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– Me acuerdo de él -dijo el organista-. Y comprendo que tuviese que amarle. Es joven y apuesto, tiene rasgos orgullosos…

La puerta se abrió y el hombre de quien hablaban, Joachim Behaim, entró saludando en la habitación. Iba vestido de viaje, llevaba botas de montar y tenía el aspecto de alguien que está dispuesto a subir sobre un caballo para abandonar la ciudad.

Al ver a Leonardo se dirigió hacia él y le presentó sus respetos.

– Hacía tiempo que deseaba conoceros y disfrutar de vuestra compañía -dijo respetuosamente-. Me crucé no hace mucho con vos; fue en el viejo patio del castillo ducal el día en que vendí a su alteza dos caballos, un bereber y un siciliano. Quizás os acordáis de mí, señor.

– Sí, os recuerdo perfectamente -dijo Leonardo aunque sólo tenía ante sus ojos la imagen del bereber.

– Y desde entonces -continuó Behaim-, he oído citar vuestro nombre a menudo y con mucho elogio, y también he sabido cosas de vos que se salen de lo corriente.

Se inclinó de nuevo y luego saludó a D'Oggiono y a los otros dos.

– También yo -dijo Leonardo- estaba deseoso de veros sobre todo porque he de pediros un favor.

– Para mí sería una dicha poderos servir en algo -dijo Behaim con gran cortesía-, sólo tenéis que comunicarme vuestro deseo.

– Sois muy amable -dijo Leonardo-. Lo que os pido es que nos contéis cómo habéis conseguido recuperar vuestro dinero, los diecisiete ducados, de ese Boccetta a quien todo Milán conoce como ladrón y estafador.

– Con lo cual he perdido vilmente mi apuesta y me toca pagar por mucho que me duela -apuntó D'Oggiono.

– Siempre es mejor acudir a la fuente que al vaso de agua -declaró el escultor.

– Es un asunto de poca importancia, apenas digno de ser comentado -opinó Behaim y, atrayendo hacia sí una silla se sentó como los demás-, y yo ya le había advertido el primer día a ese Boccetta que yo no era de los que se dejan quitar el dinero y que, hasta ahora, quien ha intentado jugármela lo ha lamentado siempre, porque al final ha salido perdiendo.

– Estamos deseosos de escuchar vuestra historia -dijo Leonardo.

– Para ser breve, comenzaré diciendo -contó Behaim- que aquí en Milán encontré a una muchacha que me gustó sobremanera. No es que quiera alabarme, pero tengo la costumbre y el don de conseguir sin mucho esfuerzo lo que deseo de las mujeres, y al poco tiempo la hice mía. Yo creía, señores, haber encontrado en ella a la mujer que había buscado toda mi vida. Era bella, llena de encanto y esbelta, la reconocía de lejos por su orgulloso y gracioso caminar y además, era obediente y modesta, no le gustaba la ostentación, me amaba devotamente y no tenía miradas para otros hombres.

Interrumpió su relato y se quedó mirando ante sí pensativo; luego se pasó la mano por la frente con gesto decidido como queriendo apartar de su mente la imagen que habían evocado sus palabras. Y luego prosiguió:

– Ella era la mujer que yo buscaba y, aquí en Milán, la había encontrado. Pero una noche, hace sólo unos días, fui a la taberna del Cordero a beber un poco de vino y hablar con uno de los clientes asiduos y allí averigüé -señaló a D'Oggiono y al escultor-, de esos dos averigüé, que aquella a quien amaba era la hija de Boccetta.

Se levantó bruscamente y, empezó a caminar por la habitación con gran excitación. Luego se dejó caer en su silla y siguió hablando:

– Precisamente ese Boccetta tenía que ser su padre entre todos los miles de hombres que hay en Milán. ¡Que me haya ocurrido eso a mí! Ya veis, caballeros, cómo maltrata a veces el destino a un hombre honrado.

– Quizás Judas Iscariote también se consideraba un hombre honrado -susurró el escultor al organista.

– No puedo describiros, caballeros, -prosiguió Behaim- los pensamientos que me asaltaron. Me avergüenza decirlo, pero aún seguía amándola y, al darme cuenta de ello quedé completamente consternado. Mi dolor era salvaje, impetuoso, inaguantable, no me dejaba comer ni dormir, y por fin decidí dominarme y no dejarle espacio dentro de mí.

