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El lector que esperaba del «Comentario final del autor» alguna aclaración sobre la novela o las intenciones del autor se ve defraudado -pero es compensado con creces por una pieza de enredo magistralmente escenificada donde aparecen el autor, el personaje histórico y el personaje de la novela. Lo único que parece serio en este juego es el amor que siente el autor por su personaje novelesco Mancino-Villon.

3

Perutz trata la historia y la ficción con libertad y soberanía según sus propósitos; en cambio, el orden narrativo de su novela está construido hasta el mínimo detalle. Las premoniciones de los personajes de la novela, que por un lado caracterizan a los propios personajes y por otro, establecen nexos entre acontecimientos muy distantes del proceso narrativo, desempeñan para Perutz un papel especial a la hora de crear una riqueza de relaciones en el desarrollo narrativo. Pocos narradores alemanes de este siglo han hecho de este recurso narrativo un uso tan rico y diferenciado.

Ya al principio de la novela, Perutz se sirve de una forma bastante convencional de premonición del final cuando describe las visiones angustiosas del Ludovico Sforza: «La soledad, aunque sólo durase algunos minutos, le inquietaba y agobiaba; se sentía entonces como si ya hubiese sido abandonado por todos, y un presentimiento sombrío hacía que el más amplio recinto se le estrechase hasta convertirse en un calabozo». En el último capitulo de la novela, el lector averigua que el duque ha perdido en efecto «su ducado, sus bienes, a sus amigos y finalmente también su libertad» y que «pasaba sus últimos años en una prisión situada en lo alto de una roca en la ciudad de Loches».

Una forma de la premonición referida al pasado es empleada por Perutz en el primer encuentro entre Behaim y Mancino. Behaim tiene la impresión «de haberse cruzado ya con ese hombre […] alguna vez en uno de sus viajes»; cuando Mancino se acerca a él con una «expresión fría y distante» piensa Behaim de pronto: «Altivo como uno que es conducido a la horca […], y al instante se dio cuenta de lo disparatada que era esa ocurrencia, pues nadie caminaba altivo hacia la horca, más bien digno de lástima, desesperado, reclamando compasión o quizás también indiferente, si se había resignado con su destino». Este «recuerdo vago» sólo se convierte mucho más tarde en una imagen precisa cuando, conversando con Mancino, Behaim recuerda un episodio ocurrido años atrás en el sur de Francia: «entonces vi subir por la carretera un cortejo, dos alabarderos a la derecha y dos a la izquierda, que conducían a la horca a un hombre que caminaba entre ellos y ese hombre erais vos. Pero no teníais aspecto de delincuente, caminabais orgulloso, con la cabeza alta como si estuvieseis invitado a un banquete ducal». Sólo el segundo recuerdo «fructífero» convierte el primer recuerdo «censurado» en una premonición y esa premonición se refiere al pasado de Mancino en el que Behaim quiere poner un orden que para Mancino es inaccesible y carente de importancia.

La premonición más clara y enfática de la novela la tiene el propio Mancino en el cuarto capítulo cuando predice a Behaim que volverá a ver a su «Anita»: «Y recordad lo que os digo: temo que las cosas tendrán un final desastroso para la muchacha. En ese caso también lo tendrá para vos, os lo advierto. Y quizás también para mí».

Esta triple profecía se cumple en la novela: para el futuro «Judas» Behaim, para Niccola que pierde a su amado, y para Mancino que pierde su vida. Que Mancino formule tan ambiguamente el pronóstico que se refiere a sí mismo, guarda sin duda relación con el estribillo de su balada: «Lo conozco todo, menos a mí».

El caso más interesante de una premonición se encuentra en la conversación entre Behaim y el pintor D'Oggiono que en el capítulo cuarto aparece pintando unas bodas de Cana. Behaim piensa en un reencuentro con su «Anita» y reflexiona sobre lo que le dirá cuando llegue esa ocasión. En ese momento, D'Oggiono, que está terminando la imagen del Salvador, cita las palabras de Jesús, «¡Mujer, qué tengo yo que ver contigo!» (Jun.2, 4). «Behaim miró atónito a D'Oggiono que había pronunciado esas palabras en voz alta, parecía como si por obra de magia D'Oggiono hubiese leído la pregunta en su frente y la hubiese contestado siguiendo una intuición» -se siente aliviado cuando el pintor aclara la situación. En el capítulo decimotercero Behaim explica al maestro Leonardo y a sus discípulos cómo ha conseguido cobrar la deuda de Boccetta valiéndose de una artimaña. Cuenta cómo tomó de Niccola el dinero de su padre, cómo la despidió y cómo ella le llamó una «mala persona»: «Pero yo pensé en las palabras que vos -se dirigió a D'Oggiono y señaló el arca con la representación de las Bodas de Cana- dejáis pronunciar al Salvador en esa boda: "¡Mujer, qué tengo yo que ver contigo!". Y le mostré la puerta».

