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– ¿Pero no decíais hace poco -objetó el consejero de Estado Di Treio en tono humilde y respetuoso- que habíais encontrado al hombre más malvado de Milán en la persona de un florentino de familia antigua, un hombre rico que tiene a su hija hilando hasta altas horas de la noche y le escatima la comida? El otro día la encontré en el mercado donde, para procurarse dinero, trataba de vender uno de sus pocos vestidos.

– Con ese hombre que bajo el nombre de Bernardo Boccetta se dedica aquí a la práctica de la usura me he equivocado -explicó messere Leonardo con un cierto pesar en la voz-. Él no es más que un miserable avaro. En su casa corre con un palo detrás de los ratones para no tener que mantener a un gato. Él se habría embolsado las treinta monedas de plata y no habría delatado a Cristo. No, el pecado de Judas no era la avaricia, no besó al Señor por codicia en el jardín de Getsemaní.

– Lo hizo -opinó Bellincioli- por la envidia y la maldad de su corazón que sobrepasaban ambas la medida humana.

– No -le replicó messere Leonardo-. Pues el Salvador le habría perdonado la envidia y la maldad; ambas son innatas en el hombre. ¿Ha existido jamás un ser superior que no haya conocido la envidia y la maldad de los inferiores? Y así es como quiero representar al Redentor en esa Cena: ardiendo en deseos de expiar, a través del sacrificio en la cruz, todos los pecados del mundo, la envidia y la maldad inclusive. Sin embargo, no perdonó el pecado de Judas.

– ¿Quizás porque Judas conocía el bien y siguió el mal? -sugirió el Moro.

– No -dijo messere Leonardo-. ¡Pues quién puede vivir en el mundo y servir a la obra de Dios sin cometer a veces traición y hacer el mal!

En ese instante, y antes de que el duque hallase una respuesta a esas palabras audaces, apareció el caballerizo mayor en la puerta, y por la expresión de su cara se podía ver que había llegado con el tratante alemán a un acuerdo sobre el precio del beréber y el siciliano. El duque dio inmediatamente orden de que volviesen a mostrarle los dos caballos que en adelante se convertían en su propiedad y todos los cortesanos le acompañaron al patio.

Así ocurrió que messere Leonardo se encontró de pronto solo en la gran sala de los Dioses y Gigantes, con el prior dormido en su sillón y el criado que seguía atizando el fuego de la chimenea. Y como si hubiese esperado ese instante, extrajo de debajo del cinturón su cuadernito y, rememorando la actitud y la expresión del prior cuando le regañaba, escribió, empezando por la derecha y terminando por la izquierda, sobre una hoja sólo parcialmente cubierta con bocetos, las siguientes frases:

Pedro, el apóstol, que está enfurecido: déjale alzar el brazo de manera que los dedos arqueados estén a la altura del hombro. Haz sus cejas bajas y fruncidas, los dientes apretados y las dos comisuras de la boca formando un arco a los lados. Así estará bien. Le llenaré el cuello de arrugas.

Hizo desaparecer el cuadernito debajo del cinturón y, afl alzar los ojos, cayó su mirada sobre el servidor, un muchacho de no más de diecisiete años, que se encontraba con un leño en la mano junto al fuego de la chimenea mirándole fijamente con una expresión de expectación, exaltación e indecisión. Leonardo le indicó con una seña que se acercase.

– Parece -dijo- como si tuvieses que decirme algo y fueses a asfixiarte si no te dejase hablar.

El muchacho asintió y respiró profundamente.

– Ya sé -comenzó- que no me corresponde hablar en este lugar. Tampoco tuve hasta ahora ocasión de prestaros el más mínimo servicio, pero como hace un instante se mencionó a ese Boccetta…

– ¿Cómo te llamas, muchacho? -le interrumpió messere Leonardo.

– Me llamo Girolamo, aquí en la casa me llaman Giomino, soy el hijo del bordador en oro Ceppo, al que vos conocíais. Mi padre tenía su taller en el mercado de pescado junto a la barbería que todavía se encuentra allí, y yo os he visto dos o tres veces en su casa.

– ¿Tu padre ya no vive? -preguntó messere Leonardo.

– No -dijo el chico mirando el leño que sostenía en la mano, y al cabo de un rato añadió-: Se quitó la vida, Dios se apiadará de él. Estaba enfermo y siempre le perseguía la desgracia y al final, ese Boccetta de quien hablabais antes, le arrebató lo poco que le quedaba. Vos decíais que ese Boccetta no era más que un avaro, pero creedme, también es un estafador y además sin ningún escrúpulo; yo podría contar muchas cosas de él, tantas que mientras tanto se apagaría ese fuego que arde ahí, ¿pero un Judas…? No, no es un Judas, pues cómo podría ser un Judas, si no existe en todo el mundo una sola persona a la que él ame.

– ¿Tú conoces el secreto y el pecado de Judas? ¿Sabes por qué traicionó a Cristo? -preguntó messere Leonardo.

