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Ender se rió, pero se había percatado de ciertas cosas que Valentine había dejado caer demasiado casualmente como para que fueran accidentales.

—¿Gobernar?

—Yo soy Demóstenes, Ender. Publiqué un manifiesto. Una declaración pública diciendo que creía tanto en el movimiento colonizador que me iba a ir en la primera nave que saliera. Al mismo tiempo, el ministro de Colonización, un antiguo coronel llamado Graff, anunció que el piloto de la nave colonizadora sería el gran Mazer Rackham, y el gobernador de la colonia sería Ender Wiggin. —Podrían haberme consultado.

—Quería consultártelo personalmente.

—Pero ya está anunciado.

—No. Lo anunciarán mañana, si aceptas. Mazer ha aceptado hace unas horas, cuando volvió a Eros.

—¿Vas a decir a todo el mundo que eres Demóstenes? ¿Una chica de catorce años?

—Les vamos a decir que Demóstenes va con la colonia. Dejemos que se pasen los próximos cincuenta años estrujándose los sesos delante de la lista de pasajeros, intentando averiguar cuál de ellos es el gran demagogo de la Edad de Locke.

Ender se rió y meneó la cabeza.

—Te estás divirtiendo de verdad, Val.

—¿Por qué no iba a divertirme?

—De acuerdo —dijo Ender—. Iré. A lo mejor incluso como gobernador, siempre y cuando tú y Mazer estéis ahí para ayudarme. Mis conocimientos están un poco oxidados en este momento.

Valentine berreó y le apretujó, como cualquier niña normal que acabara de recibir de manos de su hermanito el regalo que más quería.

—Val —dijo Ender—. Sólo quiero que quede bien clara una cosa. No voy por ti. No voy para ser gobernador, o porque me aburra aquí. Voy porque conozco a los insectores mejor que cualquier otro ser viviente, y si voy allí, a lo mejor llego a conocerles mejor. Les robé su futuro; sólo puedo empezar a indemnizarles intentando averiguar lo que pueda de su pasado.

El viaje fue largo. Para cuando terminó, Valentine había concluido el primer volumen de su historia de las guerras insectoras y lo había transmitido a la Tierra por el ansible, con el nombre de Demóstenes, y Ender se había ganado algo más que la adoración de los pasajeros. Ahora le conocían, y se había ganado su amor y su respeto.

Trabajó duro en el nuevo mundo, gobernando con persuasión y no autoritariamente, y trabajando tan duro como el que más en las tareas de asentar una economía autosuficiente. Pero su trabajo más importante, y en esto coincidieron todos, era explorar lo que habían dejado los insectores, intentando encontrar, entre las estructuras, la maquinaria y los campos tanto tiempo desatendidos, algo que pudiera servir a la raza humana. Algo de lo que se pudiera aprender. No había libros para leer; los insectores no los necesitaban. Teniendo todo presente en sus memorias, hablando a medida que pensaban, cuando los insectores murieron, su conocimiento murió con ellos.

Y sin embargo, de la solidez de los techos que cubrían sus cobertizos de animales y sus despensas de comida, Ender aprendió que el invierno podía ser duro, con fuertes nevadas. De las vallas con estacas afiladas apuntando hacia afuera, aprendió que había animales merodeadores que eran un peligro para los cultivos y los rebaños. Del molino, aprendió que los frutos de gusto extraño que crecían en las frondosas huertas se secaban y se molían para convertirlos en comida. Y de los cabestrillos, que una vez se utilizaron para transportar a los niños a los campos, aprendió que aunque los insectores no eran muy dados a la individualidad, sí querían a sus hijos.

