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Ramone abrió la puerta de la sala de vídeo y le pegó un grito al detective Eugene Hornsby, que tenía el culo pegado a una mesa, medio sentado medio de pie, junto a la detective Rhonda Willis. Ambos estaban en la gran zona de oficinas de la VCB, la unidad de Delitos Violentos.

– Lo tenemos -dijo Ramone, y tanto Hornsby como Rhonda se enderezaron-. Gene, ¿conoces la bodega Saul's, en Pennsylvania?

– ¿Al lado de Minnesota? -preguntó Hornsby, un hombre totalmente anodino de unos treinta y ocho años, que venía de la infame zona de Northeast conocida como Simple City.

– Sí. Aquí el señor Tyree dice que tiró un cuchillo de carnicero y su ropa en el contenedor de atrás. Y también dejó allí unas Nike Twenties blancas y azules, del número cuarenta y tres. Está todo en una bolsa del Safeway.

– ¿De papel o de plástico? -quiso saber Hornsby, con una sonrisa apenas detectable.

– De plástico. Tiene que estar allí.

– Si no se han llevado todavía la basura-apuntó Rhonda.

– Esperemos que no -dijo Ramone.

– Mando a algunos hombres ahora mismo. -Hornsby cogió un juego de llaves de su mesa-. Y ya me encargo de que los novatos no la caguen.

– Gracias, Gene. ¿Cómo va esa orden del juez, Rhonda?

– En marcha. Nadie va a entrar ni a salir de casa de Tyree hasta que la tengamos. Tengo un coche patrulla aparcado en la puerta ahora mismo.

– Muy bien.

– Buen trabajo, Gus -dijo Rhonda.

– Todo gracias a Bo -contestó Ramone.

Bo Green se levantaba de su silla en ese instante. Miró a Tyree, que se había incorporado un poco. Parecía que acabara de subirle la fiebre.

– Tengo sed, William. ¿Tú no tienes sed?

– Me vendría bien un refresco.

– ¿Qué te apetece, lo mismo?

– ¿Me pueden traer un Slice esta vez?

– No tenemos. Sólo hay Mountain Dew.

– Vale.

– ¿Tienes bastante tabaco?

– Sí.

El detective Green se miró el reloj y luego miró la cámara montada arriba en la pared.

– Tres cuarenta y dos -dijo antes de salir.

La luz sobre la puerta de la sala de interrogatorios seguía verde, lo que indicaba que la cinta seguía grabando. En la sala de vídeo, Antonelli leía la página deportiva del Post, echando algún que otro vistazo al monitor.

Ramone y Rhonda Willis saludaron a Bo Green.

– Genial -le felicitó Ramone.

– Tyree tenía ganas de hablar.

– El teniente ha dicho que vuelvas cuando tengas algo -informó Rhonda-. El fiscal también quería… ¿cómo ha dicho…? «Tomar contacto.»

– Por lo visto nos ha tocado Littleton.

– Pues estamos buenos -saltó Green.

Gus Ramone se acarició el negro bigote.

Dan Holiday le hizo una seña al camarero, trazando un gran círculo con el índice sobre los vasos que no estaban del todo vacíos pero sí lo bastante.

– Lo mismo -pidió-. Para todos.

El grupo de la barra llevaba tres rondas enzarzado en una charla que había pasado de Angelina Jolie a Santana Moss y el nuevo Mustang GT. Discutían con vehemencia, pero en realidad sin llegar a ninguna parte. La conversación no era más que una percha de la que colgar el alcohol. No podía uno quedarse allí bebiendo sin más.

En los taburetes se sentaban Jerry Fink, comercial de suelos y moquetas, Bradley West, escritor autónomo, Bob Bonano, un contratista local, y Holiday. Ninguno de ellos tenía jefe. Todos contaban con un trabajo que les permitía empinar el codo en día laborable sin sentirse culpables.

Se reunían informalmente varias veces a la semana en el Leo's, una taberna de Georgia Avenue, entre Geranium y Floral, en Shepherd Park.

Era una sencilla sala rectangular con una barra de roble, doce taburetes, unas cuantas mesas y una jukebox con oscuros cantantes de soul. Las paredes estaban recién pintadas, sin adornos de anuncios de cerveza, banderines ni espejos, sólo fotografías de los padres de Leo en Washington y sus abuelos en su pueblo griego. Era un bar de barrio, ni un garito violento ni un local de pijos, sencillamente un sitio agradable donde tomar una copa en plena tarde.

– Joder, qué peste echas -comentó Jerry Fink, sentado junto a Holiday, agitando el hielo de su copa.

– Se llama Axe -contestó Holiday-. Los chavales lo usan mucho.

– Pero tú no eres un chaval, tronco. -Jerry Fink, criado en River Road y graduado en el instituto Walt Whitman, uno de los institutos públicos más blancos y mejores del país, solía utilizar el argot callejero. Creía que así parecería estar más en la onda. Era un hombre bajo, con barriga, llevaba gafas con los cristales tintados y una permanente en el pelo al estilo «afrojudío», como decía él. Fink tenía cuarenta y ocho años.

– Dime algo que no sepa.

– Te estoy preguntando que por qué te has puesto esa mierda.

– Muy sencillo, porque donde me desperté esta mañana no tenía mi neceser, no sé si me entiendes.

– Ya estamos -saltó West.

Holiday sonrió y cuadró los hombros. Estaba tan flaco como cuando tenía veinte años. El único indicativo de sus cuarenta y uno era la pequeña barriga que el alcohol le había ido marcando. Sus conocidos la llamaban la «Curva Holiday».

– Cuéntanos un cuento, papá -pidió Bonano.

– Muy bien. Ayer me salió un encargo, un cliente de Nueva York. Un inversor de los gordos que quería echar un vistazo a una empresa que está a punto de salir al mercado. Lo llevé a un edificio de oficinas en el corredor de Dulles, le esperé unas horas y le llevé de vuelta al centro, al Ritz. Y nada, cuando ya me volvía para casa, me entró sed, así que paré en el Royal Mile de Wheaton a tomarme una rápida. Y en cuanto entro me veo a una morena sentada con otras dos tías. La chorba llevaba unos cuantos kilómetros encima, pero era atractiva. Nos miramos, y no veáis todo lo que decían sus ojos.

– ¿Qué decían sus ojos, Doc? -preguntó cansado West.

– Decían: «Me muero por una buena tranca.»

Todos menearon la cabeza.

– Pero no me lancé enseguida. Esperé hasta que tuvo que levantarse para ir a mear. Es que quería echarle un vistazo al culo, claro, a ver si luego me iba a encontrar con una película de terror. En fin, que la miré bien y no estaba nada mal. Había tenido hijos, evidentemente, pero no parecían haber dejado demasiadas secuelas, por así decirlo.

– Venga ya, tío -exclamó Bonano.

– Paciencia. En cuanto volvió del tigre, me tiré encima de cabeza. Sólo me costó dos Miller Lites. Ni siquiera se acabó la cerveza, la tía. Me dijo que se quería marchar. -Holiday sacudió la ceniza del cigarrillo-. Yo pensé en llevármela al parking de enfrente, que me la chupara o algo.