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DUNIASCHA. -Los perros, sin embargo, no se duermen jamás cuando esperan a sus amos.

LOPAKHIN. -¿Qué te ocurre, Duniascha? Tu actitud me causa extrañeza.

DUNIASCHA. -Mis manos tiemblan. Mis piernas flaquean. Tengo miedo de caer.

LOPAKHIN. -Ello viene de que tú eres muy impresionable, de que te enterneces demasiado. Hay algo a en ti que no me agrada del todo; tú vistes como una señorita. No es posible continuar así. Debes acordarte de ti misma y hacerte cargo de cuál es tu verdadera condición.

EPIFOTOF (entra con un gran ramo de flores y con el traje de los domingos. Tropieza, y el ramo cae al suelo). -El jardinero me encomendó este ramo, diciéndome que había que colocarlo en un jarrón, sobre la mesa. (Epifotof entrega las flores a Duniascha, y ella cumple el encargo.)

LOPAKHIN (dirigiéndose a Duniascha). - Te he dicho que me traigas kwasP²¹

DUNIASCHA. -Ahora mismo. (Vase.)

EPIFOTOF. -Es ya de día… Tres grados bajo cero, y todos los cerezos en flor… Yo no puedo aprobar este clima. (Suspira.) ¡Ah! ¡No! Es absurdo. Nuestro abominable clima va siempre contra nuestra conveniencia. Permítame usted, Yermolai Alexievitch, que le explique mi caso: hace tres días compré un par de botas; mírelas, son éstas que llevo. Las malditas, se lo aseguro, hacen tal ruido que no hay modo de andar con ellas. ¿Qué hacer? ¿Cómo podría yo engrasarlas para que no rechinen?

LOPAKHIN. -¡Déjame en paz! Me fastidias con tus estúpidas historias.

EPIFOTOF. -Todos los días me ocurre algo desagradable. Al fin y al cabo, yo no me lamento. Ya empiezo a acostumbrarme a las contrariedades crónicas. Ellas me hacen ya sonreír.

DUNIASCHA (entra y presenta a Lopakhin el vaso de «kwas»). -Está servido el señor.

EPIFOTOF. -Voy a… (Pronuncia frases incoherentes, va de un lado para otro y sale.)

DUNIASCHA. -Tengo que decirle, Yermolai Alexievitch, que Epifotof quiere casarse conmigo; ha pedido mi mano…

LOPAKHIN. -¡Ah!…

DUNIASCHA. -¿Por qué no? Es una persona tranquila. Su único defecto es que cuando empieza a hablar no sabe contenerse, y habla, habla… No se le entiende todo lo que dice. Pero habla con entusiasmo, convencido de que sus palabras tienen un valor. A mí, a decir verdad, no me disgusta. Me quiere locamente. En el fondo, es una persona que no tiene suerte. Cada día le sucede alguna peripecia. En su casa se burlan de él. Le dan el nombre de el «Veintidós desgracias».

LOPAKHIN (aplicando el oído). - Duniascha, paréceme que llegan…

DUNIASCHA. -¡Llegan!… ¡Dios grande!… Casi me dan escalofríos…; ¡brrr!

LOPAKHIN. -En verdad, llegan. Vamos a su encuentro. ¿Me reconocerán todavía? ¡Cinco años hace que no nos hemos visto!

DUNIASCHA (con agitación). -Me siento mal. No me sostengo en pie. (Vacila.) Oíd, oíd… (Óyense ruidos de carruajes que se aproximan.) Se acercan… (Lopakhin y Duniascha precipítan- se fuera de la habitación. Esta queda vacía. Poco después aparece Firz, el viejo servidor, caminando difícilmente, apoyado en un bastón, y dirígese hacia la salida, por donde deben llegar los viajeros. Va vestido a la antigua. Lleva librea y sombrero de copa. Articula frases ininteligibles, como paralizado por la emoción. Óyense frases pronunciadas desde fuera.) Pasemos por aquí… Eso es…, por aquí…; ya estamos.

(Lubova Andreievna y Carlota Yvanovna entran. Carlota lleva tras sí, atado, a su perrito. Ambas están en traje de viaje. Siguen Ania, elegante; Gaief, Simeacof, Pitschik, Lopakhin y Duniascha, cargados de paquetes, paraguas y sombrillas. Camareras y criados transportan los baúles.)

ANIA. -¿Te acuerdas, mamá, de esta habitación?

LUBOVA ANDREIEVNA (con lágrimas de gozo). -¡Sí, me acuerdo! Esta es la habitación de los niños.

VARIA. -¡Qué frío hace! Mis manos están heladas. (Dirigiéndose a Lubova Andreievna.) Nuestros aposentos, mamá, el azul y el violeta, siguen siendo los mismos. Ninguna variación hubo en ellos. Tal como los dejamos, tal están.

LUBOVA (mirando en derredor suyo). - Verdaderamente, esta habitación de los niños es encantadora. Aquí dormí yo siendo niña, muy niña. (Llora.) Y hoy, ¿por qué no decirlo?, vuelvo a ser una niña… (Abraza a su hermano, a Varia, y de nuevo a su hermano.) Varia, como siempre, parece una monja… Y aquí está Du- niascha; la reconozco bien; no ha cambiado en nada.

(Abraza a Duniascha.)

GAIEF. -El tren lleva dos horas de re- traso.¡Qué desorden! Este país no se parece a ningún otro. Mejor fuera que no hubiese ferrocarriles…

CARLOTA (a Pitschik). -Mi perro come hasta las nueces.

PITSCHIK. -¡Figúrense ustedes!… Un perro que come nueces. ¿Es posible?

(Todos salen, a excepción de Ania y Dunias- cha.)

DUNIASCHA. -¡Con cuánta impaciencia, señorita, les hemos esperado! (Ayuda a Ania a quitarse el abrigo y el sombrero.)

ANIA. -Hace cuatro noches que no puedo pegar los ojos. Siento mucho frío.

DUNIASCHA. -Como salieron ustedes durante la Cuaresma, temíamos la nieve y el hielo… No pueden imaginar hasta qué punto me inquietaba yo por su regreso. Deseaba verlos de nuevo. Deseaba, sobre todo, referirle mi dicha…

ANIA (con apatía). -Alguna nueva sandez.

DUNIASCHA. -Él también se impacienta. ¿Sabe de quién le hablo? ¿Quién es el culpable?

Epifotof, que pidió mi mano para después de Pascua.

ANIA. -Siempre la misma cosa. (Arreglándose el peinado.) He perdido todos mis alfileres. (Titubea, fatigada.)

DUNIASCHA. -Yo no sé verdaderamente qué pensar; él me ama, me ama tanto…

ANIA (dulcemente, sin pasar el umbral). - Mi habitación, mis muebles, mis ventanas, como si nunca las hubiera abandonado. Ahí están. Me encuentro en mi casa. Mañana por la mañana al levantarme iré al jardín. ¡Ah! Si pudiera dormirme en seguida. No he dormido en todo el viaje. La angustia me impedía conciliar el sueño.

DUNIASCHA. -Señorita, hace tres días que Piotor Serginevitch llegó.

ANIA (con alegría). ¿Pietcha?

DUNIASCHA. -Le hemos alojado en la casita del baño. Allí duerme. Dice que no quiere molestar. (Mirando su reloj.)

ANIA. -¿No convendría despertarlo?

DUNIASCHA. -Bárbara Chichailovna nos lo prohibió, diciendo «Cuidado con despertarlo».