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– Es hora de tomar una decisión.

Michael se encogió de hombros. El frío aire de la noche les hizo recuperar los sentidos a ambos.

Jonjo movió la cabeza con pesadumbre.

– Lo siento por Mary -dijo-. Primero la involucramos y ahora la hemos defraudado.

– Tú ya sabes que le quiere, Jonjo. Aunque parezca extraño, todos le hemos apreciado en su momento. Sin él, ¿qué hubiera sido de nosotros?

Michael se quedó en silencio durante unos segundos antes de arrancar el coche y salir del desguace.

Mientras conducían, Jonjo se preguntó cómo era que las cosas habían salido de esa manera, cómo sus vidas habían terminado siendo algo tan fuera de lo normal. En su momento se había sentido estrechamente ligado a su hermano y sabía que éste continuaba apreciándole. De haber podido, Danny le habría puesto el mundo en una bandeja, pero le costaba trabajo entender que no todos fuesen como él y no ambicionasen tanto. De niños había sido muy distinto, pues Danny había sido la única constante real en su vida. Y no sólo había sido su héroe, su ejemplo a seguir, sino también la única persona que había interferido entre él y la desmesurada violencia de su padre. Entonces sí había necesitado de la fuerza de su hermano, hasta la había agradecido, pero en ese momento no se daba cuenta de que luego se convertiría en la cualidad más detestable de su hermano, en la razón para acabar con él de una vez por todas.

Danny estaba fuera de control pero, después de lo acontecido aquella noche, en lo único que podía pensar Jonjo era en su infancia y en el hecho de que, sin su hermano, jamás habría sobrevivido.

Ahora, sin embargo, el hombre que le había protegido, chuleado y humillado iba a morir. Al menos eso esperaba, porque, de no ser así, sería el fin de todos ellos.

Pasara lo que pasara, aquella noche acabaría todo. Finalmente acabaría todo.

Libro primero

Todas las noches y todas las mañanas

algunos nacen para la miseria.

W. BLAKE, 1757-1827

Augurios de inocencia

Capítulo 1

1969

– Dime, Cadogan, ¿por casualidad te he despertado?

El muchacho no respondió por temor a decir algo inconveniente. En su lugar, se limitó a negar con la cabeza violentamente.

– Lamento si te he interrumpido mientras rezabas, pues sólo hay dos razones para que uno cierre los ojos: dormir o rezar. ¿O puede que yo sea un idiota y haya una tercera razón que desconozco?

– No, por supuesto que no…

El sacerdote miró a los restantes alumnos, con los brazos abiertos en señal de completa inocencia. Parecía cualquier cosa menos un hombre interesado en lo que un jovencito pudiera decirle.

– Me refiero a que, si hay algo que puedas compartir con nosotros, meros seres mortales, o si dispones de una línea telefónica para hablar con el Todopoderoso, te rogaría que tuvieses la delicadeza de compartir esa suerte con nosotros.

Jonjo no respondió, pues sabía que cualquier cosa que dijese sería mal interpretada, distorsionada y utilizada en su contra.

– Entonces, dime, ¿estabas rezando a algún santo, a la mismísima Virgen o te estabas quedando dormido? Presiento que esto último sea lo más probable. Vamos, Cadogan, respóndeme.

El sacerdote era un hombre bajito, no más de un metro sesenta, ligeramente encorvado y con andares de borracho. El escaso pelo que le quedaba, encanecido antes de tiempo, parecía crecer a su antojo, pues siempre tenía el aspecto de recién salido de la cama. Tenía los ojos de color gris, hundidos y acuosos, con indicios de sufrir pronto de cataratas. Su aliento apestaba de tal forma que los niños sentados en la primera fila siempre se quejaban de ello. La punta de su lengua era negra y la sacaba y la metía como una serpiente cuando les gritaba. Era la viva imagen de la tragedia humana, un personaje que sus alumnos no olvidarían durante el resto de sus vidas. Había algo que le carcomía por dentro, por eso se desahogaba con el primero que se cruzase en su camino. Su sarcasmo no sólo pretendía herir y humillar, sino provocar la mofa de los demás alumnos. Todos le odiaban, aunque se estudiaban de memoria todo lo que les mandaba, además de que tenían que repasarlo continuamente porque siempre cabía la posibilidad de que les preguntase una lección anterior y los castigase.

