– ¿Sí? Bueno, Paul es un miedica, si quieres saber mi opinión. ¿Recuerdas cómo nos daba el coñazo haciéndonos comprobar todo cien veces? Los demasiado cuidadosos acaban provocando accidentes. Y el Apache pasa la inspección de la AFA.
– Justo, justo, Bill.
– Sí.
Seguía mirando el cajón y luego bajó los pies de la mesa, se irguió en su sillón giratorio, se inclinó hacia adelante y abrió el cajón.
– Oye, de verdad que tienes que ir a ver la casa de Paul -dijo.
De hecho, Jim McCoy había ido en varías ocasiones a Spruce Creek pero no quería mencionárselo a Bill Satherwaite, que no había sido invitado más que una vez, aunque había sólo hora y media de vuelo.
– Sí, me gustaría…
– Una casa y un mobiliario increíbles. Pero deberías ver en lo que está trabajando. Una realidad virtual de cojones. Cielo santo, nos pasamos allí la noche entera, bebiendo y haciendo saltar todo a bombazos. -Rió-. Hicimos cinco veces la incursión sobre Al Azziziyah. De puta madre. Para la quinta estábamos ya tan mamados que ni siquiera acertábamos al puto suelo. -Soltó una carcajada.
Jim McCoy rió también pero su risa era forzada. No quería oír de nuevo la misma historia que ya había oído media docena de veces desde que Paul invitó a Satherwaite a pasar un largo fin de semana en Spruce Creek. Había sido, le dijo más tarde Paul, un fin de semana especialmente largo. Hasta entonces, ninguno de ellos había caído en la cuenta de lo mucho que Bill Satherwaite se había deteriorado durante los últimos siete años, desde la última vez que coincidieron en una reunión informal de los componentes de la escuadrilla. Ahora, todo el mundo lo sabía.
Bill Satherwaite contuvo el aliento.
– Oye, ¿te acuerdas de cuando yo esperé demasiado para prender los quemadores adicionales y Terry casi se me echa encima? -Rió de nuevo y puso la botella sobre la mesa.
Jim McCoy, sentado en su despacho del Museo Cuna de la Aviación en Long Island, no respondió. Le costaba relacionar el Bill Satherwaite que había conocido con el Bill Satherwaite que estaba al otro lado del hilo telefónico. El viejo Bill Satherwaite era un piloto y oficial tan bueno como el que más en toda la Fuerza Aérea. Pero desde su temprano retiro, Bill Satherwaite se había ido apagando poco a poco. Con el paso de los años, el hecho de haber atacado a Gadafi se había ido tornando cada vez más importante para él. Contaba continuamente sus historias de guerra a todo el que quisiera escucharlo, y ahora se las estaba contando incluso a los que habían participado con él en la misión. Y cada año esas historias se hacían un poco más dramáticas, y más importante su papel en aquella diminuta guerra de doce minutos.
A Jim McCoy le preocupaban las jactancias y fanfarronadas de Bill Satherwaite acerca de la incursión. Nadie debía mencionar jamás que había intervenido en la misión ni, ciertamente, citar los nombres de otros pilotos. McCoy le había dicho muchas veces a Satherwaite que tuviera cuidado con lo que decía, y Satherwaite le había asegurado que sólo utilizaba sus nombres en clave o sus nombres de pila cuando hablaba del ataque. McCoy le había advertido: «Ni siquiera digas que tú estuviste en aquella acción, Bill. Deja de hablar de eso.» A lo que Bill Satherwaite siempre había respondido: «Eh, oye, yo estoy muy orgulloso de lo que hice. Y no me preocupa. Esos estúpidos del trapo en la cabeza no van a venir a Moncks Corner, Carolina del Sur, para desquitarse. Tranquilo.»
Jim McCoy pensaba que debía insistir en ello, pero ¿de qué serviría?
McCoy deseaba muchas veces que su antiguo compañero de escuadrilla hubiera continuado en la Fuerza Aérea por lo menos hasta la guerra del Golfo. Quizá si hubiera participado en la guerra del Golfo la vida hubiera sido un poco mejor para él.
Mientras hablaba por teléfono Bill Satherwaite tenía un ojo en el reloj y el otro en la puerta. Finalmente desenroscó el tapón de la botella de bourbon y bebió un largo trago sin interrumpir su historia de guerra.
