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Naturalmente, durante el monótono trayecto, Juan, que ha visto muchas más cosas que Nicolás, tiene también muchas más cosas de qué hablar. Acaba así contando la historia del incendio de la Biblioteca de Alejandría, lugar donde permaneció algún tiempo. La antigua ciudad de los Tolomeos, le dice, no es hoy más que una ciudad de feria, medio abandonada. El Faro desapareció en el terremoto de 1303 bajo las aguas encrespadas; el Museo, en cambio, se derrumbó por la estupidez de los hombres, ya fueran cruzados de Cristo o soldados de Mahoma.

Fausto ha leído esa historia en La crónica de los sabios, una obra en árabe de un tal Ibn al-Kifti. Encontró el texto al regreso de su periplo alrededor del mundo, en la biblioteca de Constantinopla, ciudad a la que medio siglo antes los invasores otomanos dieron el nombre de Estambul. Le resume ese texto en pocas palabras.

Ambos amigos tienen muchas dudas sobre la veracidad del relato, redactado mucho tiempo después de la toma de Alejandría por los árabes. Así, el tal Ibn al-Kifti afirma que el califa Omar reinaba desde Bagdad, algo imposible porque esta ciudad no existía en el año 640 después de Cristo, fecha de los acontecimientos relatados. Otro motivo de suspicacia es que el autor de La crónica de los sabios pertenecía a la secta musulmana llamada «chiíta», secta que consideraba a los tres califas que sucedieron a Mahoma como usurpadores; comenzando por el propio Omar, del que afirmaban que había destruido, tras la muerte del Profeta, el manuscrito de las últimas suras.

Al acusar a aquel hombre de haber hecho quemar la gran Biblioteca, Ibn al-Kifti deslucía más aún la memoria del primer comendador de los creyentes, del que sus partidarios, los «sunnitas» decían, por el contrario, que había sido el mayor conquistador del islam triunfante, un piadoso soberano y un hábil diplomático.

– Pobre Omar -dijo Nicolás con un cómico suspiro-. Su reputación está mancillada por los siglos de los siglos. Pues, si lo que me has dicho es cierto, la Iglesia cristiana de Oriente, al conocer esta historia, no tardó en reprobar al probo Omar… ¡Reprobar al probo Omar! ¿Qué te parece eso, Juan?

– Creo, mi buen canónigo, que eres un caso desesperado -responde Fausto-. Quince años de estudio y sacerdocio no te han curado en absoluto de tu manía de hacer juegos de palabras. Pero lo peor es que te crees obligado a repetir siempre tres veces tus abominables retruécanos, por temor a que tu interlocutor no los entienda.

Sí, los disidentes chiítas de aquella lejana época, al acusar a Omar, habían ofrecido sin querer a la Iglesia ortodoxa una excelente ocasión. Mientras en occidente se cantaban las hazañas de Carlomagno y de Rolando, vencedor de los «infieles sarracenos», cuya piel, según decían, era negra como la pez, que eran seres crueles y pérfidos de nariz aguileña e inteligencia obtusa, en la Constantinopla sitiada se repetía que las hordas sectarias de Mahoma habían destruido más de un milenio de saber. Omar tenía anchas las espaldas para cargarle con aquel inexpiable crimen.

– Y además -suelta Nicolás olvidando el piadoso hábito que lleva-, esta acusación permite disimular las matanzas de judíos y la destrucción de los ídolos que llevó a cabo el bruto de san Teófilo, obispo de Alejandría, al que sucedió su bastardo Cirilo, tan aureolado y canonizado como él. ¿Por ventura crees, Fausto, que aquellos fanáticos se limitaron a destruir el templo de Serapis? El tío y el supuesto sobrino habrían resultado unos inquisidores muy correctos, de modo que resulta lógico que san Cirilo hubiera sentido antes que los musulmanes la tentación de arrojar la antorcha a los anaqueles de la Biblioteca, ¿no te parece?

