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Dejó a un lado el pincel y contempló con ojo crítico su trabajo mientras Behaim se acariciaba la barba.

– Y por eso -prosiguió D'Oggiono al cabo de un breve silencio-, tampoco me preocupan los dos ducados, aunque no tenga un documento vuestro que me los garantice.

Joachim Behaim le miró con ojos de asombro.

– ¿Qué ducados son ésos? -preguntó dejando de acariciarse la barba.

– Hablo de los dos ducados que anoche, cuando estábamos en el Cordero, apostasteis contra uno de los míos -explicó D'Oggiono-. Y no creáis que carezco por completo de medios y que soy incapaz de cumplir una apuesta. Tengo ahorrada una pequeña cantidad.

– En efecto, recuerdo algo de una apuesta y de un apretón de manos -murmuró Behaim pasándose la mano por la frente-. Pero que me lleve el diablo si sé de qué se trataba. ¡Un momento, dejadme pensar! ¿Se trataba de los turcos? ¿De que pudiesen llegar a Venecia el año que viene?

– Se trataba de Boccetta, de quien decíais que os debía dinero -le recordó D'Oggiono-. Se trataba de ese dinero. Os jactabais de ser capaz de hacer frente a cien como él y que conseguiríais el dinero. Y yo dije…

– ¡Pimientos! -exclamó Joachim Behaim regocijado dejando caer pesadamente la mano sobre su muslo-. ¿No decíais que mi pretensión valía diecisiete pimientos? Ya os enseñaré qué clase de pimientos. ¡Maldita sea! Claro, de eso se trataba. Sois un hombre honrado por habérmelo recordado. ¡Había olvidado por completo el asunto!

– Ya me había dado cuenta -reconoció el pintor con una sonrisa apurada-. Y aunque decía que no me preocupaba por vuestros dos ducados…

– Preocupaos más bien por el vuestro -le interrumpió Behaim-, pues prácticamente lo habéis perdido. Sólo tengo que averiguar dónde vive o se aloja ese Boccetta o dónde se le puede encontrar y luego ya le presentaré mis respetos. Y que vuestro ducado esté listo para viajar. Despedíos de él, dadle algún buen consejo para el camino, pues irá conmigo a Oriente.

– ¡Señor! -dijo D'Oggiono-. Eso lo dudo mucho y mis dudas están bien fundadas, aunque por desgracia, también debo confesar que mis ducados siempre han sido un poco errantes, nunca han querido quedarse conmigo mucho tiempo. Y en cuanto a Boccetta, no es un hombre difícil de encontrar. Sólo tenéis que ir hasta la puerta de Vercelli y luego seguir todo recto por la carretera hasta que veáis a mano izquierda varios montones de piedras que en otros tiempos fueron el muro de un huerto. Entonces atravesáis el huerto y allí puede ocurrir que os caigáis en el pozo que está completamente cubierto de cardos. Si evitáis ese peligro, llegaréis a una casa, o si preferís a una cuadra de muías, pues se encuentra en un estado lamentable, o sea que llegaréis a cuatro muros con un tejado, en resumen, preguntad por la casa del Pozo cuando hayáis dejado atrás la puerta de Vercelli.

– Pasada la puerta de Vercelli, pregunto por la casa del pozo -repitió Behaim-. Eso no es difícil de retener. ¿Y allí encontraré a Boccetta?

– Suponiendo que a vuestra llamada os abran la puerta -explicó D'Oggiono- y suponiendo que no halléis antes un fin ignominioso en el fondo del pozo, encontraréis a Boccetta en esa casa. Y ahora os diré el curso que seguirá esta historia. Cuando se entere de vuestro nombre y del motivo de vuestra visita, estará, justo ese día, agobiado de trabajo, dispuesto a salir a cenar en ese preciso instante, tendrá una cita ineludible por un asunto importante, estará cansado de los negocios del día, tendrá que emprender una peregrinación para obtener unas indulgencias, escribir y enviar cartas, se sentirá enfermo y necesitará tranquilidad… si no opta simplemente por daros con la puerta en las narices.

– ¡Por quién me tomáis! -exclamó Behaim indignado-. ¿Pensáis que no sabría responder a tales excusas? Cobrar forma parte de mi profesión como moler colores de la vuestra. ¿Para qué serviría yo, si no fuese capaz de hacerlo?

