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Pero, por más que lo intentó y por más divertido que estuvo, en su improvisada metida de letra, Carlitos fracasó ciento por ciento con las hermanas Lucha y Carmencita Quispe Zetterling, que sencillamente no lograban captarle la gracia al loquito este del teléfono, y más bien consideraron que ya se estaba poniendo pesado con tanta chachara y tanta broma totalmente incoherente. La verdad, ahí el primero en darse cuenta de que el asunto no funcionaba, ni iba a funcionar nunca, fue el propio Carlitos, que hasta empezó a perder la paciencia y a hartarse de lo brutas que eran las pobres hermanas, qué bárbaras, no pescan ni una, no aciertan con ninguna, y a mí no me entienden ni me entenderán jamas.

– ¿No será que son excesivamente chimbotanas? -les dijo, por fin, a los mellizos, poniendo precavidamente una mano sobre el inmenso auricular, para no ofender a nadie, allá en el caserón de los múltiples ascensores y estilos. Y, como los mellizos continuaban intensamente colgados y mirándolo sin saber muy bien qué hacer, añadió-: ¿Y por qué no lo intentan ustedes, que tienen algo de chiclayanos? Todo eso es por allá, por el norte, y, a lo mejor, ustedes cuatro nacieron para entenderse a las mil maravillas. De cualquier manera, yo hace ya como una hora que lo intento todo con esas dos chicas y, la verdad, como si les hablara en chino. Y miren que les he contado la historia de las sillas que te atrapan para siempre, en Barranco, de cómo el francés es el idioma más pegajoso del mundo, y de cómo Melanie, que es casi una niña, es quien me está enseñando francés a mí, en tiempo récord sudamericano, cuando menos, y no la señorita solterona Herminia Melon, sin acento en la «o», que es una profesora genial y de fama mundial, y que es la que me da clases tres veces por semana, oficialmente, pero siempre pegado a una silla atroz, por decir lo menos. En fin, ustedes son testigos. Lo he probado todo, creo, ya, pero las hermanas Lucha y Carmencita Quispe Zetterling, como quien oye llover.

– A ver -dijo, por fin, Arturo, descolgándose, y haciéndole una seña a Carlitos, para que le entregara el auricular.

– ¿Aló? -dijo éste-. No, no se ha colgado. Fui un instante en busca de un traductor, al ver que… Bueno, al comprobar lo mismo que tú y tu hermana estaban comprobando, también…

– ¿Cómo…?

– Nada, nada. Y mira, aquí te paso nuevamente a Raúl Céspedes, pero en versión norteña, ahora.

Acertó, Carlitos, y el mundo se llenó de cumbres del estrellato y mecas del firmamento, pero hasta tal punto que ahora era Carlitos el que colgaba peligrosamente del teléfono de la calle de la Amargura, mientras que las dos hermanas Quispe Zetterling colgaban, una de un teléfono rosado, y la otra de un teléfono verde, para felicidad de los mellizos. Y también para su gran desesperación, porque, a ver, tú, Raúl, y tú, Arturo, ¿adivinen de cuál de estos dos teléfonos estoy hablando yo? ¿Del rosado, del azulito? ¿Y de cuál está hablando mi hermana? ¿Del rojo, del verde?

– Pregúntenles que si están colgando del amarillo -les soplaba Carlitos, cual apuntador teatral, y los muy brutos no le entendían ni papa.

– ¿Cómo? ¿Cómo? ¿Y por qué? -le preguntaban, una y otra vez, los mellizos, con unas gargantas operadísimas de algo atroz en las cuerdas vocales, para que ellas no se fueran a enterar, no vaya a ser… ¿Y para qué, Carlit…?

– Par de animales -se desesperaba éste-. Pues para irse enterando de toda la inmensa gama de teléfonos que hay en ese caserón, del gigantesco arcoiris de teléfonos que poseen ese par de chicocas.

– ¿El verde y el azul y el rojo y el celestito? -les gritaban, casi, entonces, los mellizos a las hermanas.

– Así no vale -les coqueteaban ellas, multicolormente felices, con su arsenal de teléfonos-. No, así no vale. Tienen que responder, por ejemplo: Tú, Carmencita, estás en un teléfono de tal color, mientras que tú, Luchita, estás…

– ¿En el firmamento y en el arcoiris…?

– Ah, no. Así tampoco vale…

La conversación telefónica más larga, intensa y feliz que hubo en Lima, en la década de los cincuenta, duró hasta que Carlitos Alegre se vino abajo con un buen trozo de pared a cuestas y entre los desafortunados gemiditos y gemidillos de la pobre Consuelo, a la que sus hermanos casi matan a insultos por el solo hecho de tener que pasar por ahí en ese momento, justo cuando ellos acababan de llegar a un casi histórico acuerdo con las hijas del primer contribuyente de la república, qué muchachas tan encantadoras, qué sencillez, cuánto firmamento en su horizonte y cuánta meca en su cumbre, y ni hablar del gigantesco y multicolor arcoiris de teléfonos que poseen en la casa de los ascensores para todo y para todos, sí, señores, hay que ver, y que viva el lujo y quien lo trujo, y antigüedad es clase, aunque la verdad, Arturo, mejor lo de antigüedad lo dejamos, por ahora, ¿no te parece?, no vayamos a embarrarla, sí, Raúl, aunque dime, tú, ese gigantesco arcoiris multicolor de teléfonos…

– No se puede decir que el arcoiris es multicolor -los corrigió Carlitos, feliz de poder humillarlos, ahí delante de su pobre hermana, feliz de poder defenderla así de la mirada de poquita cosa y tú no vales nada y como te atrevas a pasar de nuevo, que le acababan de pegar ese par de cretinos-. Es una redundancia, pedazo de ignorantes… Están en segundo año de universidad y aún no saben que un arcoiris sólo puede ser multicolor. Par de redundantes. Es como si yo dijera que los hermanos mellizos son dos. ¿O todavía no me han entendido…?