– ¿Y eso os resultó sencillo? -preguntó el escultor.

Durante unos instantes, Behaim guardó silencio.

– No, no fue sencillo -contestó-. Tuve que hacer un gran esfuerzo para vencer la fascinación que ella seguía ejerciendo sobre mí. Pero recuperé mi juicio y me convencí de que yo no debía vivir con ella. Pues vivir con ella no significa sólo compartir la cama por la noche y, como suele decirse, dejar que el campanario encuentre su iglesia, no, significa comer y beber con ella, ir con ella a la iglesia, dormir y velar con ella, confiarle mis preocupaciones y compartir todas las alegrías con ella…, ¡con ella, la hija de Boccetta! Y aunque hubiese llevado dentro el paraíso… no podía convertirse en mi esposa, ni seguir siendo mi amada. La había amado demasiado y eso no lo permitía mi orgullo ni mi honor.

– Sí -dijo Leonardo pensando en otro-. Eso no lo permitía su orgullo ni su honor.

– No sé quién me asistió en este asunto -prosiguió Behaim-, quién me condujo al buen camino, tal vez mi ángel bueno, o Dios mismo o nuestra amada madre. Pero cuando hube superado ese amor, todo fue sencillo.

Permaneció callado un rato, reflexionando. Luego continuó su relato:

– Ella vino a mi habitación, como venía todos los días, pensando en nuestros juegos amorosos, pero yo fingí estar abrumado por graves preocupaciones. Le dije que estaba falto de recursos, que necesitaba cuarenta ducados y no sabía de dónde sacarlos y que el problema era grave. Ella se asustó un poco y caviló un instante, después dijo que no me preocupase por el dinero, ella podía proporcionármelo, ella conocía una solución, y entonces la tomé por la palabra. Quiero que me comprendáis, caballeros, yo no necesitaba el dinero, tengo en los almacenes de Venecia telas de seda y de lana por valor de ochocientos cequíes que puedo vender con beneficio en cualquier momento.

– Yo creía -comentó Leonardo- que vivíais de comerciar con caballos.

– Se puede ganar dinero con cualquier mercancía -le explicó Behaim-, hoy con caballos, mañana con clavos de herradura, con sémola igual que con perlas o especias de la India. Yo comercio con todo lo que da dinero, unas veces con ungüentos, lociones y arrebol de Levante, otras con alfombras de Alejandría, y si acaso sabéis dónde se puede comprar lino a buen precio, decídmelo pues este año se espera una mala cosecha.

– Has oído, comercia con todo -susurró el escultor al organista-, especularía incluso con la sangre de Cristo si la tuviese.

– Pero volviendo al asunto que deseáis oír -retomó Behaim la palabra-, al día siguiente volvió y trajo el dinero y lo contó delante de mí, cuarenta ducados; creía que me había prestado un gran servicio y estaba muy contenta. No os referiré detalladamente lo que ocurrió después, lo que yo le reproché y lo que ella dijo, pues mi relato os cansaría. En resumen, me confesó que le había sustraído el dinero a su padre por la noche, cuando dormía, y yo le dije que eso era infame y despreciable y que me disgustaba en sumo grado, que iba en contra del espíritu cristiano y el amor filial y que ahora que me había mostrado su verdadera naturaleza, ya no podía ser mía, que se fuese, que no la quería volver a ver. Al principio pensó que era una broma y, echándose a reír, dijo: «¡Qué cosas tengo que oír de un hombre que dice que me ama!». Pero luego cuando comprendió que hablaba en serio, me suplicó, se lamentó, lloró y se comportó como una desesperada, pero yo estaba decidido a no escucharla y no hice caso de sus lamentaciones. Del dinero desconté los diecisiete ducados que me correspondían y le entregué un recibo por esa cantidad, como debe ser, y también le di la suma restante para que se la devolviese a su padre, y así se desarrolló todo siguiendo los principios de la ley, pues yo sólo deseo tener y conservar lo que es mío y no me interesa lo que pertenece a otro. Finalmente, le di la mano para despedirme y le rogué que se fuese y no volviese más, y ella se puso furiosa, sí, se atrevió, tuvo la osadía de llamarme mala persona. Pero yo pensaba en las palabras que vos -y volviéndose hacia D'Oggiono señaló el arca con la representación de las bodas de Caná- dejáis pronunciar al salvador en esa boda: «¡Mujer qué tengo yo que ver contigo!» y le mostré la puerta.