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– ¡Tirad las armas!

Brock miró el cuello de Henderson, fijándose en el punto en el que se unía a los hombros. Y pensó: «Ahí es donde le voy a clavar el picahielos. Directamente en la columna. Hablarán de mí hasta el fin de los días, dirán mi nombre, contarán lo que hice. Que me enfrenté a dos pistolas con un trasto para cortar hielo. Yo, Romeo Brock.»

Brock se sacó el picahielos de la pantorrilla. Tal como esperaba, al sacarlo saltó el corcho de la punta. Se puso en pie, con el brazo alzado y se acercó a Henderson.

– Detrás de ti, Nesto -advirtió Benjamin con calma.

Henderson se volvió y disparó a Brock en mitad del pecho. La pistola le brincó en la mano. Brock retrocedió contra la silla y cayó braceando a través de una bruma escarlata.

Dunne disparó dos veces en dirección a Benjamin. La primera bala le atravesó el hombro y le abrió un agujero del tamaño de un puño en la espalda. La segunda, más alta por el retroceso, le tocó la arteria carótida al atravesarle el cuello.

Benjamin disparó su cuarenta y cuatro entre una nube de humo y una rociada de sangre al perfil del hombre que decía ser policía. Luego cayó, todavía disparando. Vio al hombre estrellarse contra la pared, y cerró los ojos.

Grady Dunne trastabilló hacia la puerta. Volvió la vista hacia el tipo con la gorra de béisbol, que seguía en mitad de la habitación, todavía armado. El joven sacudía la cabeza como para librarse de lo que había pasado.

Dunne intentó alzar la pistola, pero se le abrió la mano y se le cayó.

– Dios -masculló, llevándose la mano al estómago, que estaba empapado en sangre que ahora le rezumaba entre los dedos. El dolor era extremo. Atravesó la puerta y salió al porche a trompicones. Notaba aire a la espalda. Se dio la vuelta como si estuviera bailando o borracho, perdió el equilibrio y cayó de espaldas al camino de grava.

Miró las ramas de un tulipero, y más allá las estrellas.

– Agente abatido -susurró, en un hilo de voz tan débil que no se oyó ni él mismo. Tenía en la boca un regusto a sangre. Tragó y respiró deprisa, y abrió los ojos con expresión de miedo. En su campo de visión había entrado el tipo que parecía un semental. El hombre se acercó a Dunne y le apuntó al pecho. Las lágrimas le corrían por la cara.

– Nueve-uno-uno -dijo Dunne. Sintió que la sangre caliente le salía por la boca y le chorreaba por la barbilla.

El joven bajó el arma, se la metió en el cinto y la tapó con la camisa.

Dunne oyó sus pasos en la grava y luego el ruido que hacía al correr.

Se quedó oyendo los grillos, mirando las ramas y las estrellas. «No puedo morir», pensó. Pero pronto la vista y el sonido se desvanecieron, y Grady Dunne se unió a Raymond Benjamin y a Romeo Brock en la muerte.

37

Cuando Dan Holiday volvió al parking de la gasolinera de Central Avenue vio que T. C. Cook había desaparecido. Intentó llamarle por la radio Motorola y luego por el móvil, sin resultado. Advirtió que el Buick de Reginald Wilson seguía aparcado detrás del edificio. Cook se habría cansado de la vigilancia, o estaría fatigado después de un día de trabajo y habría vuelto a su casa. Holiday pensó en acercarse allá para comprobarlo y quedarse tranquilo.

Pero el Marquis de Cook tampoco estaba junto a la casa amarilla de Dolphin Road. Holiday, sentado en el Town Car, llamó al teléfono de Cook, pero le saltó el contestador. La luz del porche estaba encendida, aunque seguramente la habría activado un sensor. La casa se hallaba a oscuras.

Entonces llamó al número de Ramone.

– ¿Sí?

– Soy Holiday.

– Hola, Doc.

– ¿Dónde estás? Parece una fiesta.

– En el Leo's, tomando una cerveza. ¿Qué quieres?

– El sargento Cook y yo hemos hablado con nuestro amigo el poli, el del coche cuatro sesenta y uno. No está involucrado.

– Menuda sorpresa.

– Pero he perdido a Cook. Tuve que dejarle por un momento, y cuando volví ya no estaba. He ido a su casa y tampoco está ahí. Estoy pensando que igual estaba confuso o algo. Ni siquiera sé si puede leer los nombres de las calles.

– Ha tenido un derrame, no Alzheimer. Ya aparecerá.

– Estoy preocupado. -Holiday esperó respuesta, pero sólo oía el ruido del bar-. ¿Gus?

– Mantenme informado. Yo me voy a quedar aquí todavía un rato.

Holiday se quedó sentado en el Lincoln, pensando en el viejo. ¿Adónde podía haber ido? Sólo se le ocurría un sitio.

T. C. Cook se hallaba sentado al volante de su Marquis, aparcado en una calle lateral de Good Luck Estates, una comunidad de Good Luck Road, en New Carrollton. Miraba la casa de Reginald Wilson. Estaba a oscuras, de hecho en todo el barrio sólo había unas cuantas luces y la calle estaba tranquila y en penumbra.

Cook llevaba ya allí un rato, pensando.

Cuando Reginald Wilson salió de la cárcel, se instaló en aquella casa, donde antes vivían sus padres, ahora muertos. Tenía que haber guardado en algún sitio sus posesiones, antes de entrar en prisión, tal vez en la misma casa de sus padres. Cook sabía que Wilson jamás habría abandonado su querida colección de álbumes de jazz eléctrico. Tal vez entre todo aquel vinilo habría alguna pista. Además, suponía que Wilson habría guardado las muestras de pelo, sus trofeos de los Asesinatos Palíndromos, puesto que cuadraba con el comportamiento habitual de esa clase de asesino. T. C. Cook se veía forzado a creer que aquellos mechones de pelo, tomados veinte años atrás de Otto Williams, Ava Simmons y Eve Drake, estaban en esa misma casa que ahora tenía delante, y estaba convencido de que aquél era un buen momento para comprobar su hipótesis.

Sabía que estaba a punto de cometer un delito, pero se le agotaba el tiempo. Había muchas posibilidades de que las muestras no estuvieran en la casa. Pero tal vez sí encontrara algo, cualquier cosa que pudiera relacionar a Reginald Wilson con las muertes de aquellos chicos, algo con lo que volver a abrir el caso. Cook buscaba alguna prueba irrefutable que incitara al detective Ramone a pedir al juez una prueba de ADN de Wilson. Estaba seguro, como ya lo estaba en 1985, de que Wilson era el asesino.

Sacó la minigrabadora de la guantera y habló en el micrófono:

– Soy el sargento T. C. Cook. Estoy a punto de entrar en casa de Reginald Wilson, en Good Luck Estates. Tengo razones para creer que en la casa hay pruebas que relacionarán al señor Wilson con los llamados Asesinatos Palíndromos, sucedidos en Washington D.C. en 1985. Busco muestras de pelo, concretamente las que se to… tomaron de las víctimas. No tengo orden judicial. Ya no soy agente en activo de la policía. Trabajo con un joven llamado Dan Holiday, que es un buen policía. Pero quiero declarar que él no tiene nada que ver con la acción que estoy a punto de emprender. Hago esto por propia voluntad, esperando proporcionar algo de paz a las familias. Y también a los niños que fueron asesinados.