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Kohl levantó el brazo y Himmler respondió con un saludo breve; luego estudió atentamente al hombre, con los ojos tensos.

– ¿Usted es de la Kripo?

– Sí, jefe de policía Himmler. Soy el detective-inspector Kohl.

– Ah, sí. Conque usted es Willi Herman Kohl.

El detective se quedó desconcertado por el hecho de que el gran jefe de la policía alemana conociera su nombre. Al recordar su archivo de la SD se sintió aún más intranquilo. Aquel endeble hombre le volvió la espalda y preguntó a Ernst:

– ¿Estás bien?

– Sí, pero ha matado a varios oficiales y a mi colega, el doctor-profesor Keitel.

– ¿Dónde está el asesino?

El comandante de la SS dijo agriamente:

– Ha escapado.

– ¿Y quién es?

– El inspector Kohl ha averiguado su identidad. -Ernst, con una temeridad que su rango permitía (pero que Kohl no se habría atrevido a emplear), dijo abruptamente-: Mira la foto del pasaporte, Heinrich. Es el mismo que estuvo en el Estadio Olímpico. Estuvo a un metro del Führer, de todos los ministros. A un paso de todos nosotros.

– ¿Gardner? -preguntó Himmler, inquieto, mientras echaba un vistazo al documento que le mostraba el comandante de la SS. -En el estadio utilizó un nombre falso. O quizá el falso es éste. -El hombrecillo levantó una mirada ceñuda-. Pero ¿por qué te salvó la vida en el estadio?

– Evidentemente, no me salvó la vida -dijo Ernst bruscamente-. Yo no estaba en peligro, recuérdalo. Él mismo debió de haber colgado el arma en el cobertizo, para presentarse como aliado nuestro. Así franqueaba nuestras defensas, desde luego. Vaya uno a saber a quién más pensaba matar cuando hubiera acabado conmigo. Tal vez al mismo Führer. El informe del que nos hablaste decía que era ruso -añadió con un deje de acritud-. Pero este pasaporte es norteamericano.

Himmler calló por un momento, en tanto barría con la mirada las hojas secas que tenía a sus pies.

– Los norteamericanos no tienen ningún motivo para hacerte daño. Supongo que lo contrataron los rusos. -Miró a Kohl-. ¿Y cómo ha sabido usted de este asesino?

– Por pura coincidencia, jefe de policía del Estado. Le estábamos siguiendo porque era el sospechoso de otro caso. Sólo al llegar aquí caí en la cuenta de que el coronel Ernst estaba en la Academia y de que el sospechoso tenía intención de matarlo.

– Pero ¿usted sabía del atentado anterior contra el coronel Ernst? -preguntó inmediatamente Himmler.

– ¿Del incidente al que se ha referido el coronel hace un momento, en el Estado Olímpico? No, señor. No estaba enterado.

– ¿No?

– No, señor. La Kripo no ha sido informada. Hace apenas dos horas me he entrevistado con el jefe de inspectores Horcher; él tampoco sabía nada del asunto. -Kohl meneó la cabeza-. Ojalá se nos hubiera informado, señor. Así habría podido coordinar mi caso con la SS y la Gestapo; de esa manera quizá este incidente no se habría producido y estos hombres no habrían muerto.

– ¿Eso significa que usted no sabía que nuestras fuerzas de seguridad buscaban desde ayer a un posible infiltrado? -preguntó Himmler, con el plúmbeo tono de un mal actor de cabaré.

– En efecto, mi jefe de policía. -Kohl miró a aquel hombre a los ojos diminutos, enmarcados por gafas redondas de montura negra, y comprendió que era Himmler en persona quien había dado la orden de mantener a la Kripo a oscuras con respecto a la alerta de seguridad. Después de todo, era el Miguel Ángel del Tercer Imperio en el arte de atribuirse méritos, robar gloria y desviar las culpas, aún más que Göring. Kohl se preguntó si él mismo correría algún riesgo. Se había producido un fallo de seguridad potencialmente desastroso; ¿beneficiaría a Himmler sacrificar a alguien por el descuido? La estrella de Kohl parecía estar al alza, pero a veces hace falta un chivo expiatorio, sobre todo cuando tus intrigas han estado a punto de provocar la muerte del experto en rearme de Hitler. Kohl tomó una decisión rápida.