Tomó su abrigo, lo examinó y lo alisó cuidadosamente, Pasó la mano por el costoso forro de piel para quitarle algunas briznas de paja que se habían pegado, y luego cogió su barreta que había colocado D'Oggiono sobre la cabeza de un san Sebastián tallado en madera al llegar a casa la noche anterior, y se acercó a la ventana para ver qué tiempo hacía.

La ventana daba a un patio estrecho, cubierto de escasa hierba y rodeado de una valla; en el extremo alejado del patio había una cuadra. Y allí, para sorpresa suya, Behaim descubrió a Mancino que, provisto de cubo y cepillo estrillaba un caballo pío mientras un segundo caballo bayo, estaba al lado atado a un poste. Mancino, que trabajaba con ahínco, no levantó la vista, y Behaim tuvo de nuevo la sensación de que ya había visto muchos años antes esa cara sombría y arrugada. Pero no se detuvo demasiado en ese recuerdo fugaz, en seguida se puso a pensar en la muchacha que la noche anterior había dado lugar a una discusión entre él y Mancino; la imagen de la joven surgió ante él y la vio caminando sonriente y con los ojos bajos por la calle de San Jacobo y se perdió en sueños.

Si bajo ahora -se le pasó por la cabeza- y le doy a Mancino el pañuelo para que se lo entregue… ella sabrá sin duda quién lo ha encontrado. Y cuando vuelva a cruzarme con ella, se detendrá o se reirá al pasar, pues en Milán las muchachas se pueden permitir algunas libertades cuando tratan con los hombres, y yo diré… Sí, ¿qué le diré?

– ¡Mujer, qué tengo yo que ver contigo!

Behaim giró la cabeza y miró atónito a D'Oggiono que había pronunciado esas palabras en voz alta; parecía como si por obra de magia D'Oggiono hubiese leído la pregunta en su frente y la hubiese contestado siguiendo una intuición.

– ¿Cómo? ¿Cómo? -balbució con voz ronca-. ¿Qué queréis decir y de qué mujer habláis?

– ¡Señor! -contestó D'Oggiono sin interrumpir su trabajo-. Ésas son las palabras que dirigió nuestro Salvador a su santa madre en las bodas de Caná: «Mujer, ¿qué tengo yo que ver contigo?». Consultad el evangelio de san Juan, al principio del todo, capítulo segundo; y en el cuadro yo le doy al Salvador esa actitud y ese gesto, como si acabase de decirlo en ese instante.

– Así es y así está escrito en el Evangelio -dijo Behaim, muy aliviado-. ¿Y sabéis también, señor, que en el patio se encuentra uno de vuestros compañeros, el que anoche me amenazó con un puñal en el Cordero?

– ¿Quién os ha amenazado con un puñal? -preguntó D'Oggiono.

– Ese a quien llamáis Mancino; ignoro cómo se llama en realidad -le informó Behaim.

– Le creo muy capaz -declaró D'Oggiono-. Cuando monta en cólera arremete contra sus mejores amigos con cualquier arma que tenga a mano; es de un carácter muy irascible. Podéis verle todas las mañanas a estas horas en el patio, allí cepilla y hace dar vueltas a los dos caballos del dueño de la Campanilla, pues a los caballos sí que los sabe tratar Mancino, y de esa manera se gana su sopa matutina y algunos soldi que se gasta luego con mujeres en las casas públicas. Nosotros le llamamos Mancino, pues ni él mismo conoce su verdadero nombre y messere Leonardo dice que es un gran misterio que alguien pueda olvidar tan completamente su vida pasada por la lesión de la masa cerebral…

– Eso ya me lo explicó ayer largo y tendido el tabernero del Cordero -le interrumpió Behaim-. Y ahora ha llegado el momento de partir. Os doy las gracias, señor, por vuestras buenas obras, no las olvidaré, os deseo también que vuestro trabajo siga adelante con éxito y recordad lo que os he dicho, os será de provecho. Espero que volvamos a vernos en el Cordero o cuando venga a recoger mi ducado y hasta entonces, ¡que Dios os guarde, señor, que Dios os guarde!