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Ender entró en la cavidad y sacó el capullo. Era asombrosamente ligero para contener todas las esperanzas y todo el futuro de una gran raza.

—Te llevaré conmigo —dijo Ender—. Iré de un mundo a otro hasta encontrar un tiempo y un lugar en el que puedas despertar sin peligros. Y contaré tu historia a mi gente, y quizás os perdonen también. Como me habéis perdonado a mí.

Envolvió el capullo de la reina en su chaqueta y se lo llevó de la torre.

—¿Qué había ahí? —preguntó Abra.

—La respuesta —dijo Ender.

—¿A qué?

—A mi pregunta.

Y eso fue lo único que dijo del asunto; buscaron durante cinco días más y encontraron un emplazamiento para la nueva colonia, alejado de la torre en dirección sudeste.

Unas semanas más tarde se dirigió a Valentine y le pidió que leyera algo que había escrito. Valentine pidió al ordenador de la nave el fichero que Ender le había citado y lo leyó.

Estaba escrito como si hablara la reina-colmena, contando todo lo que había pretendido hacer y todo lo que había hecho. «Esta es nuestra miseria y esta es nuestra grandeza: no pretendíamos haceros daño y os perdonamos nuestra muerte.» Desde su primer despertar hasta las grandes guerras que volaron en pedazos su mundo de origen, Ender contó la historia con rapidez, como si fuera un recuerdo antiguo. Cuando llegó al cuento de la gran madre, la reina de todas, la que aprendió por primera vez a preservar y a instruir a la reina nueva en vez de matarla o de ahuyentarla, Ender se explayó relatando cuántas veces había acabado destruyendo a la hija de su cuerpo, el nuevo ser que no era ella, hasta que tuvo una que entendió su anhelo de armonía. Era algo nuevo en el mundo, dos reinas que se querían y se ayudaban en vez de combatir, y juntas fueron más fuertes que ninguna otra colmena. Prosperaron; tuvieron más hijas que se les unieron en paz; era el principio del conocimiento.

«Si te pudiéramos haber hablado —dijo la reina-colmena en palabras de Ender—. Pero como no pudo ser, sólo te pedimos esto: que nos recuerdes, no como enemigos, sino como hermanas trágicas, que han tomado una forma repulsiva por la gracia del Destino, de Dios o de la Evolución. Si nos hubiéramos besado, se habría producido el milagro de ser humanas a los ojos del otro. Pero nos destruimos entre nosotros. Y sin embargo, os damos la bienvenida como invitadas y amigas. Venid a nuestro mundo, hijas de la Tierra; morad en nuestros túneles, cosechad nuestros campos; lo que no podemos hacer nosotras, podéis hacerlo vosotras siendo nuestras manos. Floreced, árboles; fructificad, campos; sed cálidos para ellas, soles; sed fértiles para ellas, planetas; son nuestras hijas adoptivas, que han vuelto a casa.»

El libro que escribió Ender no era largo, pero en él estaba todo lo bueno y todo lo malo que conocía la reina-colmena. Y lo firmó, no con su nombre, sino con un título:

LA VOZ DE LOS MUERTOS

En la Tierra, el libro se publicó rápidamente, y rápidamente pasó de mano en mano, hasta que fue difícil creer que hubiera alguien en la Tierra que no lo había leído. La mayoría de los que lo leyeron lo encontró interesante; algunos que lo leyeron se negaron a olvidarlo. Comenzaron a vivir cumpliendo sus designios lo mejor que podían, y cuando sus seres amados morían, en su tumba había un creyente que se erigía en la Voz del Muerto, y decía lo que el muerto habría dicho, pero con total franqueza y candor, sin esconder faltas y sin disimular virtudes. Los que llegaron a realizar esos servicios los encontraron algunas veces dolorosos y amargos, pero fueron muchos los que decidieron que su vida merecía la pena, a pesar de sus errores, si a su muerte había una Voz que dijera la verdad por ellos.

En la Tierra siguió siendo una religión entre otras muchas. Pero para los que habían atravesado la gran caverna del espacio, y habían vivido en los túneles de la reina-colmena y habían cosechado los campos de la reina-colmena, era la única religión. No había colonia sin La Voz de los Muertos.

Nadie sabía y nadie quería tampoco saber quién era la Voz original. Ender no tenía ninguna intención de decirlo.

Cuando Valentine tenía veinticinco años, acabó el último volumen de su historia de las guerras insectoras. Incluyó al final el texto completo del pequeño libro de Ender, pero no dijo que lo había escrito Ender.

Recibió por el ansible una respuesta del anciano Hegemon, Peter Wiggin, setenta y siete años y un corazón débil.

—Sé quien lo ha escrito —dijo—. Si puede escribir por los insectores, ciertamente puede escribir por mí.

Ender y Peter hablaron una y otra vez por el ansible, y Peter vertió la historia de sus días y de sus años, sus crímenes y sus bondades. Y cuando murió, Ender escribió un segundo volumen, firmado otra vez con el nombre de La Voz de los Muertos. Juntos, los dos libros recibieron el nombre de la Reina-Colmena y el Hegemon, y se consideraron escritos sagrados.

—Vámonos —dijo un día a Valentine—. Volemos y vivamos por siempre.

—No podemos —dijo Valentine—. Hay milagros que ni siquiera la relatividad puede hacer, Ender.

—Tenemos que irnos. Aquí soy casi feliz.

—Quédate entonces.

—He vivido demasiado tiempo con el dolor. Sin él, no sabré quién soy.

Se embarcaron en una astronave y fueron de mundo en mundo. Allá donde paraban, él era siempre Andrew Wiggin, portavoz itinerante de los muertos, y ella era siempre Valentine, historiadora errante, que escribía las historias de los seres vivos mientras Ender narraba las historias de los muertos. Y Ender llevaba siempre consigo un capullo blanco y seco, en busca del mundo donde la Reina-Colmena pudiera despertar y desarrollarse en paz. Buscó durante mucho tiempo.