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Por lo que respecta a Danny Boy Cadogan, estaba convencido de que su esposa Mary carecía de ideas propias, pero no era así, y bien que sabía sacarles provecho. Había llegado incluso a creer que tendría un golpe de suerte y se había permitido hasta el lujo de soñar que alguien lo quitaría de en medio por la única y sencilla razón de que ella ya no soportaba vivir a su lado. Era como vivir en un vacío perpetuo, pues Danny controlaba cada paso que daba, cada pensamiento, incluso elegía sus amistades. Sin embargo, ella le había hablado sin rodeos a su hermano Jonjo, le había hecho saber la verdad de su matrimonio y ahora él contaría con esa ventaja, al igual que su pobre hermano Michael; Jonjo, además -ahora se había dado cuenta de ello-, no era precisamente un ejemplo de lealtad y esa misma noche lo había dejado bien claro.

Mientras yacía tendida en la cama se preguntó si no sería mejor levantarse, coger el coche -un nuevo modelo Mercedes, pues, al fin y al cabo, era la mujer de Danny Boy Cadogan y debía presumir de lo mejor- y estrellarlo contra una pared. Eso pondría fin a todo. Otra opción era coger el coche y pasar por encima del mismísimo Danny Boy. Dibujó una sonrisa ante la audacia de sus pensamientos, ya que, si la Brigada de Homicidios no tenía agallas para arrestarlo, ¿qué posibilidades tendría ella? Moriría a los pocos segundos si su marido sobrevivía, lo cual, conociendo a ese cabrón, era lo más probable.

Danny siempre comprobaba si lo que decía era cierto; no lo hacía directamente, sino haciéndose el longuis y hablando en tono de broma acerca de dónde había estado, normalmente en casa de su cuñada, para luego dejar caer en medio de la conversación la típica pregunta: «¿Y de qué hablasteis?», para contrastarlo con lo que ella le había dicho, como si Mary se atreviera a engañarle.

Lo oía, notaba su voz llena de interés y artificio, veía sus ojos atentos a cualquier indicio de subterfugio por parte de Carole. Entonces observaba que sus manos aferraban la taza de café con tanta fuerza que los nudillos se le ponían blancos y notaba crecer su cólera al saber que se había atrevido a salir sin su compañía. Lo veía dubitativo, preguntándose si Carole le había dicho la verdad o estaba encubriendo a su amiga. Si optaba por creer en sus sospechas más que en las palabras de Carole, entonces sería motivo de disputas durante meses. Sin embargo, Carole contaba con un factor a su favor y es que era una mujer obesa, cuya vida estaba dedicada expresamente a su marido y a sus hijos, y a la cual no le interesaba nada aparte de eso. Mary sabía que Carole contaba con la aprobación de Danny, pues era una de las pocas personas a las que le permitía ver regularmente. Carole no constituía una amenaza desde su punto de vista porque no era el tipo de mujer que pudiera pervertir a su esposa. Tampoco era una mujer que vistiese bien, ni de ésas que sienten la necesidad de ir al gimnasio para tratar de conservar la figura. Carole era la mujer con la que debería haberse casado, cosa que Mary hubiera deseado de todo corazón. Ojalá lo hubiera hecho. Se dio cuenta de que estaba llorando; un llanto silencioso y controlado, como todos los actos de su vida, ya que, en los últimos veinticinco años, no se había permitido el lujo de reaccionar en ningún momento como una persona normal.

¿Cómo había acabado de ese modo? ¿Cómo era que su vida, que muchas mujeres envidiaban, se había convertido en algo tan insulso que había llegado incluso a pensar en suicidarse? No necesitaba una respuesta, pues sabía de sobra cómo había sucedido, lo sabía mejor que nadie. Esa noche había tenido su oportunidad, su última oportunidad de apartarse de él y tratar de buscar una vida decente para ella y sus hijas. Pero eso no sucedería, no sucedería jamás y debería haberse dado cuenta de ello antes de haberse puesto en una situación tan engorrosa y sin sentido. Sin embargo, a posteriori, pensó que había sido puñeteramente fantástico.

– Abuelita, ¿puedo coger otro polo?

Eran las nueve y media de la noche y Leona Cadogan no tenía intención de irse a la cama. Su abuela, Angélica Cadogan, tampoco deseaba que se acostase todavía.

