– ¿Supongo que debería venderla?
– Una gran decisión como para tomarla sin haber puesto un pie dentro. -Ben tiró su taza al rebosante cubo de basura junto al escritorio de cedro-. No te vendría mal echarle una ojeada, ¿no? Obviamente significó mucho para Nell, para haberla conservado todo este tiempo.
Cassandra consideró ese hecho. Volar a Londres, sola, de improviso.
– Pero el puesto…
– ¡Bah! El personal del centro se ocupará de tus ventas, y yo estaré aquí. -Indicó los cargados estantes-. Tienes suficiente mercadería para toda una década. -Su voz se ablandó-. ¿Por qué no vas, Cass? No te vendría mal alejarte un tiempo. Ruby vive en una caja de zapatos en South Kensington, trabajando en el V &A [1]. Ella te puede mostrar aquello, y cuidarte.
Cuidarla: la gente siempre se ofrecía para cuidar de Cassandra. Una vez, hacía toda una vida, ella había sido una adulta con responsabilidades propias, había cuidado de otros.
– ¿Qué tienes que perder?
Nada, no tenía nada que perder, a nadie que perder. Cassandra se sintió, de pronto, cansada de lidiar con el asunto. Mostró una leve sonrisa de rendición, y contestó:
– Creo que lo pensaré.
– Ésa es mi chica. -Ben la palmeó en el hombro y se dispuso a marcharse-. Ah, casi me olvido. También averigüé otro detalle interesante. No dice nada sobre Nell y su casa, pero es una coincidencia graciosa, de todos modos, y con tu experiencia artística, y todos esos dibujos que solías hacer.
Escuchar que la pasión de tu vida y los años invertidos en ella acababan descritos de forma tan despreocupada, relegados completamente al pasado, era descorazonador. Cassandra se las ingenió para mantener una débil sonrisa a flote.
– Las tierras en las que se encuentra la casa de Nell fueron en su día propiedad de la familia Mountrachet.
Sacudió la cabeza: ese nombre no le decía nada.
– La hija, Rose, se casó con un tal Nathaniel Walker -añadió Ben.
Cassandra frunció el ceño.
– ¿El artista… estadounidense?
– El mismo, más concretamente retratista, ya sabes, ese tipo de cosas. Señora de tal y cual con sus seis caniches favoritos. Según dice mi hija, incluso llegó a pintar un retrato del rey Eduardo en 1910, justo antes de su muerte. La cima de la carrera de Walker, diría yo, aunque Ruby no parecía muy impresionada: dice que los retratos no son sus mejores trabajos, carecían de vida.
– Ha pasado tanto tiempo desde que yo…
– Ella prefiere los bocetos. Así es Ruby, siempre contenta cuando nada a contracorriente de la opinión general.
– ¿Bocetos?
– Ilustraciones, dibujos para revistas, en blanco y negro.
Cassandra inspiró con fuerza.
– Los dibujos del Laberinto y la Zorra.
Ben alzó los hombros y sacudió la cabeza.
– Oh, Ben, eran increíbles, son increíbles, asombrosamente detallistas. -Había pasado tanto tiempo desde la última vez que pensó en la historia del arte que le sorprendió ese brote de autoridad-. Nathaniel Walker participó brevemente en una clase que di sobre Aubrey Beardsley y sus contemporáneos -explicó-. Era controvertido, por lo que recuerdo, pero no puedo acordarme de por qué.
– Eso es lo que dijo Ruby. Te vas a llevar bien con ella. Cuando se lo mencioné, se animó mucho. Dijo que hay algunas ilustraciones suyas en la nueva exposición del V &A; evidentemente, son poco comunes.
– No hizo muchas -dijo Cassandra, haciendo memoria-. Supongo que estaba demasiado ocupado con los retratos, las ilustraciones eran más un hobby. Sea como fuere, las que hizo están muy bien consideradas -agregó-. Creo que tenemos algunas aquí, en uno de los libros de Nell. -Se subió a un cajón de botellas de leche, colocado boca abajo, y pasó el índice por el estante superior, deteniéndose al llegar a un lomo color borgoña con borrosas letras doradas.
Lo abrió, todavía de pie sobre el cajón, y pasó con cuidado las páginas con dibujos coloreados.