Sí. Ya le habían entendido, claro que sí, Carlitos. Es que estaban tan emocionados con lo de Carmencita y Luchita.

– ¿Sólo porque han logrado hablar por teléfono con dos chimbotanas, par de chiclayanos?

Carlitos estaba realmente furioso con lo del maltrato a Consuelo. Y como que había salido en defensa de su dama y todo, ante ese par de cretinos. Pero los pobres también… Tenían sus motivos para haberse sobreexcitado de esa manera, los Céspedes Salinas. Lo que pasa es que Carlitos ni se había enterado, primero por concentrarse en el paso desangelado de Consuelo, justo en ese momento, justo por ese lugar, justo en aquella maravillosa circunstancia. Y justo, también, cuando él, cataplum, se les vino abajo con tremendo trozo de pared y otra vez habría que arreglarle con creces a su mamá lo de ese agujeróte y lo de la tubería del agua y el cable eléctrico colgantes y cada vez más peligrosos de incendio o inundación, no, qué horror, qué espanto, Dios no lo quiera, y apiádate, Señor, de nuestra pobre madre. En fin, que, con todas estas cosas y él desbarrancándose, además, Carlitos ni se había enterado de que las hermanas Quispe Zetterling, maldito primer apellido, acababan de decidir que el próximo sábado organizaban tremendo fiestón, en honor a sus teléfonos multicolores, en fin, esto es una broma, en honor a ustedes, Raúl y Arturo, y para tener el gusto de conocerlos personalmente, y que ellos estaban dándoles todas las gracias del mundo, para que les llegaran por el gigantesco arcoiris multicolor de teléfonos, perdón, arcoiris no redundante, Carlitos, y estaban colocando ya el auricular en su lugar, estaban poniéndole punto final a esa conversación tan colorida y feliz, cuando al mismo tiempo te viniste tú abajo y apareció Consuelo, como fuera de temporada o algo así, la tipa, Carlitos, pero ya pasó, tú bien sabes que Consuelito es nuestra hermana y que, en nuestra familia, unidad y amor son palabras sinónimas…

– Pues que sea la última vez -les dijo Carlitos, aceptando sus disculpas, finalmente, despidiéndose, luego, y corriendo encantado de la vida, esta vez sí que sí, a contarle a Molina todo lo ocurrido aquella tarde. A contárselo con lujo de detalles y sin importarle que el hombre, feliz al volante del Daimler, poco a poco, y como quien no quiere la cosa, empezara a soltar los comentarios más ácidos y pertinentes acerca de los mellizos Céspedes Salinas. Era un hecho que el veterano chofer odiaba cada día más a los hermanitos esos, aunque sin que este atroz sentimiento lo llevara a perder jamás la compostura perfecta que debe guardar siempre un chofer uniformado y de lujo, servidor sin patrones, ya, y proveniente de un mundo casi desaparecido, pero, eso sí, hombre sin par a la hora de decirlo todo acerca de los mellizos, con tan sólo una sonrisa o una filuda mirada, y, de un tiempo a esta parte, verdadero especialista en la materia Céspedes Salinas y hasta en la calle de la Amargura y su resonancia magnética, si se quiere.

Pero esa noche, al desvestirse para acostarse, Carlitos descubrió en un bolsillo de su saco el papelito aquel. Lo leyó muy atentamente y fue muy grande su pena, al terminarlo. Lo firmaba Consuelo y la letra era de mujer. Sí, era su letra, sin duda alguna, pero él estaba seguro, segurísimo, de que Consuelo no le había escrito esas líneas por iniciativa propia, y mucho menos se las había metido en el bolsillo sin que él se diera cuenta. Aquello era obra y gracia de Arturo y Raúl, qué duda cabe, y lo que sí comprendía ahora Carlitos era el porqué de la breve serie de gemiditos y gemidillos que le había oído a Consuelo esa tarde, cuando él se cayó con su trozo de pared y todo, y los mellizos le ponían punto final a su norteña conversación con Lucha y Carmencita Quispe Zetterling. «Este par de desgraciados», pensó Carlitos, mientras se metía en la cama e imaginaba fácilmente a Raúl y Arturo forzando a su hermana a invitarlo a una fiesta del Rosa de América, su colegio de siempre, en el que este año se graduaba ya. Carlitos había apagado todas las luces, pero ahí, en medio de esa oscuridad, aunque ya sin el relojazo aquel del tictac y su tremenda crisis, cuando el anterior viaje de Natalia a Europa, ahí, en esa oscuridad, veía claramente cómo los mellizos le dictaban esas ridiculas palabras de invitación a la pobre Consuelo, obligándola en seguida a firmarla con esa caligrafía como debilucha y arrastrada, tremendamente tímida e incluso asustada. Carlitos encendió una lámpara, con el impulso de llamar inmediatamente a Consuelo y decirle que sí, que claro, que feliz, que por supuesto que él la acompañaría a su fiesta, que era un honor para él, Consuelo, jamás Martirio ni Soledad ni Concepción ni nada, esta vez, es una gran alegría para mí, querida amiga… Pero era ya demasiado tarde ya, para llamar a nadie, y Carlitos esperó al día siguiente para marcar el número de la calle de la Amargura y decirle a Consuelo que la acompañaría ese sábado a su fiesta, encantado de la vida.