– Por supuesto que sí -respondió Angélica-. Puedes tomar lo que te apetezca. Tú siéntate en el sofá que yo te lo traigo.

La niña se acicaló. Tenía el pelo moreno y largo, y los ojos azules y separados, al igual que su padre. Angélica abrió su nueva adquisición, una nevera americana, y sacó orgullosa un polo para su nieta. Su hijo cuidaba de que no le faltase de nada. Se acercó y le dio el polo a su nieta, le echó una manta por encima y la besó en la parte de arriba de la cabeza.

Leona aferraba con fuerza el mando a distancia de la televisión y miraba la pantalla sin darle a su abuela opción a decidir. Su hermana Laine, a la que apodaban en tono cariñoso «Lainey», estaba dormida en la silla. Leona cuidaba de su hermana menor, como debía ser, pues formaban una familia en la que los unos cuidaban de los otros, de eso ya se encargaba la abuela.

Angélica vio que la niña tenía puesta la serie Little Britain[1] y sacudió la cabeza lentamente. Leona, a pesar de tener sólo seis años, ya comprendía ese sentido del humor. Su instinto le dijo que debía apagarla, pero a su edad no creyó que le importasen esas ofensas. Al contrario que sus hijos, sus nietos estaban muy alejados de la vida delictiva. Especialmente esas dos niñas, pues parecía como si Danny se hubiese enamorado de nuevo desde que ellas llegaron al mundo. Sus otros hijos no le habían llenado lo suficiente, pero se debía a que no los había tenido con su legítima esposa. Angélica sabía que, en cierta forma, Mary fue la mártir que tuvo que soportar a su hijo, aunque Danny fuese un hombre al que cualquier mujer se hubiera sentido orgullosa de llamar suyo. Si Mary no hubiera tardado tanto en engendrar después de que su primera hija falleciese, quizá su matrimonio no se hubiera echado a perder. Angélica estaba segura de ello.

Cuando vio que Leona abría otra bolsa de chucherías, hizo un gesto de reprimenda con la mano sin dirigirse a nadie en particular y salió de la habitación. Ver un hombre vestido de mujer y vomitando por todos lados era algo que le enfermaba. Deberían poner otra vez Little and Large[2], pensó, al menos era una serie que podía ver la familia al completo. Ese nuevo estilo de humor, por el contrario, le ponía de malhumor y hasta Jimmy Jones [3] era preferible a eso.

Leona se reía a carcajadas y Angélica suspiró una vez más mientras se dirigía a la cocina, donde se sentía más segura. Después de todo, aquéllos eran sus dominios, el lugar donde había transcurrido la mitad de su vida. Y no había duda de que era mucho mejor que la que había tenido de recién casada, pues con sólo mirar el brillo de los azulejos ya se sentía feliz de estar allí.

Encendió un cigarrillo mientras sacaba una botella pequeña de whisky que guardaba entre los detergentes, debajo del fregadero, donde estaba segura de que nadie de su familia la encontraría. Abrió el periódico y, contenta de tener a alguien de la familia en casa, empezó a leer los comentarios tan divertidos que escribía Ian Hyland [4] sobre los shows televisivos que tanto detestaba, pero que, aun así, veía.

La soledad era algo horrible; te comía por dentro y, si no tenías cuidado, hasta te podía enfermar. Como cualquier madre, los había parido, los había criado y luego se había tenido que echar a un lado. Era la ley de la vida, aunque resultase muy duro de afrontar para alguien que se había entregado por entero a sus hijos y que había tratado por todos los medios de que no se olvidaran de ello. Al menos, así es como ella veía las cosas. Sin embargo, la verdad era muy distinta. No obstante, el pasado era algo que más valía mirar con buenos ojos.

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[1] Little Britain. Serie de sketches sobre la vida de Gran Bretaña que se proyectaron en la BBC en el año 2001. (N. del T.)

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[2] Little and Large. Comedia televisiva que se proyectó en Gran Bretaña desde 1977 hasta 1991. (N. del T.)

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[3] Jimmy Jones. Fundador y líder de una secta denominada el Templo del Pueblo y que fue el causante de un suicidio colectivo por envenenamiento en una granja de Jonestown. (N. del T.)

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[4] Ian Hyland. Crítico de televisión británico que se caracteriza por su tono mordaz. (N. del T.)