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– No te necesito, Hipatia, para justificar mi conducta-protestó Rhazes, de cuya faz había desaparecido toda malicia.

– Te ruego que no hables a esta mujer en ese tono -gruñó Amr.

– Creo que la comida está servida -intervino Filopon, que no deseaba que el debate degenerase en pelea de gallos-. ¿Comprendes, Amr, por qué no me canso de oír la historia de los Setenta? Es para mí el encuentro entre la Filosofía y la Revelación. Y toda mi vida ha sido sólo una lucha para lograr esta unión.

– Sin embargo, no veo dónde está el milagro en esas setenta y dos traducciones rigurosamente auténticas -masculló Amr-. ¿Acaso toda palabra hebrea no tiene en griego su equivalente, que significa exactamente lo mismo?

– Cuando te hablé de la asonancia entre «Babel» y el verbo «embrollar» -dijo Rhazes-, no lo hice para hacer un vano alarde de erudición, y menos aún para ironizar. Quería decir que el sentido no lo es todo. De lo contrario, los Setenta habrían elegido escribir «la torre del embrollo», por ejemplo, y eso hubiera sido una traición. Traición que cometió el pseudo-Aristeo en su Carta, cuando tradujo «ancianos» por «viejos», cuando la edad nada tenía que ver en la historia. ¿Qué sientes tú, hombre del ardiente desierto, cuando yo evoco «la nieve»? Sin duda no lo mismo que un hiperbóreo. Si algún día decides hacer traducir tu Corán al griego o al latín, comprobarás que cada palabra es un obstáculo que, a veces, es forzoso rodear. A menos, claro está, que se renueve el milagro de los Setenta para el libro de Mahoma.

– He pensado en ello. Incluso le propuse al califa ocuparme yo mismo de ello, para llevar la palabra divina a los pueblos de los territorios que yo conquistara. Se negó arguyendo que sería un sacrilegio, pues el Señor se dirigió al Profeta en lengua árabe y no en otra alguna.

– ¡Un dios que sólo habla una lengua! Extraña manera de concebir su universalidad -bromeó Rhazes.

– ¡No importa! -suspiró el general-. Voy a confesarte que empiezo a admirar esta biblioteca y al que la fundó, Tolomeo el Salvador. Y si sólo dependiera de mí, me inclinaría a convertir a Alejandría en el joyel del islam. Pero soy sólo un soldado y tendré que obedecer, sea cual sea la orden que me dé el califa Omar. Ayudadme a convencerle de que es preciso preservar toda esta grandeza pasada. Contadme otras historias profundas como la de la Biblia de los Setenta. Ésta le conmoverá como me ha conmovido a mí. Ayudadme a probarle que todos estos libros no contradicen al Corán sino que, por el contrario, lo confirman, pues le confieren aún mayor grandeza. Tal vez entonces ceda. Uno de vosotros ha evocado a un muchacho cuyo genio le hacía ser insolente y que contaba las estrellas. ¿Será útil hablarle de él a Omar? ¿No creerá el califa que es un discípulo del demonio dispuesto a desafiar a Dios intentando catalogar Su Obra?

– Euclides no contaba las estrellas -corrigió Hipatia con dulzura-. Pero la geometría, de la que fue inventor, lleva forzosamente a la observación de los astros. En el fondo, Amr, eres sin saberlo un discípulo de Euclides. ¿No es cierto que si has podido conducir hasta aquí a tu ejército ha sido porque te has guiado por la ruta del sol, durante el día, y por la posición de las estrellas, durante la noche?

– Mañana me contarás la historia del tal Euclides. Entretanto, retiraos en paz y repasad vuestros argumentos.

De modo que no eres tú el enemigo, Amr, sino tu monarca, pensó aliviada la bella intelectual. Partamos pues del siguiente axioma: todo general vencedor acaba deseando el trono de aquel por quien ha combatido. Ten cuidado, César del desierto. Como Cleopatra, voy a extender ante ti una alfombra de saber. Acabarás deseando Medina, y también el poder de su sumo pontífice, el llamado Omar.

