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– El guía de nuestros destinos sabe que no eres nada de todo eso sino un poeta -dijo Leonardo rodeando la mano de Mancino con la suya-. ¿Pero dime, qué es lo que te llevó a enzarzarte con ese Boccetta?

– Nada sucede sin causa. Conócela y comprenderás lo sucedido… ¿no son ésas tus palabras, Leonardo mío? Yo te las he oído pronunciar a menudo -respondió Mancino-. ¿No está el mundo lleno de amargura y deslealtad? Resulta que vino una mujer suplicando y llorando y no sabía qué hacer en su desesperación, y si alguien pudiese morir de vergüenza y dolor, ella me habría precedido. Así que cogí el dinero de sus manos y, entrando por la ventana, fui a devolvérselo a Boccetta pero lo hice como un torpe y con tanto alboroto que debió de despertar y creer que había venido a robar. Y si andas detrás de la cabeza de Judas, Leonardo mío, conozco a uno que es como tú le ves. ¡No busques más! Creo que he encontrado al Judas. Sólo que éste no ha metido treinta monedas de plata en su bolsa, sino diecisiete ducados.

Cerró los ojos y respiró dificultosamente.

– Si le he comprendido bien -dijo el pintor D'Oggiono-, está hablando de ese alemán que reclamaba diecisiete ducados de Boccetta. Se apostó conmigo un ducado a que obtendría su dinero de Boccetta, por las malas o por las buenas, pues él no era de los que se dejaban estafar diecisiete ducados. Y hoy me hizo saber que había ganado su apuesta de la manera más honrosa, que tenía en el bolsillo los diecisiete ducados de Boccetta y que mañana, a primera hora, pasaría por mi casa a recoger el que yo había perdido. Así que debo recorrer hoy mismo tres o cuatro casas donde me deben dinero e intentar reunir un ducado, pues no tengo más que dos carlini en mi bolsa.

– Me gustaría ver a ese alemán a quien Mancino llama un Judas -dijo Leonardo-. Y que nos cuente cómo se las ha arreglado para obtener su dinero de Boccetta.

– ¡Tengo sed! -gimió Mancino.

– Podéis preguntárselo al propio Boccetta -dijo el organista que, acercando la jarra de vino a los labios de Mancino, señaló la puerta con su otra mano.

– ¡Por la cruz de Cristo! ¡Es él! -exclamó D'Oggiono.

En la habitación habían entrado dos alguaciles que llevaban preso a Boccetta, éste se hallaba entre ellos con su miserable abrigo y sus zapatos desgastados; tenía las manos atadas a la espalda, pero mostraba una actitud altanera como si fuese un gran señor que se deja acompañar y servir en sus salidas por dos de sus hombres.

– Ya estáis aquí, señor, hemos satisfecho vuestro deseo -dijo uno de los alguaciles-. Pero ahora daos prisa en soltar vuestro discursito, sed breve y no nos hagáis perder el tiempo.

Boccetta reconoció a messere Leonardo y le saludó como saluda un gentilhombre a otro. Luego vio a Mancino y, seguido de cerca por los alguaciles, se acercó a su lecho de paja.

– ¿Me reconocéis? -le preguntó-. He venido por la gloria de vuestra alma, no me ha importado el camino ni el esfuerzo, por caridad cristiana, por devolveros al camino de la rectitud. Habéis de saber que cuando huíais esparcisteis los ducados robados por el suelo como si fuesen lentejas o judías; tuve que arrastrarme por todos los rincones para recogerlos. Pero me faltan diecisiete ducados, pese a mis búsquedas no pude encontrarlos, han desaparecido, y lo malo es que no me pertenecen a mí sino a un piadoso servidor de la Iglesia, a un honorable sacerdote que los dejó a mi custodia, es por lo tanto un dinero santo y consagrado. Indicadme el lugar donde los habéis enterrado o escondido, os lo pido por la salud de vuestra alma.

– ¡La manta! -pidió Mancino, tiritando de fiebre, a D'Oggiono. Y después, cuando hubieron extendido la manta sobre su cuerpo, respondió a Boccetta-. Buscadlos -dijo-, buscadlos afanosamente. No os dejéis desalentar, gatead de un lado a otro, esforzaos, deslomaos hasta encontrarlos. Pues ya sabéis que quien tiene el dinero, tiene el honor.

– ¿No me lo quieres decir? -gritó Boccetta lívido de rabia tratando en vano de soltar sus manos-. Ve pues al infierno y que mil demonios se diviertan allí contigo, ojalá te pudiese yo…

– ¡Libradle de esa plaga, por Dios! -gritó D'Oggiono a los dos alguaciles-. ¿Para qué habéis traído aquí a ese andrajoso, tendría que estar en manos del verdugo!

