Alcoba ya de por sí suena bien íntimo, y, dicho por ti, súper íntimo e híper cálido, pero hay mucho más, creo yo. Sí, veamos. Pasemos a mi alcoba dicho por ti ya no sólo suena oscurito y delicioso, sino que suena muy sexi, también, aunque a mí no me gustaría alejarme del placer etimológico o histórico, o algo así, que me ha producido la palabrita. Nadie dice el dormitorio del rey sino la alcoba real, por ejemplo, y, claro, como tu familia presume de copetuda, tu abuelo, sin duda -y sin ánimo alguno de ofenderte, Natalia, por supuesto- se refería a su alcoba pensando en el fondo en su majestad El Abuelo. ¿Me sigues?
– Digamos que me encanta, te siga o no, aunque tal vez deba aclararte que, desde la muerte de mi mamá, mi copetuda familia se reduce prácticamente a mi humilde personita y a un par de hermanos con los que ni me hablo siquiera.
– Pero tu humilde personita, vista por los pobres mellizos, por ejemplo, se reduce a toneladas de abolengo. ¿O me vas a decir que no?
– ¿Por qué mejor no pasamos de una vez a la alcoba, Carlitos? Deja a tus mellizos para las horas de estudio, por favor.
– Tienes toda la razón. Y, ahora, mira. Ya estoy pasando de nuevo a tu alcoba, aunque digamos que, esta vez, en la práctica. Y qué rico que es, caray.
– No te lo voy a negar.
– ¿Pero por qué tanto más rico que dormitorio, that is que [1] question?
– Sigo sin poder explicármelo.
– ¿No será que, por ser palabra de otros siglos, suena a amor eterno, y de ahí el gustito ese como histórico y étimológico?
– Acertaste, Carlitos. Por lo que a mí se refiere, ya acertaste. Y, por favor, no necesito más explicaciones. O sea que déjate ya de estar entra y sale, y pasemos de una vez por todas a mi alcoba, te lo ruego.
– Un ratito. Sólo un ratito más.
– Ya te saliste otra vez, mi amor, caray. ¿No te he dicho que me basta y me sobra con…?
– Un segundito más y acabo, Natalia. Porque, mira, se me acaba de ocurrir una cosa. Vamos a llevar el rosario, el reclinatorio y el misal a tu dormitorio, y vas a ver tú cómo nos va a parecer todavía más alcoba, la perfecta alcoba, real o lo que sea, pero histórica, etimológica y perfecta.
Fueron por las tres cosas, las pusieron cada una en su debido lugar, y ahora sí que aquel antiguo dormitorio de una estupenda casona campestre quedó del todo transformado en cálida, íntima, deliciosa y acogedora alcoba, digna además de un amor inmenso y poseedora de al menos tres elementos indispensables para la oración, la acción de gracias, y la memoria de Dios, sus familiares y hasta sus discípulos. En fin, era como si el amor divino y el humano se rozaran risueñamente, se dieran los buenos días y las buenas noches, y los amantes de carne y hueso extrajeran de aquel cotidiano aunque milagroso contacto licencia de eternidad y bula absoluta y todopoderosa para no pagar ni una sola de sus infracciones de tráfico por la ciudad y la sociedad de Lima, el mar y el cielo y el mundo entero. Y éste era, precisamente, el dominio del amor en el que, sin darse cuenta siquiera, mientras jugueteaban con un par de palabras, y con la imaginación y el deseo, habían ingresado Natalia y Carlitos. No se dieron cuenta tampoco del momento en que ella empezó a desnudarlo a él, él a ella, ni del momento en que alguno de los dos fue a traer unos preciosos lamparines de gas que había en un corredor, porque tal vez ella se lo había pedido a él, o tal vez él a ella, y seguramente que los dos encendieron aquellas mechitas al mismo tiempo y apagaron tanta luz de esa impresionante araña de gran dormitorio, mas no de alcoba. Y probablemente todo esto les estaba sucediendo porque cada uno reconocía el cuerpo del otro desde siempre y ese ardor eterno daba lo mismo que fuera el de ella o el de Carlitos, porque finalmente nunca se lo podrían haber creído y preferían dejar las cosas así de maravillosas y llenas de interminables sensaciones inexplicables, que, sin duda alguna, eso sí, eran instantes tan tuyos, tan míos, tan nuestros, Carlitos, Natalia, amor, sí, mi amor… Pero él insistía en que lo dejara ver, ¿ver lo que ya estaba viendo?, sí…
Claro que sí. Porque el rostro de Natalia era el de esa fotografía que ella le había enseñado, el de una reina de carnaval de diecisiete años, pero en su cuello y sus hombros y en el borde ya abultado y muy anhelante de un traje strapless, ahí, apenas, se acababa, deliciosa, pero también con mucho miedo de niña, aún, aquella fotografía profética, y él quería ver más allá del pelo rizado por alguien que no era humano, caray, y esas mejillas que en una fotografía en blanco y negro se veían purito color, rozagantes, y los ojos ahora y en la fotografía hablaban el mismo ardor que miraban los carnosos labios húmedos en el papel de una instantánea a través de los años y siempre pintados de color rojo, aquí en esta alcoba, que no dormitorio, mi amor, razón de más, mira, tú, ¿qué dices, mi amor…?
