Pero el gran baile de disfraces de Maricuchita Ibáñez Santibáñez fue tremenda desilusión para los mellizos Céspedes Salinas, y nada menos que por culpa de las hermanas Vélez Sarsfield, que llegaron igual de pecosas que siempre, igual de pelirrojas, con sus eternas colas de caballo, y sin nada que resplandeciera en todo Lima, ni siquiera ahí en el distrito de Miraflores, sin nada que brillara como el oro o relumbrara como un diamante. La casa del baile sí que estaba a la altura, y fue el propio Molina, tan comunicativo últimamente, el encargado de comentarle a Carlitos que se fijara en sus compañeros de estudios y Amargura, mírelos, joven, como que se han achatado ante tremenda fachada y ante el patio este de ingreso, y a quién se le ocurre, con el calorazo que hace, ponerse una máscara de oso y tremenda piel negra, oiga usted, y el otro disfrazado de Gran Duque de las Cruzadas, según él, que le he preguntado y dice que fue entonces cuando nacieron las grandes órdenes de caballería y los títulos como el suyo, ese amigo suyo va a empapar en sudor a cuanta chica saque a bailar y ojalá que use harto desodorante…
– Molina, por favor, je, je…
– Y usted no olvide que acaba de llegar de Londres y que se llama Charles, además de todo. Y, por favor, eso sí, no se quite ese antifaz ni un solo segundo. Va usted muerto si se lo quita y se dan cuenta de que es nada menos que el amante de la lady esa no sé cuántos, como la llaman las señoritas Vélez…
Pues las señoritas Vélez Sarsfield, nada menos, estaban llegando en ese preciso instante, también en un Daimler negro, y también con un chofer uniformado, por supuesto que de verano, de muy fina lanilla de un gris muy claro, y con esa preciosa gorra que entró en rápida competencia con la de Molina, que, aunque no iba ni de oso ni de duque de mierda ni nada, sino súper veraniego, como debe ser en esta época del año, por si acaso le pegó su tremenda mirada rubia Albión al del otro Daimler, y es que la gorra del otro chofer era mejor que la suya y esta misma noche le mando pedir a la señora Natalia una gorra parisina para empleado elegante y fiel, y talla sesenta y cuatro, usted por favor se encarga de eso, joven Charles Sylvester, pero, cancho, qué les pasa a sus amigos los mellizos, que andan como anonadados con la llegada de sus amigas, fíjese usted, joven Charles.
Era cierto. Toda la gran ilusión, toda la inmensa esperanza de los mellizos Gran Duque de las Cruzadas y Oso desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos, como si la inmensa y muy iluminada fachada del caserón que tenían ante ellos se les hubiera venido encima y los hubiera aniquilado. Los mellizos habían soñado con tres princesas de cuentos de hadas, con antifaces de oro y toda una retórica de joyas, sin duda alguna, pero en cambio las hermanas llevaban un sencillo disfraz de muchachas parisinas y existencialistas, de simples boinas, de faldas hasta el suelo, de largas camisas de hombre y zapatillas de torero, todo negro. Las tres vestían con una sencillez casi fuera de tono, y que, de no ser porque con o sin antifaz siempre serían ellas y sus tres largas y pelirrojas colas de caballo, los demás asistentes al baile podían encontrar hasta ridícula, aunque gracias a Dios que aquí todo el mundo sabe que son multimillonarias, pensaban penosamente los pobres Gran Duque y Oso invernales. Y es que, una vez más, para su pueril frivolidad, un baile era también un campo de batalla. Los mellizos habían soñado con que las hermanas Vélez Sarsfield dejaran boquiabierto al mundo entero con joyas y disfraces de princesas de cuento de hadas, para debutar ellos en calidad de príncipes consortes, sin duda alguna gracias al toquecillo enamorado de unas varitas mágicas de dieciocho kilates, y ahora esta singular muestra de sencillez e independencia resultaba profundamente dolorosa para unos maniqueos arribistas a los que, anonadados como andaban, incluso les costó trabajo seguir el ejemplo del joven Charles Sylvester y tomar del brazo a sus parejas para ingresar a los salones importantísimos de aquella residencia inalcanzable para ellos, por más que algún día también se la fueran a pagar con creces a su madre, carajo, y por más que en aquellos jardines iluminados y decorados carnavalescamente nadie los fuera a reconocer vestidos así, de Gran Duque de las Cruzadas, uno, y de hermoso Oso, el otro, y acompañados por las carcajadas de Melanie y Carlitos Alegre, porque, además, a la alcoba que camina oculta bajo un seudónimo se le acababa de venir a la mente una de sus locas asociaciones, esta vez nada menos que entre el calorazo de aquella noche de carnaval y los disfraces de los mellizos…