Las insolencias de Euclides

(Primer canto de Hipatia)

Se saben pocas cosas sobre la vida de Euclides. Sin duda fue breve y escasos son aquéllos que presumieron de haberle conocido. Sin embargo, su obra fue prodigiosa y tan considerable que tres armarios no bastan para contenerla. Así, fue un joven como los demás el que se presentó ante el adjunto directo de Demetrio, el gramático Zenodoto de Efeso, primer bibliotecario que llevó oficialmente ese título. En efecto, Demetrio tenía a su cargo todo el Museo, que no sólo contenía la Biblioteca. Alrededor del ágora central, había hecho disponer para los pensionistas un paseo, unos asientos a la sombra de los árboles y un gran comedor circular. Los médicos, bajo la dirección del gran Herófilo, disfrutaban de salas especiales para las disecciones. Había también un zoológico y un jardín botánico, donde se pretendía reunir todos los animales y todas las plantas del mundo, al igual que se quería hacer con los libros.

Por todo equipaje, Euclides transportaba en una bolsa los tres primeros libros de su obra titulada Elementos, que trataba de geometría. Como recomendación ante el bibliotecario mencionó a su abuelo Euclides de Megara, que perteneció a la Academia de Platón. Dicha mención era superflua, pues su mera calidad de geómetra habría bastado para abrirle las puertas del Museo. Con el fin de empezar a constituir los fondos de la Biblioteca, Demetrio, naturalmente, había requerido la ayuda de los hombres a quienes conocía, gramáticos, filósofos, poetas, que acababan de salir del Liceo o de la Academia de Atenas. Por su parte, Tolomeo estaba preocupado sobre todo por asentar su dinastía y legitimarla. De modo que instaba a los sabios que empleaba a orientar sus investigaciones hacia la historia, las epopeyas y los mitos fundacionales de los pueblos, las religiones del mundo, Homero, Zoroastro, Gilgamesh o… la Biblia, como te ha dicho Rhazes. ¿Acaso el propio rey no escribía una Historia de Alejandro, mientras Demetrio emprendía, con la ayuda de Zenodoto, la redacción de Sobre la Ilíada? Por lo que se refiere a Calímaco, el poeta cirenaico, iniciaba una Adivinación de la reina Arsinoe de Egipto. Y el discípulo de ese gran poeta, Apolonio de Rodas, acometía una epopeya: Las Argonáuticas.

Todos sentían que el Museo no alcanzaría sus fines universales si se limitaba a la poesía, la religión, la filosofía, las lenguas y la literatura. De buena gana habrían escrito en el frontón de la Biblioteca la misma divisa que la de la Academia de Platón: «Nadie entrará aquí si no es geómetra.»

Y como primer geómetra, aquel día Zenodoto sólo tenía ante él a un joven larguirucho y desmañado que le solicitaba nada menos que trabajar allí con el mismo salario, el mismo alojamiento y las mismas ventajas que los doctos pensadores de barba blanca que deambulaban durante horas en torno al peripato. Naturalmente, el bibliotecario explicó a Euclides la necesidad de reunir un comité de los sabios, que primero leerían su obra titulada Elementos, después la debatirían y por fin le someterían a él a un examen. No sin desenvoltura, Euclides respondió que aprovecharía ese tiempo para ir a estudiar la estructura de las pirámides.

Los lectores y jueces de la obra que les había entregado antes de remontar el curso del Nilo quedaron estupefactos ante el rigor y la ascesis de trabajo del joven. Esperaban elucubraciones místicas, proféticas y esotéricas sobre las formas y los números, al modo de los pitagóricos que hacían estragos por aquel entonces. En cambio, Euclides lo iba demostrando y desarrollando todo de una manera metódica hasta convertirlo en límpido, hermoso, armonioso como una música divina. Convocaron pues al joven, que volvía curtido por el sol de Gizeh.