– Aquí está -exclamó, y sin apartar los ojos de la página, se bajó-. El lamento de la zorra.
Ben se acercó, apartando sus gafas de la luz.
– Intrincado, ¿verdad? No es mi estilo, pero para ti es arte. Puedo entender por qué lo admiras.
– Es hermoso, y en cierta medida, triste:
Ben se inclinó hacia delante.
– ¿Triste?
– Lleno de melancolía, nostalgia. No sé explicarlo mejor, hay algo en el rostro de la zorra, una especie de ausencia. -Cassandra sacudió la cabeza-. No puedo explicarlo.
Ben le apretó amistosamente el brazo, murmuró algo sobre traerle un sándwich para el almuerzo, y luego se marchó arrastrando los pies hasta su puesto, y más concretamente hasta un cliente que estaba haciendo juegos malabares con las piezas de una lámpara de cristales Waterford.
Cassandra continuó estudiando la ilustración, preguntándose cómo estaba tan segura respecto a la tristeza de la zorra. Ésa era la habilidad del artista, por supuesto, la habilidad de, mediante la colocación precisa de finas líneas negras, evocar con tanta claridad emociones tan complejas…
Apretó los labios. El boceto le recordaba el día en que encontró el libro de cuentos, bajo el sótano de la casa de Nell, mientras arriba, su madre se preparaba para dejarla. Mirando hacia atrás, Cassandra se dio cuenta de que podía rastrear su amor por el arte hasta ese libro. Había abierto la tapa, sucumbiendo a las maravillosas, atemorizantes y mágicas ilustraciones. Se había preguntado qué se sentiría al escapar de los rígidos confines de las palabras y hablar con un lenguaje tan fluido.
Y por un tiempo, mientras crecía, lo había sabido: la atracción física de la pluma, la bendita sensación de perder la noción del tiempo mientras realizaba sus conjuros sobre el tablero de dibujo. Su amor por el arte la llevó a estudiar en Melbourne, la había llevado a casarse con Nicholas, y a todo lo que siguió. Era extraño pensar que su vida podría haber sido completamente diferente si no hubiera visto nunca la maleta, si no hubiera sentido la curiosa compulsión de abrirla y examinar su interior…
Cassandra jadeó. ¿Cómo no había pensado en eso antes? De pronto supo exactamente lo que tenía que hacer, dónde tenía que buscar. El lugar donde podría encontrar las pistas necesarias sobre los misteriosos orígenes de Nell.
Pensó que tal vez Nell se había deshecho de la maleta, pero desechó la idea, convencida de lo contrario. Por un lado, su abuela era vendedora de antigüedades, coleccionista, un pájaro coleccionista. Hubiera sido completamente atípico en ella destruir o deshacerse de algo viejo y raro.
Más aún, si lo que sus tías habían dicho era cierto, la maleta no era sólo un mero artefacto histórico: era un ancla. Era todo lo que Nell tuvo como vínculo con su pasado. Cassandra entendía la importancia de las anclas, sabía demasiado bien lo que le sucedía a una persona cuando la soga que la aferraba a su vida se cortaba. Había perdido su propia ancla dos veces. La primera vez, a los diez años, cuando Lesley la abandonó; la segunda vez, siendo una mujer joven (¿había pasado ya una década?), cuando, en menos de un segundo, la vida que conocía cambió y fue lanzada a la deriva una vez más.
Más tarde, reflexionando sobre los hechos pasados, Cassandra supo que había sido la maleta la que la encontró a ella, tal como lo había hecho la primera vez.
Después de una noche que pasó rastreando los cuartos desocupados y repletos de Nell, distrayéndose, a pesar de sus mejores intenciones, con este o aquel recuerdo, acabó terriblemente cansada. No sólo física, sino también mentalmente. El fin de semana se había cobrado su precio. Le vino de pronto y de modo intenso el cansancio de los cuentos de hadas, un deseo mágico de rendirse al sueño.
En vez de bajar a su cuarto, se acurrucó debajo de la manta de Nell, todavía vestida, y dejó que su cabeza se hundiera en la mullida almohada. El olor era descorazonadoramente familiar -talco con perfume a lavanda, limpiaplata, jabón Palmolive- y se sintió como si estuviera apoyando la cabeza en el pecho de Nell.