– Ellos, que tanto se esfuerzan siempre, mira tú, Melanie, y que darían la vida por ser elegidos reyes de esta fiesta, ellos, que tan en serio se lo han tomado todo esto, mira tú cómo al final nadie los va a reconocer por el sudor de su rostro sino por el de sus manos, porque a este par de locos lo único que les falta es un buen par de guantes a cada uno, y pobre de tus hermanas, con las manos, aj, todas sudadas de oso…
– ¡Qué asco, Carlitos! No sigas, por favor…
Y así fue transcurriendo aquella noche atroz para los mellizos, que hubieran pagado para que algún palomilla les arrojara un buen baldazo de agua, aunque sea sucia, como en el carnaval callejero y populachero, porque lo que es aquí nos ahogamos y estas cojudas de Susy y Mary casi no nos hablan y parece siempre que estuvieran en las nubes. Pues no se equivocaban los mellizos, que además acababan de darse cuenta de que en un baile de disfraces para qué te vas a presentar ni nada, si nadie te ve la cara, y ellos que soñaban con ir conociendo e irse haciendo conocidos, porque dime tú, Arturo, quién será esa Cleopatra y quién esa madama Pompadour, madame, Raúl, carajo, y a mí me acaba de pegar un pisotón este Nerón de mierda, mientras que estas cojudas siguen en las nubes y apenas nos contestan.
No, por supuesto que no se equivocaban los mellizos, y, como ya varias veces le había contado Carlitos a Natalia, entre las tinieblas del huerto y su tictac infinito, estos tipos creen que ellas tienen que ser así, pero resulta que son asá, y ni Susy ni sus hermanas tenían un pelo de frívolas, todo lo contrario, eran unas muchachas sumamente sencillas y aparentemente hasta despreocupadas, pero de carácter muy alegre. Y soñar era su más intenso placer, hasta el punto de que parecían no prestarle atención alguna al mundo que las rodeaba y a las cosas que, una tras otra, iban viendo en compañía de unos tipos bastante inefables, la verdad, y que sin duda pensaban que ellas habían venido al mundo para conversarlo y hasta discutirlo todo muy seriamente con ellos. Pero, si bien las hermanas Vélez Sarsfield hablaban con todo el mundo lo suficiente como para alimentar cualquier conversación con una buena dosis de palabras, nada les resultaba tan pesado y aburrido como tener que discernir con un Oso hermoso y un Gran Duque, todos sudados, además, lo que estaba bien, y lo que no, en un simple baile de disfraces. Y cuando el Gran Duque de las Cruzadas se impacientó, le alzó la voz, y le preguntó por qué conmigo, precisamente, no, a ver, explícame por qué, ella le soltó:
– Es que tú, esta noche, debiste limitarte a ser el remedio que me cura de tanto aburrimiento en bailes como éstos. ¿Está claro?
– No, nada claro.
– Entonces quiere decir que no has comprendido lo terrible que puede ser el aburrimiento de un baile de segunda categoría.
Casi lo matan, a Gran Duque Céspedes, y en el preciso instante además en que, también su hermana Mary, estuvo a punto de matar a Oso Céspedes, que, de golpe, se le puso de lo más hermoso y donjuanesco, y, sudando como nunca y con dos whiskies adentro, le habló de un futuro juntitos, nada menos, y… En fin, algo así de atroz para la alegre y sencilla independencia de la muchacha.
– Tú eres un futuro, mi querido Oso, que se hace cada vez más pasado, pero que jamás llegará a presente.
Después a las pobres chicas les partió el alma haber dicho estas cosas tan duras, pobres muchachos, tan abrigados y en verano, y les vinieron recuerdos sentimentales escolares y religiosos del tipo «Dad de comer al hambriento» y «Dad de beber al sediento», ¿o no es así, Melanie, eso de «Dad?», y Melanie, que andaba literalmente pisoteada y feliz con Charles Sylvester, alias Charlie, ya, al cabo de mil bailes y uno que otro whisky de contrabando, je, fue idea suya, no, tuya, je, je, casi mata a todos ahí cuando respondió que ella sólo se acordaba de su daddy, en el Hurlingham Club, allá en las afueras de Londres, dándole de comer a unos patos de mil colores…
– Yo también lo recuerdo, Melanie, pero de lo que se trata ahora es de Dad, y no de daddy, y tu hermana y yo andamos un poquito arrepentidas, no nos preguntes por qué, y quisiéramos saber si podemos contar con ustedes y los hermanos, aquí, para montar un poco a caballo e ir a un concurso de equitación, la semana próxima.