– Durante todo el camino -dijo uno de los alguaciles-, no ha dejado de darnos la tabarra insistiendo en que le trajésemos aquí para que este pobre hombre pudiese obtener su perdón.

– ¿Cómo me habéis llamado, joven? -se dirigió Boccetta a D'Oggiono-. ¿Andrajoso? ¿Y que debería estar en manos del verdugo? ¿Eso habéis dicho? Pues me da igual, soy un hombre al que no impresionan los insultos, pero a vos os costará un buen dinero, joven, pues tendréis que pagar por ello cuando vuelva a estar libre y sea dueño de mis actos. ¡Messere Leonardo, vos lo habéis oído y me serviréis de testigo!

– Lleváosle -ordenó Leonardo a los alguaciles-, pues la justicia que él ofende y escarnece a diario, por fin le ha sentado la mano.

– Notre Seigneur se taist tout quoy, se oyó murmurar a Mancino, y ésas fueron sus últimas palabras en este mundo. Ya no contestó a ninguna pregunta. Sólo se percibió su leve gemido y luego su estertor, que duró hasta que murió cuando empezaba a anochecer.

13

Mientras se esperaba a Joachim Behaim en la habitación de D'Oggiono, Leonardo examinaba el arca de madera cuyos lados estaban adornados con la representación de las bodas de Cana y se mostró satisfecho de esa obra que el joven artista había terminado el día anterior.

– Veo -dijo- que en este trabajo penoso y agotador también has tenido presente lo que es guía y gobierno de toda pintura: la perspectiva. El dibujo también es bueno y acertada tu manera de aplicar los colores. Es igualmente digno de elogio que hayas concebido las figuras de tal modo que de su actitud se pueda fácilmente deducir su estado de ánimo. Aquí este mercenario quiere beber y nada más, sólo ha venido a la boda a llenarse de vino. Y este padre de la novia es un hombre honrado, cualquiera puede ver que de su boca sólo saldrán palabras sinceras y que cumplirá lo que ha prometido al novio. Y en cuanto al maestro del banquete, se ve en su cara cuánto le importa que todos los invitados estén bien atendidos.

– ¿Y ese Cristo? -preguntó D'Oggiono que no se cansaba de oír elogios.

– Le has dado rasgos nobles, y la Virgen también posee mucha gracia y dulzura. Pero ese camino que asciende por la colina con esos chopos que no son capaces de dar sombra, no termina de gustarme. Si te sientes inseguro en la representación del paisaje, consulta a la naturaleza y la viveza de la vida.

– ¡Qué desastre! -exclamó D'Oggiono-. Lo sé, y me avergüenzo de haber malogrado por completo esas miserables bodas. He hecho una chapuza y de buena gana convertiría el arca en astillas y alimentaría con ellas mi fogón si no fuese Aporque el hombre ya viene a recogerla mañana.

– Te ha salido perfectamente. Es un trabajo magistral -le tranquilizó Leonardo-. Y sobre tu manera de manejar la luz y la sombra sólo se pueden decir cosas positivas.

Mientras tanto, el escultor Simoni contaba por tercera vez a su amigo, el organista Martegli, el giro tan sorprendente que habían tomado para él los acontecimientos el día anterior.

– Hice una escapada, como suelo hacer varias veces al día, desde mi taller a la iglesia de San Eusorgio y entonces la vi de rodillas, como una desesperada, delante de ese Cristo, que es un trabajo bastante mediocre, el chico que me sostiene el escoplo lo haría mejor. Dios sabe cuánto tiempo llevaba arrodillada allí, sollozando, el rostro afligido, las mejillas inundadas de lágrimas, y al verla así encontré, ni yo mismo sé cómo, el valor de hablarle. No me creerás, pero la llevé a casa, le dije que tenía un padre anciano que estaba enfermo en cama, necesitado de cuidados, y que ella haría una obra cristiana ocupándose de él por la noche, y ella me miró, no sé si me había reconocido, yo la he saludado a menudo, en resumen, podrás creerlo o no, se fue conmigo, parecía que le daba igual lo que pudiese suceder con ella, y por la noche la oí llorar, pero esta mañana cuando traje la leche y el pan para ella y mi padre, me dedicó una sonrisa. Quizás, después de lo que le ha tocado vivir, cuando pase el tiempo y se acostumbre a mí…, ¡Tommaso! Si pudiese retenerla a mi lado, si se quedase… me consideraría el hombre más feliz de la cristiandad. Sí, mírame, no tengo aspecto de galán con mis piernas cortas y mi corpulencia, mi calva y las manos llenas de callos de trabajar con el escoplo y la gubia. Quizás abrigo esperanzas y proyectos vanos, y sin duda tienes toda la razón, Tommaso, en colocarme entre los que intentan convertir el cobre en oro. Pues ese extranjero sigue acaparando sus pensamientos.