En la primera utilización, la cita del evangelio de San Juan no contiene ninguna premonición -Behaim comete un error de asociación al interpretarla como respuesta a una pregunta que ni siquiera ha formulado en voz alta. Sólo cuando recuerda más tarde la cita y la repite ante Niccola, convierte la primera utilización en la premonición del final de un amor que todavía no ha comenzado.

4

Oh vana gloria delle urnane posse!

DANTE, Purgatorio, 11 canto, v. 91

En el capítulo duodécimo del Judas de Leonardo se le concede al chambelán Antonio Benincasa el honor de «poder recitar al sufriente duque los versos de Dante», y lee aquellos versos del canto undécimo del Purgatorio donde el iluminador de libros Oderisi da Gubio, refiriéndose a su arte, lamenta con palabras elocuentes la vanidad de la fama terrenal. En este pasaje de la novela se aborda abiertamente el tema que en la acción cambiante en torno al dinero, el amor y el arte permanece más bien en un segundo plano, y que, sin embargo, constituye un tema principal permanente: la vanidad de las cosas. En una escena burlesca de la novela, el cerero formula el tema con la expresividad propia de su ámbito vitaclass="underline" «Después de la muerte, el mayor destructor es el tiempo, y al vinagre no se le nota que también fue vino un día», y antes de morir Mancino insta así a sus amigos: «Os pido que lloréis mis días perdidos, han pasado tan veloces como la lanzadera del tejedor».

El tema de la vanidad de las cosas se acentúa eficazmente por medio de la estructura cronológica de la novela que arranca en el año 1498 con los sombríos presentimientos del duque Ludovico Sforza y cuya acción principal tiene lugar ese año; su último capítulo se desarrolla, sin embargo en 1506, cuando las visiones angustiosas del duque ya se han hecho realidad. Al final de la novela, cuando Behaim regresa a Milán, es como si llegase a otra ciudad y otra época; aparte de Niccola y su marido, el escultor Simoni, Behaim no encuentra a ninguno de los antiguos personajes de la novela, y a aquellos dos, no los reconoce. Con este final los acontecimientos lejanos acaecidos en la suntuosa corte de Ludovico Moro adquieren el carácter de pérdida irrecuperable. Pero ya durante esa etapa brillante hay indicios inconfundibles del carácter efímero de la buena vida de Milán, como pone de manifiesto la visión del exilio de Leonardo: «[…] y se vio en un país extranjero, muy remoto, sin amigos ni compañeros, sin hogar, solo y en la mayor indigencia dedicado a las artes y las ciencias». Pero el problema de la falta de patria afecta también a otras figuras de la novela. Sin duda el prototipo del apatrida es Mancino, el poeta sin memoria que una veces fantasea «que es el hijo de un duque o de algún otro noble», que otras se queja «de no haber sido nunca más que un pobre vagabundo, de haber soportado mucha hambre, frío y otras calamidades y de haber pasado rozando la horca en varias ocasiones». Incluso el avaro Boccetta es un hombre, «que perteneció antaño a la nobleza de la ciudad de Florencia». El poderoso duque Ludovico Moro, cuya corte es el escenario de los capítulos primero y duodécimo, termina, lejos de la patria, en una prisión francesa; el mentor del príncipe ducal es «un griego que se había convertido en apatrida tras la caída de Constantinopla», y hasta Behaim reconoce en la única etapa simpática de su vida, es decir, cuando está enamorado, el carácter apatrida de su inquieta existencia: «¡Dios mío, qué vida que he llevado todos estos años! De un lado para otro, a caballo, en barco, a tierras griegas, turcas, moscovitas, luego otra vez a Venecia, a los almacenes. Y de nuevo a los mercados, a las cortes, siempre detrás del maldito dinero».