– Encantados -respondieron, antes que nadie, los hermanos Céspedes Salinas, cual derrotados Napoleones que sencillamente se niegan a partir rumbo a su Santa Elena.
Y a Carlitos no le quedó más remedio que encantarse, también, y observar, una vez más, con microscópica y dermatológica curiosidad, cómo este par de locos van de Waterloo en Waterloo como si nada, caramba. O como Lázaro, je, que se levanta y anda, no bien Jesucristo se lo pide, qué tal aguante, la verdad.
– ¿Y no se ha puesto usted a pensar en el aguante de esas pobres señoritas? -le comentó Molina, tarde ya aquella noche, cuando por fin regresaban a Surco y al huerto desde aquellos campos de batalla en los que los mellizos Gran Duque y Oso…
– Por favor, Molina: los mellizos Céspedes Salinas…
– Sí, señor.
…aquellos campos de batalla en que los pobres mellizos se habían estrellado nuevamente, esta vez contra un simple baile de disfraces, en el que unas muchachas alegres y sencillas no habían estado a la altura de sus sueños y anhelos, sino en el infierno mismo de sus peores temores. Porque tanto Susy como Mary, y hasta Melanie, si se quiere, también, en todo momento se negaron a interpretar el papel que los habría hecho felices, otorgándoles esa dosis de torpe coquetería que un par de tipos como ellos creía inherente al carácter de todas las mujeres.
Lo demás transcurrió todo en el campo de polo de Contralmirante Montero y General La Mar, en el límite entre los distritos de San Isidro y Magdalena, donde además tenían sus academias de equitación dos hombres tan distintos como el día y la noche: el germánico y callado viejo Steiger y el argentínico y extrovertido conde Lentini, al que es preferible no darle sino una nacionalidad aproximada, por precaución, y por no ofender, ya que en él todo era falso de nacimiento e incluso el titulillo que se gastaba lo había comprado hace poco -no sabemos si pagado-, en un viaje tan, tan rápido a Italia, que un periodista de sociales aseguró en su diaria columna que, de la avenida Italia, ese señor nunca pasó. El conde Lentini, que era brillantina pura y que habría querido vestirse como un caballero inglés, sólo lograba al galopar que los perros del barrio le ladraran a su paso, realmente furibundos y sumamente críticos, sobre todo aquellos perros que pertenecían a algunas discretas pero elegantes casas de color blanco y ventanas coloniales, que bordeaban el club de polo escondidas entre árboles, cipreses y buganvillas, y que sin duda comparaban la ropa del jinete con la voz de su amo y con la ropa y con todo, menos la brillantina, que, en este caso, era incomparable tanto por su calidad como por su cantidad e, incluso, se diría, por su intensidad. Su paso por la avenida Contralmirante Montero, su cruce por la calle General La Mar, y su llegada al camino para caballos de la avenida Salaverry, al frente de un nutrido grupo de discípulos, era simple y llanamente el recorrido más ladrado que jamás haya existido, y ladrado dos veces al día, además, uno a la ida y otro a la vuelta. En su raquítica pero esmerada y perfumada -sí, perfumada- academia, el conde Lentini parecía responderle a toda esa fábrica de ladridos mediante una buena serie de letreritos de madera, de su puño y letra, en los que opinaba, a manera de refrán o de máximas, sobre millones de temas y ladridos, y hasta mordiscos y cornadas de esta vida, también, probablemente, y entre los cuales había uno de mayor tamaño y a todo colorín en el que afirmaba querer más al caballo que al hombre, sin reparar, de puro bruto, seguro, que, tamaño aparte, un perro se parece bastante a un caballo, pues tiene cuatro patas, tiene cola, a menudo tiene orejas de pony, ese caballito bonsái, y que incluso la meada la tiene más o menos en el mismo sitio, aunque con la elegancia añadida de que levanta la patita y no se la empapa ni salpica toda. Pero, en fin, el conde Lentini, sin duda alguna, no estaba para profundidades cuando pintó su letrerito, y lo suyo, por lo demás, era la brillantina y no la brillantez.