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Sonó mi teléfono, y era Kate.

– ¿Qué diablos estás haciendo ahí? -dijo.

– Leer menús de comida para llevar. ¿Dónde estás?

– ¿Dónde crees que estoy, John? Estoy en el aeropuerto. Jack y yo estamos en la sala de clase business, esperándote. Tenemos tu billete. ¿Has hecho el equipaje? ¿Tienes tu pasaporte?

– No. Escucha…

– Espera. -La oí hablar con Jack Koenig. Volvió a ponerse y dijo-: Jack dice que debes reunirte con nosotros. Puede hacer que te dejen embarcar sin pasaporte. Ven antes de que despegue el avión. Es una orden.

– Cálmate y escucha. Creo que tenemos una pista aquí. -Le conté lo de Gabe Haytham, Fadi Asuad y Gamal Yabbar.

Escuchó sin interrumpirme.

– Espera -dijo finalmente. Volvió a ponerse y añadió-: Eso no demuestra que Jalil no tomara en Newark un avión con destino a Europa.

– Vamos, Kate. El hombre estaba ya en un aeropuerto, a menos de un kilómetro de la terminal internacional. A los diez minutos de haber sido alertados los polis de la Autoridad Portuaria en el JFK fueron alertados también los de Newark. Estamos hablando de Asad el León, no de Asad él Pato.

– Espera. -De nuevo la oí hablar con Koenig. Volvió a ponerse y dijo-: Jack dice que el modus operandi y la descripción del agresor de Frankfurt encajan…

– Dile que se ponga.

Koenig se puso al teléfono y empezó a despotricar contra mí.

– Jack -lo interrumpí-, la razón por la que el modus operandi y la descripción encajan es porque están tratando de engañarnos. Por amor de Dios, Asad Jalil acababa de cometer el crimen del siglo y no iba a volar a Alemania para cargarse a un banquero. Y si iba al aeropuerto de Newark, ¿por qué mató antes de llegar allí al taxista que lo llevaba? No encaja, Jack. Vete tú a Frankfurt si quieres pero yo me quedo aquí. Mándame una postal y tráeme una docena de salchichas auténticas y un frasco de esa mostaza picante alemana. Gracias. -Colgué antes de que pudiera despedirme.

Abandoné mi informe de incidente, ya que probablemente estaba despedido, y volví a mi burocrático trabajo de revolver papeles llenos de datos e informes procedentes de diversas agencias, ninguna de las cuales tenía nada de qué informar. Finalmente llegué a la media tonelada de documentos relacionados con el incidente del sábado: informes forenses, policía de la Autoridad Portuaria, una queja de la Administración Federal de Aviación en la que aparecía mi nombre en lugar destacado, fotos de personas muertas en sus asientos, el informe toxicológico -se trataba, en efecto, de un compuesto de cianuro-, etcétera, etcétera.

En algún lugar entre aquellos montones de papeles podría haber una pista, pero lo único que yo veía por el momento era el fruto del trabajo de personas que no veían más allá de sus narices y tenían acceso a un procesador de textos con corrector ortográfico.

Lo cual me recordó que retendrían el cheque de mi paga hasta que presentase un informe, así que me volví de nuevo hacia el teclado y la pantalla del monitor. Empecé mi informe con un chiste sobre un soldado de la Legión Extranjera Francesa y un camello; luego lo borré y lo intenté de nuevo.

A eso de las nueve y cuarto, Kate entró y se sentó a su mesa, enfrente de mí. Me miró mientras yo tecleaba pero no dijo nada. Al cabo de unos minutos de estar siendo observado empecé a cometer errores ortográficos, de modo que levanté la vista hacia ella y le pregunté:

– ¿Qué tal en Frankfurt?

No respondió, y me di cuenta de que estaba un poco irritada. Conozco esa cara.

– ¿Dónde está Jack? -pregunté.

– Ha ido a Frankfurt.

– Estupendo. ¿Estoy despedido?

– No, pero vas a desear estarlo.

– No reacciono bien a las amenazas.

– ¿A qué reaccionas?

– A pocas cosas. Quizá a una pistola amartillada apuntándome a la cabeza. Sí, eso suele atraer mi atención.

– Háblame del interrogatorio.