– Lo curioso -añadió- es que tampoco me haya dicho nada nuestro oficial de enlace con la Gestapo. Nos vimos ayer mismo por la tarde. Es una pena que no me haya mencionado los detalles específicos de este asunto de seguridad.

– ¿Y quién es vuestro enlace con la Gestapo?

– Peter Krauss, señor.

– Ah. -El jefe de la policía del Estado, con un gesto de asentimiento, archivó la información y perdió todo interés por Willi Kohl.

– Aquí había también unos prisioneros políticos -dijo Reinhard Ernst, evasivo-. Diez o doce jóvenes. Han escapado por el bosque. He ordenado a las tropas que los busquen.

Sus ojos se desviaron nuevamente hacia el aula mortífera. Kohl también miró el edificio, que parecía tan benigno, una modesta institución de estudios superiores que databa de la Prusia del Segundo Imperio y, sin embargo, representaba el mal en estado más puro. Notó que Ernst había hecho retirar la manguera del tubo de escape y alejar el autobús. Algunos documentos que habían quedado esparcidos en el suelo, probablemente parte del abominable Estudio Waltham, también habían desaparecido.

El inspector dijo a Himmler:

– Con su permiso, señor, me gustaría redactar cuanto antes un informe y colaborar en la captura del asesino.

– Sí, inspector, hágalo inmediatamente.

– Heil Hitler.

– Heil -saludó Himmler.

Kohl echó a andar hacia unos hombres de la SS que permanecían junto a un camión, para pedirles que lo llevaran de regreso a Berlín. Mientras caminaba penosamente hacia ellos decidió que podía maquillar el incidente de manera que se redujera el riesgo para sí mismo. La pura verdad era que la foto del pasaporte correspondía a la cara de un hombre que había muerto en una pensión de Berlín antes de que se produjera el atentado contra Ernst. Pero eso lo sabían sólo Janssen, Paul Schumann y Käthe Richter. Los dos últimos no ofrecerían voluntariamente ninguna información a la Gestapo; en cuanto al candidato a inspector, Kohl enviaría a Janssen a Potsdam inmediatamente, para mantenerlo ocupado durante varios días con uno de los homicidios que estaban sin resolver en esa zona; entonces asumiría el control de todos los expedientes sobre Taggert y el homicidio del pasaje Dresden. Esa noche daría parte del cuerpo del asesino, que había muerto tratando de escapar. Desde luego, el forense no podría haber realizado todavía la autopsia (si es que habían retirado el cadáver); Kohl se aseguraría, mediante favores o soborno, de que la hora de la muerte fuera posterior al atentado de la Academia.

No creía que hubiera más investigaciones. Todo ese asunto era ya un bochorno peligroso: para Himmler, por su desidia en cuanto a la seguridad del Estado, y para Ernst, debido a ese incendiario Estudio Walthaan. Podría…

– Eh, Kohl… ¿Inspector Kohl? -lo llamó Heinrich Himmler. Se volvió.

– ¿Sí, señor?

– ¿Cuándo calcula que estará listo su protegido?

El inspector reflexionó durante un momento; no encontraba sentido a aquella pregunta.

– Eh… Sí, jefe de policía Himmler. ¿Mi protegido?

– Konrad Janssen. ¿Cuándo podrá pasar a la Gestapo?

¿Qué significaba eso? A Kohl se le quedó la mente en blanco por un momento. Himmler continuó:

– Ya sabe usted que lo aceptamos en la Gestapo antes de su graduación en la Academia de Policía, ¿no? Pero queríamos que se formara con uno de los mejores investigadores del Alex antes de trabajar en la calle Príncipe Albrecht.

Ante esa noticia Kohl sintió el golpe en pleno pecho, pero se recuperó con celeridad.

– Perdone, señor -dijo, meneando la cabeza con una sonrisa-. Lo sabía, desde luego, pero estaba tan concentrado en este incidente… Con respecto a Janssen, pronto estará preparado. Ha demostrado tener un gran talento.

– Hace tiempo que lo tenemos en la mira, Heydrich y yo. Ya puede usted enorgullecerse de ese muchacho. Me da la sensación de que ascenderá deprisa. Heil Hitler.