– Creo, Nicolás, que vosotros, los cristianos, tenéis la vieja costumbre de encender piras. Extraña costumbre de la que tal vez Cirilo y Teófilo fueron los gloriosos inventores. La destrucción de la Biblioteca ha sido contada numerosas veces y atribuida a otras tantas facciones y gobiernos distintos, no para hacer la crónica verídica del edificio sino para servir de panfleto político. Creo, pues, que no es necesario intentar dar un nombre al incendiario del Museo: César, Teófilo, Cirilo u Omar, ¡qué importa! Si los libros desaparecieron en la toma de Alejandría por los árabes, pues bien, la única culpable es la guerra. Fue un homicidio involuntario, en cierto modo. Diré por fin que Averroes, Avicena y otros muchos extraordinarios sabios musulmanes que tradujeron a su lengua a Euclides y Aristóteles, a Platón y Tolomeo, a Eratóstenes y Galeno, no descubrieron sus obras en un montón de cenizas. Como tú sabes muy bien, Nicolás, lo adivinas como yo lo supe en Ispahan y en Bagdad, entre aquellos beduinos, aquellos hombres del desierto, entre sus descendientes y los pueblos que habían sometido surgieron muy pronto astrónomos, matemáticos, filósofos, geógrafos que se convirtieron en traductores y depositarios del saber de los Antiguos. Mientras la cristiandad se entregaba con oscura voluptuosidad a esperar la llegada del final de los tiempos, ellos, «los infieles», como vosotros decís, reedificaban pacientemente las ruinas del pensamiento, un pensamiento que vuestros reyes, vuestros sacerdotes y vuestras pestes se habían empecinado en derribar. Y nosotros, los iniciados, los custodios del verdadero saber, prudentes intermediarios entre vuestras dos sectas que nos lo deben todo, os entregábamos modestamente sus trabajos, que vosotros os apresurabais a arrojar a las hogueras. Nuestra única ambición era proporcionaros algo de luz. Nos lo agradecisteis con el fuego y la sangre. Permíteme que llore por el destino de los justos que, entre vosotros, se atrevieron a estudiar los conocimientos que les aportábamos: Abelardo fue castrado, Beckett apuñalado y Pico della Mirándola envenenado.

– Nosotros, vosotros, ellos… ¡Qué cosas dices, Juan! -masculló Nicolás-. Mi padre era un sencillo negociante de Torún, y en toda su vida no quemó más que los pobres pagarés de sus más humildes deudores, para perdonárselos. ¿Cómo va a ser cómplice de los crímenes de Teófilo, de Cirilo, de Domingo, de Torquemada o de Isabel de España, llamada la Católica? ¿Y tengo yo que pagar, también, por ellos? ¿Obligarías a mis hijos, si los tuviera, a arrepentirse a su vez, a mortificarse por ello hasta la enésima generación?

Ambos amigos guardan silencio sin atreverse a mirarse, mientras el vehículo desciende traqueteando por las colinas. Oyen el resoplar de los caballos y las groseras invectivas con que el cochero los arrea. Fausto se pasa la larga y morena mano por la cascada de ébano de sus cabellos. Dice por fin:

– Sólo he aprendido una cosa en todos mis viajes: hay que escuchar al otro, al extranjero; hay que leer al otro, al extranjero. Hay que comprenderle. Ésta debe ser nuestra regla ordinaria, Nicolás, nuestra regla absoluta. Como dice el viejo proverbio griego: «Da buena acogida a los extranjeros…»

– «Da buena acogida a los extranjeros, pues también tú algún día serás extranjero» -completa la frase Nicolás.

El pequeño convoy llega ahora al valle en cuyas profundidades se levanta Nuremberg, encaramada sobre un espigón. Se detienen no lejos de una hermosa mansión flanqueada en un lado por la casa del impresor Froben, y en el otro por la del pintor Durero.

– Bueno, aquí nos separamos, Nicolás -dice Fausto-. Mi hermano mayor, Martin Béhaïm, me espera. Estoy impaciente por ver su alegría cuando le regale ese mapa de China que ha dibujado para mí mi amigo Chu Su Pen, ciudadano de la ciudad más grande del mundo, Hangzhu. ¡Ah, lo olvidaba, viejo compañero! He aquí mi regalo: este bastón de madera esculpida y labrada. No, no es el tirso de Baco sino una obra de arte de gran valor. Me la dio un amigo gramático de Bagdad que presume de ser descendiente del astrónomo Al Battani. Utilízalo bien.