– No, no me digas nada, Carlitos, y más bien sigue, sigue, sigue, por favor, que es tan, sí, sigue sigue…
– Me fascina volver a todo tu cuerpo y releer por todas partes palabras tan evidentes. Mira: dulzura… Mira: delicia… Mira: juventud… Mira: entrega… Mira esta continuidad perfecta de tu foto de los diecisiete años… De antes de tu dolor y tu pena… Mira esta prolongación eterna de una total ausencia de odio y rencor, esta calidez, esta sonriente acogida, esta maravillosa duración de adolescencia. Tú tienes, Natalia, mira aquí, y mira aquí, y mira aquí, y aquí también tienes, mira, exacta, carnosita, la fisonomía de la foto… Mira, se te ve hasta en los muslos de la foto, su total permanencia… Esta foto es purita fisonomía, mi amor, mira…
Por supuesto que, donde Carlitos decía mira, ya había quedado un beso. Y a veces insistía varias veces en un mismo punto, y como que se quedaba comprobando delicioso, como que se instalaba un buen rato ante el milagro. Porque aquello -diablos, cómo decirlo, si no- era una verdadera auscultación oscular y Natalia lo dejaba y dejaba, a medida que ella también se dejaba y dejaba y le respondía y respondía…
– Pero tú mira este beso, mi amor, mira, mira, mira y…
– Delicioso, mi amor, realmente delicioso, y jamás te voy a frenar ni mucho menos a dar la contra, pero sí te recuerdo que mis muslos no salen en ninguna foto de carnaval…
– Aguafiestas y tonta. Y además estás intentando discutir con un apasionado de la dermatología y un futuro gran especialista.
– Me quedo con el amante de hoy en esta alcoba…
– Entonces créeme que de donde primero se ausenta la juventud de una mujer hermosa es de su fisonomía. Y en ti permanece todo por todas partes, beso tras beso, aunque a mis diecisiete años, lo sé, no tienes por qué recordármelo, uno es totalmente incapaz de decir estas cosas correctamente. Pero beso, y mira, y beso, y mira… No sabré decirlo pero aquí en… en… en…
– ¿En, mi amor?
– ¿Podría decir tetas, por favor?
– ¿Te gustan?
– ¿Cómo decirlo, caramba? ¿Cómo hacerte entender que este par de tetas magistrales son purita fisonomía, dieciesiete años y carnaval? ¿Cómo lograr que me entiendas, por Dios santo y bendito?
– Mirándome siempre más…
– No sabré expresarlo, pero beso, y mira, y beso y… aquí vale la pena emplear unos besitos más prolongados…
– Me quedo con el amante de hoy en esta alcoba para siempre.
– ¿Me lo prometes?
– Carlitos, no creo que exista en el mundo una mujer tan tonta como para preferir un hombre que habla correctamente, a otro que, como tú, habla deliciosamente.
– ¿Me lo prometes, entonces?
– Te lo prometo esta noche en esta alcoba.
– ¿Me dejas memorizar esa promesa?
– Tómala, es tuya.
Natalia estaba desnuda en la foto y los dos tenían dieciesiete años y así de feliz era aquella noche de alcoba en que Carlitos se fue de inspección y, aunque sí hubo tiempo para quitarle los puntos y comprobar que con ese ojo tan restablecido podía continuar inspeccionando eternamente, con rendimiento pleno, además, donde los mellizos Céspedes no llegó ni llamó ni nada hasta dos días después. A los pobres los tuvo en ascuas sociales, pero qué se iban a atrever a llamar a la casa de la convulsionada familia Alegre di Lucca, en San Isidro, o a la de la familia de Larrea y Olavegoya, en Chorrillos, y, en cuanto al huerto de Natalia, lo más probable es que una gente que vive en la calle de la Amargura ignore que un huerto tiene teléfono, salvo que trabaje en la contabilidad del mismo o haya tenido en el campo un pariente tipo Colofón que contrajo el bacilo de Koch arando melodramáticamente, o sea, toda una vida, de día y de noche, y allá en Surco, por la carretera al sur y los pantanos de Villa con zancudos, paludismo y eso.