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– ¿Has visto? Judas ha contemplado al Judas.

– ¡Viene aquí a mostrarse a las miradas! ¡En lugar de esconderse en el bosque más espeso, en un desierto, en una cueva o en cualquier otro lugar abandonado por el hombre!

– ¡Este lugar le ha atraído, como la encina atrae al puerco!

– ¿Me pregunto si es cristiano y va a misa?

– ¿Para qué va a ir a misa? Dios no deja crecer ninguna semilla en semejante campo.

Mientras tanto, Joachim Behaim se dirigía a su posada Meno de pensamientos furiosos, pues estaba decidido a no permanecer un instante más en Milán. En voz alta desahogaba así su ira impotente:

– ¡Qué infamia! ¿Cabe imaginar una burla peor? Y eso que es un hombre viejo que no sirve más que para ser enterrado. ¡De modo que me retrató con esa intención! ¡Me está bien empleado por tratar con esos pintores y esa chusma! Por mi alma que deberían dar un escarmiento a ese Leonardo, cuánto mal podrá hacer todavía, si persiste en sus vilezas. ¿Un pintor? Ése tiene de pintor lo que un ciruelo de viña. Por la cruz de Dios, ese Leonardo no debe tener mucho cerebro debajo de su gorra si no supo inventar otro Judas que no fuera yo. Se merece que le muelan a palos. ¡No, que le muelan a palos no… a un ser así deberían enviarle a galeras, encadenado!

Había llegado a la plaza de la catedral cuando vino a su encuentro el escultor Simoni con un niño pequeño a su izquierda y Niccola a su derecha. Pero Joachim Behaim, todavía lleno de cólera, los puños cerrados, la cabeza inclinada, pasó junto a los tres jurando en lengua bohemia sin dirigirles una mirada.

El escultor se detuvo y soltó la mano del niño.

– Era él -dijo sintiendo cómo le palpitaba el corazón y le brotaba un sudor frío-. ¿Le has visto?

– Sí -respondió Niccola-. Le he visto.

– Y tú… ¿todavía le amas? -balbució el escultor.

– ¡Cómo puedes hacer una pregunta tan tonta! -dijo Niccola colocándole el brazo alrededor de los hombros-. Créeme, nunca le habría amado si hubiese sabido que lleva el rostro de Judas.

UN COMENTARIO FINAL DEL AUTOR

Algunos lectores de este libro se habrán percatado quizás de que los versos que dejo pronunciar a Mancino se parecen mucho a los poemas del gran poeta francés François Villon que nació en París en 1431, estudió bellas artes entre 1448 y 1452 en la Universidad de París, escribió numerosos poemas notables y también una novela en verso que se desarrolla en el barrio universitario parisino -desgraciadamente esta novela no ha llegado hasta nosotros- y hacia 1464 desapareció misteriosamente del campo visual de sus contemporáneos de manera que nadie puede decir dónde vivió después de 1464 ni cuándo murió.

Reconozco que los versos que pongo en boca de Mancino muestran una acusada semejanza de forma y fondo con los poemas de François Villon, no obstante no se me debe hacer el reproche de haber cometido un plagio. Pues me he tomado la libertad -que tal vez es una gran imprudencia- no sólo de sugerir, sino de mostrar claramente en este libro, que Mancino no es otro que aquel Frangois Villon, estudiante, poeta, vagante y miembro de una banda de ladrones que, desaparecido en Francia, reaparece en el Milán de final de siglo, donde vive entre los artistas que habitan el círculo mágico de la catedral -escultores, fundidores de bronce y maestros canteros- y después encuentra un final, sin gloria ciertamente, pero, en mi opinión bastante caballeresco. Si, por lo tanto, él es François Villon, tiene todo el derecho de hacer pasar por suyos los versos de François Villon. Quizás algún que otro lector se niegue a seguirme por este camino y no esté dispuesto a dejarse convencer de que Mancino y el poeta francés desaparecido son la misma persona. Yo, evidentemente, no se lo puedo prohibir. En tal caso Mancino, que se llama a sí mismo borracho, jugador, buscavidas, pendenciero y putero, será tachado además de plagiario, eso ya no importa. Pero cualquiera que sea la opción del lector, ya tenga a Mancino por François Villon o por un descarado usurpador, los versos del epitafio que se dedicó a sí mismo y nos legó el vagante y poeta francés, pueden atribuirse por su contenido también a Mancino. Traducidos muy libremente dicen así:

No tenía vaso ni jarra, no tenía nada, el pobre diablo. ¡Dale Tu paz a este hombre! ¡Dale, Señor, la luz eternal

EPÍLOGO

1

El contenido de estos libros se compone,

por así decirlo, de puro contenido.