– ¿Estabas dormido o rezando a nuestro Señor? Ya que eres tan buen amigo suyo, a lo mejor le estabas pidiendo algo en especial.

Miró la cara de los demás alumnos y añadió con sarcasmo:

– Yo sí sé lo que estabas haciendo, Cadogan, con los ojos cerrados y la boca abierta como un subnormaclass="underline" le estabas pidiendo un favor al mismísimo Judas.

Miró de nuevo a su alrededor, con las cejas arqueadas, como si estuviera consternado, aunque no se le pasó por alto la mirada de alivio que tenían los demás al ver que, por esta vez, no la había tomado con ninguno de ellos. Aun así, en su interior, le invadía un sentimiento de vergüenza, ya que, después de humillar a sus alumnos, siempre se sentía asqueado consigo mismo por haberles acosado. Sin embargo, el trato mezquino que les otorgaba no impedía que continuase con sus mordaces ataques. Si acaso todo lo contrario, pues le hacía pensar que realmente se lo merecían. Empezó a hacer gestos como si fuese una niña, una niña cockney [5] y, por fin, consiguió que algunos dibujasen una sonrisa.

– San Judas, santo patrón de los desesperanzados, ¿te importaría ayudarme a encontrar mi sesera? -dijo, aún mofándose, disfrutando de sus frases ingeniosas y de la humillación a la que estaba sometiendo al chaval. Luego prosiguió:

– ¿Eso es lo que haces mientras trato de inculcar algo de educación en tu cabezota?

– No señor, digo, padre.

La voz de Jonjo temblaba de miedo, pero eso no le hacía sentirse avergonzado delante de sus compañeros, pues ellos habrían reaccionado de la misma manera. El padre Patrick era un hueso duro de roer. Era capaz de coger a un muchacho, levantarlo a la fuerza de su asiento y emprenderla a golpes y patadas con él por la sencilla razón de que lo había mirado de mala manera. Esa era una de sus expresiones predilectas, y los alumnos, siendo casi todos de origen irlandés, sabían perfectamente lo que eso significaba: que lo había mirado sin respeto, sin concederle la importancia que creía que se merecía. Aunque en realidad lo que significaba es que estaba harto de todo y necesitaba de alguien con quien desahogarse.

A los alumnos no les quedaba más remedio que aceptar sus castigos, ya que sus padres jamás considerarían más veraces suspalabras que las de un sacerdote. Al fin y al.cabo, era un sacerdote, un emisario de Cristo, alguien de quien no se atreverían a dudar. El hecho de que hubiese renunciado a tener familia y a practicar el acto sexual, y de que hubiese dedicado su vida entera a los demás era ya más que suficiente. ¿Quién no perdería de vez en cuando los estribos haciendo semejante promesa? Por eso los muchachos tenían que asumir sus castigos con una tranquilidad estoica, cosa que le irritaba aún más.

– Con que echando un sueñecillo. ¿Qué pasa? ¿Tus padres no te obligan a irte a la cama? ¿Te pasas la noche despierto para luego quedarte dormido en la clase?

Empujó al muchacho para que se levantara de su asiento y, al sentir su peso, se dio cuenta de que pronto sería demasiado mayor para recibir ese trato. Era un zoquete, al igual que lo había sido anteriormente su hermano, otro cabezota que también le había sacado de sus casillas en más de una ocasión. Eso lo llevó a emprenderla contra el muchacho con renovado vigor, pues probablemente fuera su última oportunidad de disfrutar de eso. Una vez que los muchachos se sentían capaces de mirarlo de frente, los dejaba tranquilos. Y Jonjo ya estaba muy crecido para su edad. Por fortuna, aún se sentía tan intimidado por sus hábitos que ni tan siquiera se planteaba replicarle.

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[5]Cockney. Habitante del Hast End de Londres.(N. del T.)