Por supuesto que Carlitos, en su afán de contar muy bien su historia, en el más correcto francés posible para él, en aquel momento, ni cuenta se había dado de que Melanie lo estaba abrazando a mares. Pobrecita, lloraba como una Magdalena la entrañable Melanie con la historia tan bien contada por Carlitos y, claro está, también con el asunto aquel del pronto regreso de Natalia para solucionarlo todo.
– Ah, la veterana esa del diablo, mi Carlitos tan querido. Hoy le toca ganar a ella, lo asumo, pero espérate tú nomás a que pasen unos añitos y empiece a convertirse en una vieja bruja…
– Melanie, por favor.
– Tú haz lo que quieras, Carlitos, pero yo esperaré. Yo siempre te esperaré, vas a ver.
– ¿Y para qué? ¿Se puede saber?
– Para que no me llegues a cada rato en este estado tan deplorable y para que me lleves al altar con mi papi completamente sobrio, por una vez en la vida. Porque todos tenemos nuestro derecho a esperar y soñar, mi tan querido Carlitos Alegre.
– Al francés. Volvamos al francés, Melanie, por favor -le rogó Carlitos.
Todos fueron a recibir a la señora. Y ahí, en el aeropuerto, doña Natalia se entregó primero al beso interminable de Carlitos y luego los fue abrazando uno por uno, empezando como siempre por Marietta y siguiendo por estricto orden de antigüedad laboral en la familia. Molina habría dado la vida por ser el más antiguo, ahí, pero debía inclinarse ante la pareja italiana, que llevaba siglos en el huerto, y que también había sido contratada por los padres de doña Natalia, aunque, eso sí, ni Marietta ni Luigi habían servido jamás a los señores de Larrea directamente, es decir, en su propia casa, como él, lo cual no dejaba de producirle cierto desdeñoso malestar, del tipo una cosa es con guitarra y otra cosa es con cajón, y tentado estuvo más de una vez, el uniformado, de señalar este hecho y exigir un cambio en el orden de los abrazos, mas su afecto y respeto por la vieja pareja italiana, por el lado positivo de su carácter, y la certeza de que sería él quien finalmente conduciría a la señora y al joven Carlitos hasta el huerto, por el lado negativo y hasta vengativo, le permitían sobrellevar con la frente en alto el interminable asunto aquel de los abrazos y saludos y las primeras palabras, resignándose a su agraviante tercer lugar en la lista de antigüedades, porque, eso sí, luego vendría la puesta en práctica de su tremenda venganza, ya que doña Natalia emprendería el regreso al huerto en el Daimler, pero sólo con él y el señor Carlitos, y que se jodan los italianos, par de bachiches de eme. Aunque, claro, también, maldita sea, luego vendría la venganza del destino, que en esta oportunidad consistió en que el ahora muy afrancesado niñato este y su señora amante no sólo se pusieron al día, en francés, de la vida y milagros de los mellizos Céspedes Salinas, entre varios asuntos más, sino que hasta se besuquearon en este idioma durante todo el trayecto entre el aeropuerto y el huerto, como si uno fuera hijo de cura, oiga usted, habráse visto, cuando en realidad si uno no fuera todo un caballero y un profesional, ya habría encontrado la manera de hacerle saber a doña Natalia quién fue la verdadera profesora de francés de su adorado Carlitos y, muy a menudo, en unas condiciones tan especiales que hasta aparecían toditos llorosos cuando terminaban unas clases en las que también el toqueteo parece que fue en el idioma del Racine ese y el del Cornelio o qué sé yo, aquel, mas un tercero que nunca me entró, un tal Moli no sé cuántos…
Había cena en la terraza del huerto, con el inmenso jardín iluminado, y la piscina luciéndose con todo su poder de nocturna incitación. Luigi había terminado de cambiar el agua esa misma noche y Natalia no pudo ocultar la profunda emoción que le produjo darse cuenta, de golpe, que pronto, muy pronto, todo aquel mundo heredado de épocas coloniales, aquella casona, aquellas arboledas y viñas, aquellos frutales y aquellos campos y potreros, tantos animales y senderos y jardines, dejarían de pertenecerle para siempre. Sin embargo, el huerto era la única parte de su inmenso patrimonio en bienes inmuebles que Natalia no había vendido secretamente. Ni siquiera su casa de Chorrillos le pertenecía ya. El huerto había sido el gigantesco jardín animado de su infancia feliz y el lugar en el que, de alguna manera, se ocultó con Carlitos, el muchacho que le había devuelto la felicidad perdida en la adolescencia. Y fue también la chochera de su padre y el lugar preferido de su madre. El huerto, por lo tanto, era el único trozo de su ciudad y de su vida que Natalia siempre recordaría con amor. No estuvo, pues, nunca en venta. Ni lo estaba ni lo estaría, para ella. Y, aunque aquella noche nadie ahí lo sabía aún, el huerto acababa de pasar a manos de los cinco empleados que acababan de recibirla en el aeropuerto, en la que era también su última llegada a Lima. Natalia pidió champán y siete copas para brindar, pero para brindar como siempre que regresaba de Europa, eso sí. Por el momento, deseaba descansar unos días y disfrutar de su huerto, mientras, al mismo tiempo, se iban dando los toques finales a mil asuntos, pequeños y grandes. El más importante de todos, eso sí, ya estaba arreglado. Carlitos era mayor de edad, en el Perú y en Francia. Se lo iba a decir esta misma noche. Y después le iba a decir que era absolutamente libre para elegir.