ALFRED POLGAR

sobre las novelas de Leo Perutz

El comerciante de caballos Joachim Behaim, hijo de un mercader de la ciudad bohemia de Melnik, «un hombre de extraordinaria belleza, de unos cuarenta años», y personaje central de la novela El Judas de Leonardo, fue «uno de los hombres más rectos y, al mismo tiempo, más terribles de su tiempo». Su memoria «habría sido bendecida por el mundo si no se hubiese excedido en la misma virtud» que su antepasado literario Michael Kohlhaas. El sentido de la justicia de Behaim semeja una «balanza de oro» y así, tras vender dos caballos de pura sangre al duque Ludovico Sforza, se queda en Milán no sólo por amor, sino para cobrar del usurero Boccetta una vieja deuda. Éste rechaza con sarcasmo la reclamación, cuya legitimidad es «incuestionable», y Behaim busca la manera de «obtener satisfacción por la ofensa sufrida». A diferencia de Kohlhaas, comprende rápidamente que fio tiene sentido «apelar a la justicia pública» y de ese modo no se convierte en un «bandido y asesino» arcaico, sino en un bellaco moderno. Para obtener su dinero, Behaim traiciona el amor que siente por Niccola, hija de Boccetta, y valiéndose de un pérfido engaño, la utiliza como instrumento para cobrar su deuda. Para despedirse extiende, «como debe ser», un recibo por diecisiete ducados a su antigua amada.

La lucha entre Boccetta y Behaim no es la lucha a vida o muerte entre la burguesía mercantil y la nobleza -como la que estalla entre Kohlhaas y el señor feudal Von Tronka-, sino una lucha entre personajes de la tradición literaria. La figura de Boccetta, fácilmente identificable, personifica originalmente la mentalidad económica aferrada a las monedas característica del avaro y usurero cuyo lema es: «Quien conserva el dinero, tiene el honor». Behaim, en cambio, es el tipo del comerciante capitalista moderno que adopta la divisa: «Se puede ganar dinero con cualquier mercancía». El mercader Behaim está tan acostumbrado a medir las cosas de la vida por su valor de mercado, que recomienda al perplejo discípulo de Leonardo, D'Oggiono, que a la hora de vender sus bien pintadas figuras de Cristo, del publicano o de los apóstoles pida por ellas precios fijos; Behaim ni siquiera ve a las criaturas femeninas como individuos, sino que les asigna el nombre genérico de «Anitas». Hasta que se produce su encuentro con Niccola.

Desde ese encuentro El Judas de Leonardo no es sólo una novela sobre el dinero, sino también sobre el amor.

Niccola, la hija de Boccetta, ama a Behaim tan sinceramente que por ese amor no sólo sacrifica su pureza, sino también la lealtad que debe a su padre. Behaim, que en la novela afirma repetidamente «yo me conozco», se enamora locamente de Niccola y confiesa: «No me reconozco, no, ya no soy el mismo». Sin embargo, finalmente sigue siendo el que era, pues tras tomar la decisión de «contraer matrimonio» con Niccola, traiciona su amor por la deuda de diecisiete ducados. Como hace saber a Leonardo hacia el final de la novela, cuando descubre que Niccola es la hija de su deudor Boccetta, «ella ya no podía convertirse en mi esposa, ni seguir siendo mi amada. La había amado demasiado y eso no lo permitía mi orgullo ni mi honor». Al principio de la novela, el muchacho Giamino definía con las mismas palabras el pecado de Judas ante el maestro Leonardo, y después de que el moribundo Mancino llama la atención de Leonardo sobre el «Judas» Behaim, el maestro puede terminar su Cena.