La vida se asentó, y pasaron los años. La colonia vivía en casas de madera y utilizaba los túneles de la ciudad de los insectores como almacenes y talleres. Ahora se gobernaban mediante un consejo, y elegían a los administradores, y aunque Ender seguía siendo llamado gobernador, no era en realidad más que un juez. Había crímenes y peleas en convivencia con generosidad y cooperación; había personas que se querían y personas que no se querían; era un mundo humano. Ya no esperaban con ansiedad cada nueva transmisión del ansible; los nombres que eran famosos en la Tierra significaban bien poco allí. El único nombre que conocían era el de Peter Wiggin, el Hegemon de la Tierra; las únicas noticias que llegaban eran noticias de paz, de prosperidad, de grandes naves que salían del litoral del sistema solar terrestre, traspasaban el escudo de cometas y llenaban los mundos de los insectores. Pronto habría otras colonias en este mundo, el mundo de Ender; pronto habría vecinos; ya estaban en camino, pero nadie se preocupaba. Ayudarían a los recién llegados cuando llegaran, les enseñarían lo que tenían que aprender, pero lo que importaba ahora era quién se casaba con quién, y quién estaba enfermo, y cuándo era el tiempo de sembrar, y por qué he de pagarle si el becerro murió al cabo de tres semanas.

—Se han convertido en gente de campo —dijo Valentine—. A nadie le importa que Demóstenes esté enviando, precisamente hoy, el séptimo volumen de su historia. Aquí no lo leerá nadie.

Ender pulsó un botón y su consola le mostró la página siguiente.

—Muy lúcido, Valentine. ¿Cuántos volúmenes te faltan?

—Sólo uno. La historia de Ender Wiggin.

—¿Cómo te las vas a arreglar? ¿Esperarás a que me muera?

—No. Escribiré, y cuando llegue al presente, me pararé.

—Tengo una idea mejor. Llega hasta el día en que ganamos la batalla final. Párate ahí. Lo que he hecho desde entonces no merece la pena ser contado.

—Tal vez —dijo Valentine—. O tal vez no.

El ansible les había traído la noticia de que la nueva nave colonizadora estaba a solo un año. Pidieron a Ender que les buscara un lugar para asentarse, suficientemente cerca de la colonia de Ender para que pudieran comerciar entre sí, pero suficientemente lejos para que pudieran gobernarse solos. Ender cogió el helicóptero y comenzó a explorar. Se llevó consigo a uno de los niños, un chico de once años llamado Abra; eran sólo tres cuando se fundó la colonia, y no recordaba más mundo que éste. Él y Ender volaron tan lejos como podía ir el helicóptero, luego acamparon para pasar la noche con la intención de hacer un recorrido a pie a la mañana siguiente, para hacerse una idea del terreno.

Transcurría la tercera mañana cuando Ender comenzó a tener la desagradable sensación de que había estado antes en ese sitio. Miró en torno suyo; era tierra nueva, no la había visto nunca. Llamó a Abra.

—Hola, Ender —gritó Abra. Estaba en la cima de una colina baja y escalonada—. ¡Sube!

Ender trepó, y la turba cedía a su paso en el blando suelo. Abra señalaba hacia abajo.

—Es increíble —dijo.

La colina estaba agujereada. Una profunda depresión en el centro, parcialmente llena de agua, estaba cercada por pendientes cóncavas, que sobresalían peligrosamente por encima del agua. Por un lado, la colina se abría en dos largas estribaciones que formaban un valle en forma de V; por el otro lado, la colina se elevaba en una roca blanca, que sonreía y parecía una calavera con un árbol saliendo por la boca.

—Es como un gigante muerto —dijo Abra—, y la tierra ha crecido para cubrir su esqueleto.

Ahora Ender sabía por qué le había parecido tan familiar. El cadáver del Gigante. Siendo niño, había jugado en ese lugar demasiadas veces como para no reconocerlo. Pero no era posible. El ordenador de la Escuela de Batalla no podía haber visto ese lugar.

Miró por los anteojos en una dirección que conocía bien, con el temor y la esperanza de ver lo que pertenecía a ese sitio.

Columpios y toboganes. Barras de monos. Ahora cubiertas de vegetación, pero las formas seguían siendo inconfundibles.