Partirían juntos a París, para siempre, dentro de dos semanas, o partiría ella sola, para siempre, también, aunque por supuesto que no a París, sino al mismísimo infierno, si todo le fallaba, al final… Pero, bueno, para qué ponerse en el peor de los casos, si bastaba con ver y sentir la felicidad de Carlitos, ahí a su lado, rogándole que se apresurara con lo de sus papeles, haciéndole mil y una preguntas al respecto, firme como nunca en su convicción, tan firme como se había sentido ella en París, Londres y Roma, cada minuto, mientras arreglaba millones de asuntos sumamente difíciles con la más asombrosa facilidad y celeridad, sin pensarlo nunca dos veces, sin el más mínimo titubeo, y con la misma sonrisa de firmeza y satisfacción que tanto impresionaba a sus interlocutores más diversos.
Carlitos alzó su copa de champán antes que nadie, pero sabe Dios qué diablos hizo que ésta salió disparada de su mano y se hizo añicos sobre las lajas de la terraza, después de haber volado unos segundos por el aire. Y nadie ahí supo decir si eso traía suerte o, a lo mejor, todo lo contrario.
– Yo no sé qué diablos trae esto -dijo el pobre, rogando que lo disculparan, y mirándolos a todos, francamente aterrado.
– Pues yo sí que lo sé, mi amor -lo tranquilizó Natalia, inmediatamente-. A mí, por lo pronto, me trae diversión asegurada para el resto de la vida.
– Si, certo -comentó Luigi, terminando de arreglarlo todo con su ronco risotón, y comentando-: Perchè il signor Carlitos diventerà un grand' oumo, ma no cambierà mai…
Y, en efecto, Carlitos pidió que le trajeran su Coca-Cola, con una gotita de champán, en lugar de vino, esta vez, por favor, y ya no volvió a pulverizar copa alguna, aquella noche, felizmente.
Un par de horas más tarde, Natalia sometió a Carlitos a la prueba definitiva del amor incondicional, del amor sin reparo alguno, del amor a cualquier costo. Agotada por el trajín incesante y sumamente tenso de su estadía en París, Londres y Roma, donde en esta ocasión no adquirió ni vendió antigüedad alguna, y sólo visitó abogados, banqueros, poderosos políticos, notarios, cónsules, consejeros de negocios, y alguno que otro amigo realmente fiel, a Natalia le bastó con sentarse en el avión que la llevaba de regreso a Lima para quedarse profundamente dormida, incluso durante las tres escalas que hubo en el largo trayecto desde París. Pero le ocultó este hecho a Carlitos, y, al acostarse, lo dejó al pobre con todas sus ganas de comérsela a besos y caricias, de dormirla de amor y sexo, y fingió que le hablaba desde el más profundo de los sueños y un total agotamiento, aunque la muy viva dejó un candil bastante bien encendido y ubicado, de manera tal que le permitiera observar de tanto en tanto las reacciones de su amante ante los hechos consumados que se disponía a contarle. Tumbado junto a ella, Carlitos la escuchaba extasiado, sin enterarse para nada de la perfecta puesta en escena preparada por Natalia, y sin que candil alguno lo estorbara en absoluto, por supuesto.
– Me habría gustado tanto contarte todo mi viaje con lujo de detalles, lo que he hecho día tras día, y lo que he logrado para nosotros, contártelo todo, de principio a fin, esta misma noche, mi amor… mi… mi…
Éstas fueron las últimas palabras que pronunció Natalia, antes de ser devorada por la teatralidad de su sueño, aunque la verdad es que estuvo a un pelo de contradecirse, de pegar un salto leonino, o divino, que para el caso daba lo mismo, y de saltarse íntegro el texto que traía preparado, cuando no sólo sintió que las manos de Carlitos la acariciaban con renovada sabiduría, sino que éste, a su vez, le decía, desconsolado, y, sin duda alguna, gravemente herido en su amor propio:
– Maldigo al inventor del sueño. Lo recontramaldigo. Pero bueno, para otra vez será, mi amor. Y tú te lo pierdes.
Controlándose al máximo, Natalia se limitó a observar a Carlitos por el rabillo de un ojo profundamente dormido. Perfecto. Ni cuenta se había dado del truco del candil. Y ahí estaba el pobrecito, iluminadísimo, furioso, y tan despierto que no se le iba a escapar ni una sola de las palabras que se disponía a decirle desde el fondo de un sueño profundo, y desde el fondo de su corazón. La gran prueba del amor acababa de comenzar, y, poco a poco, sin omitir detalle alguno, Natalia empezó a contarle que ya era oficial y documentariamente mayor de edad, que partían a Francia dentro de dos semanas, que viajarían por tierra hasta Guayaquil, por precaución, que había vendido hasta el último de sus bienes en el Perú, con excepción del huerto, que pasaría a manos de sus cinco empleados predilectos, que él y ella ya disponían de un precioso departamento en París, que ahora las cartas las tenía él todas entre sus manos, que era libre de acompañarla o de retornar a casa de sus padres, que, eso sí, el viaje que emprenderían no tenía retorno, y que tienes exactamente una semana para darme una respuesta afirmativa o mandarte cambiar, mi amor…