– Y el jodido Chip, todo el tiempo dormido -dijo-. Lo despierto, y el tío rebulle, se da media vuelta y otra vez como un tronco. -Rió a carcajadas.
A McCoy se le estaba acabando la paciencia, y le recordó a Satherwaite:
– Dijiste que no calló un momento en todo el trayecto hasta Libia.
– Sí, no paraba de hablar.
McCoy se dio cuenta de que Satherwaite no veía ninguna inconsistencia en su historia, así que dijo:
– Muy bien, muchacho, nos mantendremos en contacto.
– No te vayas todavía. Estoy esperando a un cliente. Un tipo que necesita ir a Philly, pasar allí la noche y volver. Oye, ¿y qué tal te va a ti?
– No me va mal. Ésta es una instalación de clase superior. No está terminada aún pero tenemos una gran variedad de aparatos. Tenemos un F-111 e incluso una maqueta del Spirit of St. Louis. Lindbergh despegó de Campo Roosevelt, a unos kilómetros de aquí. Tienes que venir a verlo. Te haré subir al F-111.
– ¿Sí? ¿Por qué es una cuna?
– Cuna de la Aviación. A Long Island lo llaman la Cuna de la Aviación.
– Y Kitty Hawk, ¿qué? Allí hicieron el primer vuelo los hermanos Wright.
– A mí no me lo digas. No soy yo quien mece la cuna. -Rió y dijo-: Ven un día de éstos. Acércate al aeropuerto MacArthur, y pasaré a recogerte.
– Sí, un día de éstos. Oye, ¿y qué tal le va a Terry?
Jim McCoy estaba deseando colgar el teléfono, pero había que ser indulgente con los viejos compañeros de armas, aunque no por mucho tiempo más.
– Te manda recuerdos -respondió.
– Chorradas.
– Es verdad -replicó McCoy, tratando de parecer sincero.
Bill Satherwaite no era el predilecto de nadie -probablemente no lo fue nunca-, pero habían compartido el santo sacramento del bautismo de fuego, y el ethos del guerrero -o lo que de él quedaba en Estados Unidos- exigía que aquellos lazos se mantuvieran intactos hasta que el último hombre exhalase su último aliento.
Todos los componentes de la escuadrilla -excepto Terry Waycliff- procuraban adaptarse a Bill Satherwaite, y los demás habían dispensado tácitamente al general de ese deber.
– ¿Sigue Terry chupándosela al Pentágono? -preguntó Satherwaite.
– Terry sigue en el Pentágono -respondió McCoy-. Esperamos que se retire allí.
– Que le den por el culo.
– Me encargaré de transmitirle tus mejores saludos.
Satherwaite rió.
– Sí. ¿Sabes cuál era su problema? Era ya general cuando era teniente. ¿Entiendes lo que quiero decir?
– ^Ya sabes que mucha gente decía lo mismo de ti, Bill -respondió McCoy-. Yo lo considero un cumplido.
– Si eso es un cumplido, entonces no necesito insultos. Terry me la tenía jurada… siempre compitiendo con todo el mundo. Me armó la de Dios por no encender los malditos quemadores adicionales… redactó un informe de denuncia por eso, me echó a mí la culpa de la puñetera bomba que se desvió, en vez de echársela a Wiggins…
– Basta, Bill. Eso no viene a cuento.
Bill Satherwaite tomó otro trago de bourbon, contuvo un eructo y dijo:
– Sí… está bien… lo siento…
– No importa. Olvídalo.
McCoy pensó en Terry Waycliff y Bill Satherwaite. Bill ni siquiera estaba en la reserva de la Fuerza Aérea, y por esa razón normalmente habría perdido el derecho a utilizar los servicios de economato, y eso habría supuesto para Satherwaite el golpe definitivo, perder el derecho a comprar licor a precio rebajado en la base aérea de Charleston. Pero Terry Waycliff había manejado ciertos hilos -sin que Bill Satherwaite lo supiera- y le había conseguido una tarjeta de economato.
– Hablamos también con Bob -dijo McCoy.
Bill Satherwaite se retorció en la silla. Pensar en Bob Callum y en su cáncer no era cosa que él hiciera de buen grado, ni de ninguna otra manera, a decir verdad. Callum había ascendido a coronel, y lo último que Satherwaite sabía era que estaba trabajando como instructor de tierra en la Academia de la Fuerza Aérea en Colorado Springs.