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– He hablado con él. Puede terminar el curso en su antiguo colegio. Es lo más conveniente. Y el año que viene podemos meterlo en uno de esos institutos católicos para trabajadores. El Carroll, el De-Matha… cualquiera sería bueno para él.

– ¿Y cómo lo vamos a pagar?

– Tampoco es una fortuna. Venderé la casa de Silver

Spring. No queda otra. Joder, sólo el terreno ya vale un pico. Nos irá bien.

– ¿Le has contado lo de Asa?

– Sí.

– ¿Cómo se lo ha tomado?

– Pues se le ha venido el mundo encima. Seguramente ahora estará pensando en todas las veces que llamó nenaza o maricón a su amigo, sin saber lo que el chico estaba pasando.

– ¿Te imaginas lo que es ser así en este ambiente? Oír todo el rato que no te quieren, que no hay sitio para ti en este nuevo y compasivo mundo. Con el odio que impera, y los políticos echando gasolina al fuego. No sé qué Biblia leerá esa gente, pero con ésa no me criaron a mí.

– Olvídate de esos gilipollas. ¿Y la gente de la calle, que no sienten el odio y aun así lo extienden? Diego no quería decir nada con esas palabras, pero ahora pensará mucho en lo que sale de su boca. Yo mismo lo he estado pensando.

– Tú y todos tus amigos.

– Es verdad. En la oficina nos pasamos el día con esas chorradas: un vestido te quedaría estupendo, tienes radar para detectar gais, esas cosas.

– Así que ahora vas a cambiar, ¿eh?

– Probablemente no -contestó Ramone-. Soy un tío normal, no mejor que cualquier otro. Pero sí me lo voy a pensar dos veces antes de decir esas gilipolleces. Y espero que Diego haga lo mismo.

– ¿De qué más habéis hablado? Te has pasado un buen rato en su cuarto.

– Quería completar el puzle de la muerte de Asa. Estaba ya bastante seguro, pero Diego me lo ha confirmado.

– ¿El qué?

– Ya sabes que siempre le he dicho que esté al tanto de cualquier arma de fuego en casa de sus amigos.

– Sí, es tu peor miedo.

– Es que he visto demasiados accidentes ya, Regina. Chicos que encuentran las armas de sus padres y las prueban…

– Vale.

– Diego y sus amigos saben de esas cosas. Leen las revistas de armas porque son chicos y les interesan. Los gemelos Spriggs saben que tengo una Glock y que la guardo bajo llave en casa. Los chicos siempre saben esas cosas.

– Ay, Gus…

– Diego dice que el padre de Asa tenía un revólver en casa. No sabía si era un treinta y ocho, pero estoy seguro de que sí.

– Dios.

– Va a ser la puntilla para ese hombre. Asa se mató con la pistola de su padre.

Regina le abrazó con fuerza. En la oscuridad ninguno de los dos podía dormir.

– ¿Vendrás con nosotros a la iglesia el domingo? -preguntó Regina.

Ramone dijo que sí.

39

Después de la iglesia Ramone se llevó a la familia a comer a un restaurante en la línea District. Era un lugar familiar que había sobrevivido a pesar de la invasión de las cadenas y franquicias en Silver Spring. Diego pidió filete vietnamita, su plato favorito, y Alana bebió limonada fresca y se dedicó a atravesar una y otra vez la cortina de cuentas que daba a los servicios. Les había ido bien asistir a la iglesia, y aquélla era una manera agradable de continuar el día. Además, Ramone estaba posponiendo lo ineludible.

Ya de vuelta en casa, no se cambió el traje. Le dijo a Regina que no tardaría y dejó a Diego, ahora con unos pantalones cortos, unas Nike y una camiseta de diseño Ronald Spriggs, en las pistas de baloncesto de la Tercera, donde le esperaba Shaka. Le pidió que tuviera el móvil encendido y que llamara, a él o a Regina, si iba a algún otro sitio.

Luego se dirigió en el coche a casa de Johnson. Aparcó pero no salió de inmediato. Le había dicho a Bill Wilkins que informaría a Terrance Johnson de lo que habían averiguado, y ahora casi se arrepentía de no haber dejado que fuera Garloo quien se encargara de ello. Iba a decirle a Johnson que su hijo se había suicidado, y además con la pistola de su padre. Y encima tenía que contarle que Asa era gay. No había manera de predecir cómo reaccionaría Terrance. Pero era una tarea ineludible.

Terrance debía de haberse dado cuenta de que le faltaba la pistola, y seguramente sospecharía que se la había llevado Asa. Pero su miedo sería que le hubieran robado el arma y le hubieran disparado con ella. La muerte de su hijo, junto con una extrema sensación de culpa, le había destrozado. Pero ni siquiera así se podía haber imaginado que Asa se había pegado un tiro.

Ramone no había mencionado el arma ante Wilkins ni ninguno de sus compañeros. Si llegaba a aparecer en los papeles, podrían acusar a Terrance Johnson por posesión ilegal de armas. Sólo los agentes de policía, agentes federales y miembros de seguridad especial podían tener pistolas en D.C. Johnson habría comprado la treinta y ocho en el mercado negro o a través de intermediarios en Virginia o Maryland. Legalmente había cometido un delito. Pero Ramone no pensaba denunciarlo. Johnson ya llevaba bastante carga encima. No tenía ningún sentido seguir creando sufrimientos para él, su mujer y la única hija que les quedaba.

Tampoco pensaba contárselo todo. Ramone había deducido la identidad del amante de Asa, al que en el diario llamaba RoboMan. El profesor de matemáticas del chico sostenía que Asa había ido a verle el día de su muerte buscando deberes extras para subir nota. Pero esos papeles no se habían encontrado en su taquilla, ni en su cartera ni en su cuarto. RoboMan tenía que ser un apodo de Robert Bolton. Cuando hablaron, a Ramone le había dado la impresión de que Bolton se exaltaba demasiado con el tema de encasillar a los chicos negros. Pero a quien había estado defendiendo era a Asa. Bolton estaba enamorado de él.

Ramone mencionaría sus sospechas a los agentes de Delitos Sexuales. Esas cosas estaban fuera de su dominio. Sencillamente no sabía qué hacer con lo que había averiguado. Sólo quería librarse de ello.

Pretendía ocultar información a sus compañeros de la policía así como al padre del chico. Tal como había dicho Holiday, no era un tío tan legal.

Salió del Tahoe y llamó a la puerta de Johnson. Al oír los pasos de Terrance, sintió el impulso de volver a su coche. Pero la puerta se abrió y Ramone saludó a Johnson con un apretón de manos y entró en la casa.

Dan Holiday encendió un cigarrillo y tiró la cerilla al cenicero. Estaba sentado en la barra, con un vodka con tónica delante. El grupo que le rodeaba, Jerry Fink, Bob Bonano y Bradley West, hacía el paripé bebiendo Bloody Marys. Holiday no quería engañarse. Necesitaba una copa de verdad.

El Leo's estaba vacío, con excepción de Leo Vazoulis y ellos cuatro. Fink acababa de volver de la jukebox. Se oyó una fuerte intro de metales y una voz de chica, y luego una aterciopelada voz masculina.

– It isn't what you got, it's what you give -cantó Fink, haciendo la parte de la chica.