– Le traicionó cuando comprendió que le amaba -res-] pondió el muchacho-. Vio que tendría que amarle demasiado y eso no se lo permitía su orgullo.

– Sí. Ese orgullo, que le llevó a traicionar su propiol amor, ése fue el pecado de Judas -dijo messere Leonardo.

Miró atentamente el rostro del muchacho como buscando en sus rasgos algo que mereciese la pena retener. Luego tomó de sus manos el leño que sostenía y lo contempló.

– Es madera de aliso -constató-, una madera bastante buena, pero produce un fuego poco intenso. Con la madera de pino sucede lo mismo. Habría que alimentar el círculo de las llamas con troncos de encina, ésos dan eti calor adecuado.

– ¿Os referís al fuego del infierno? -preguntó consternado el muchacho que seguía pensando en Judas, y no id habría sorprendido en absoluto escuchar que messerd Leonardo, que entendía de todas las artes y disciplinas y que incluso había ideado para la cocina ducal un asador que giraba solo, se hubiese propuesto ahora mejorar las instalaciones del infierno.

– No, me refiero a los hornos de fusión que he construido -dijo Leonardo haciendo ademán de marcharse.

Abajo en el viejo patio estaba todavía el tratante alemán. Sostenía una bolsa de cuero en la mano pues le habían pagado una parte del dinero en letras de cambio y ochenta ducados en efectivo. Era un hombre de extraordinaria belleza, de unos cuarenta años, alto, con ojos de mirada vivaz y una barba oscura que llevaba recortada a la manera levantina. Estaba de buen humor y satisfecho con el mundo que había creado Dios, porque había obtenido por los dos caballos el precio que esperaba.

Cuando vio a un hombre de aspecto respetable, incluso atemorizante, cruzar el patio y dirigirse hacia él, pensó primero que era alguien enviado por el duque y que quizás había surgido algún problema con los caballos. Pero pronto se dio cuenta de que ese hombre caminaba sumido en sus pensamientos y no perseguía un objetivo concreto. Así pues, se hizo a un lado para dejarle pasar mientras trataba de introducir apresuradamente la bolsa del dinero en el bolsillo de su abrigo, al tiempo que echaba la cabeza ligeramente hacia atrás con la expresión asombrada e interrogante de un hombre dispuesto a aceptar explicaciones y eventualmente a entablar una conversación.

Pero messere Leonardo, que estaba con sus pensamientos en el Judas de su Cena, no tuvo ni una mirada para él.

2

El tratante que había tenido en el patio del castillo ducal un encuentro tan fugaz con messere Leonardo, el Florentino, se llamaba Joachim Behaim. Había nacido en Bohemia y vivía allí, pero prefería hacerse pasar por alemán porque eso le daba más prestigio y autoridad en los países que recorría. A Milán había llegado desde Levante para vender sus dos caballos -caballos de especial belleza y de tan noble raza que, en su opinión, el lugar que les correspondía sólo podían ser las caballerizas de un duque, y si no hubiese llegado a un acuerdo con el caballerizo mayor del Moro habría tenido que probar suerte en la corte de Mantua, de Ferrara o de Urbino-. Y ahora que se había librado de la preocupación que suponían los dos caballos, cuyo sustento y mantenimiento le habían costado cada día un buen dinero, y ahora que tenía en sus manos la suma de la venta, habría podido regresar a Venecia donde le reclamaban sus negocios. Pues él comerciaba con todo lo que le era ofrecido a precios ventajosos en los países de Levante. Así tenía en los almacenes de Venecia telas de seda chipriota y mantas de la más fina lana por valor de ochocientos cequíes, y la subida y la bajada del precio de estos y otros productos de Levante requerían toda su atención si no quería salir perjudicado por dejar pasar el momento oportuno para lanzar su mercancía al mercado. Sin embargo, no podía decidirse a partir de Milán. No es que le atrajese demasiado la vida de esa ciudad, aunque es cierto que en aquel entonces ésta había reunido en sus casas y palacios a las mentes más refinadas y cultas de Italia, y todos en Milán, desde el zapatero hasta el duque, escribían con pasión, comentaban, discutían, medían versos, pintaban, cantaban, tocaban el violín o la lira, y quien no dominaba ninguna de esas artes interpretaba al menos a su Dante. Para él, Joachim Behaim, esa ciudad de fama mundial no valía más que otra, pues él se sentía a gusto donde podía comprar o vender con ventaja, y por la noche, en amena compañía, beber sus dos medidas de buen vino de Chipre o de hippocras sin ser engañado. Y se quedó en Milán porque unos días antes se había cruzado con una muchacha que con su aspecto, su manera de andar, su porte, una mirada que le había dirigido y una sonrisa que le había regalado, le había quitado la tranquilidad y le había cautivado tanto que tenía que pensar en ella día y noche. Y como suele ocurrir con los enamorados, estaba convencido de que nunca volvería a ver a una muchacha tan bella y encantadora, aunque recorriese el mundo entero en busca de ella.