Así que volví a relatarlo, con más detalle esta vez, y Kate me hizo montones de preguntas. Es muy inteligente, razón por la cual estaba sentada en el CMP en vez de en un avión de Lufthansa con destino a Frankfurt.

– ¿O sea que crees que Jalil salió del aparcamiento en un coche?

– Sí.

– ¿Por qué no en un autobús a Manhattan?

– Lo he pensado. Para eso va la gente al aparcamiento, para coger un autobús a Manhattan. Pero parece un poco excesivo matar a tu taxista mientras esperas el autobús. De hecho, apuesto a que si Jalil le hubiera pedido a Yabbar que lo llevase a Manhattan, Yabbar lo habría llevado.

– No te pongas sarcástico conmigo, John. Estás en terreno peligroso.

– Sí, señora.

– Muy bien -dijo Kate, después de reflexionar unos instantes-, así que había un coche para la huida estacionado en el aparcamiento. No llamaría la atención y estaría relativamente seguro allí. Yabbar lleva a Jalil al aparcamiento, éste le dispara una única bala, calibre cuarenta, en la espina dorsal, que le causa la muerte, y se pasa luego al otro coche. ¿Hay un chófer? ¿Un cómplice?

– No lo creo. ¿Para qué necesita un chófer? Él es un solitario. Probablemente ya ha conducido en Europa. Sólo necesita las llaves y la documentación del coche, que tal vez le haya dado Yabbar. Éste ya ha visto demasiado, y es asesinado. En el coche de huida, o acaso en el taxi de Yabbar, habría un maletín con efectos personales, dinero, documentos de identidad falsos y quizá un disfraz. Por eso Jalil no les quitó nada a Phil ni a Peter. Asad Jalil es ahora alguien distinto y está en algún lugar de la inmensa red de carreteras estadounidense.

– ¿Adonde se dirige?

– No lo sé. Pero a estas horas, si ha conducido parando para dormir sólo el mínimo imprescindible, podría haber cruzado ya la frontera mexicana. O podría incluso estar en la costa Oeste. Cincuenta horas conduciendo a ciento cinco por hora supone un radio de más de cinco mil kilómetros, y en kilómetros cuadrados eso es… veamos, ¿es pi erre cuadrado?

– Entiendo la idea.

– Bien. O sea que, suponiendo que tenemos un asesino suelto por las carreteras, y suponiendo que quiere hacer algo distinto que ver Disneyworld, entonces no tenemos más que esperar a ver qué es lo que hace. No nos queda otra alternativa en estos momentos, salvo confiar en que alguien reconozca a ese tipo.

Kate asintió con la cabeza y se levantó.

– Tengo fuera un taxi esperando con mi equipaje. Me voy a casa a deshacer la maleta.

– ¿Puedo ayudarte?

– Voy a decirle al taxista que espere. -Salió.

Yo continué allí sentado unos minutos más, tiempo durante el cual mi teléfono sonó y alguien echó más papeles sobre mi mesa.

Estaba tratando de averiguar por qué había dicho «¿Puedo ayudarte?». Tengo que aprender a mantener la boca cerrada.

Hay ocasiones en las que preferiría enfrentarme a un maníaco homicida armado antes que a otra noche en el apartamento de una mujer. Con el maníaco homicida, al menos, sabes cuál es la situación, y la conversación es razonablemente breve y al grano.

Mi teléfono estaba sonando otra vez, y, de hecho, los teléfonos estaban sonando por toda la sala, y a mí se me estaban empezando a poner los pelos de punta.

El caso es que, así como se me da muy bien introducirme en la cabeza de los asesinos y predecir,sus actos, me encuentro por completo desorientado en lo que sé refiere a las aventuras sexuales, no sé cómo me meto en ellas, qué se supone que debo hacer una vez que estoy en ellas, por qué estoy en ellas y cómo zafarme de ellas. Pero generalmente sé quién es la otra persona. Soy bueno para recordar nombres, incluso a las seis de la mañana.

Así pues, tomé la decisión de bajar la escalera y decirle a Kate que había decidido irme a casa. Me levanté, cogí la chaqueta y la cartera, bajé y monté con ella en el taxi.

CAPÍTULO 39