– Cuando sea.
– He dejado mi coche alquilado junto al edificio principal. ¿Estará seguro allí?
– Desde luego. -Satherwaite se dirigió a un combado estante, cogió varios mapas enrollados de él y tomó el maletín-. ¿Listo?
Siguió la mirada de su cliente, que estaba fija en el póster de Gadafi.
– ¿Sabe quién es ése? -preguntó, sonriendo.
– Desde luego -respondió Asad Jalil-. Mi país ha tenido muchos enfrentamientos con ese hombre.
– ¿Sí? ¿Les ha creado problemas el señor Muammar Sopla-pollas Gadafi?
– Sí. Nos ha amenazado muchas veces.
– ¿Sí, eh? Pues, para su información, una vez estuve a punto de matar a ese bastardo.
– ¿Sí?
– ¿Es usted de Italia? -preguntó Satherwaite.
– De Sicilia.
– ¿De veras? Yo podría haber acabado allí una vez si me hubiera quedado sin gasolina.
– ¿Perdón?
– Es una larga historia. No se me permite hablar de ello. Olvídelo.
– Como quiera.
– Muy bien, si me abre esa puerta, nos largamos.
– Oh, una cosa más. Ha habido un ligero cambio en mis planes que tal vez requieran también un cambio por parte de usted.
– ¿Como qué?
– Mi compañía me ha ordenado ir a Nueva York.
– ¿Sí? No me gusta volar a Nueva York, señor…
– Fanini.
– Eso. Demasiado tráfico, demasiado jaleo.
– Estoy dispuesto a pagarle un plus.
– No es por el dinero, es por el jaleo. ¿Qué aeropuerto?
– Se llama MacArthur. ¿Lo conoce?
– Oh, claro. Nunca he estado allí, pero está bien. Un aeropuerto suburbano en Long Island. Podemos hacerlo pero supondrá un gasto extra.
– Desde luego.
Satherwaite dejó sus cosas sobre la mesa y buscó otro mapa en el estante.
– Curiosa coincidencia -dijo-, ahora mismo estaba hablando con un tipo de Long Island. Quería que me pasara por su casa… tal vez le dé una sorpresa. Puede que deba llamarlo antes.
– Quizá sería mejor darle una sorpresa. O llámelo cuando aterricemos.
– Sí, voy a coger sus números de teléfono.
Satherwaite accionó un destartalado fichero giratorio y extrajo una tarjeta.
– ¿Vive cerca del aeropuerto? -preguntó Jalil.
– No lo sé. Pero él me recogerá.
– Puede usted utilizar mi coche alquilado si quiere. Tengo reservado un coche, así como dos habitaciones de motel para nosotros.
– Sí. Le iba a preguntar acerca de eso. Yo no comparto habitaciones con hombres.
– Yo, tampoco -replicó Jalil, forzando una sonrisa.
– Estupendo. Cuestión aclarada. Oiga, ¿quiere pagar por adelantado? Tiene derecho a un descuento si lo hace.
– ¿A cuánto ascenderá todo?
– Bueno… yendo ahora a MacArthur, más la noche y el tiempo de clase que pierdo mañana, más la gasolina… digamos que ochocientos al contado en total.
– Parece razonable.
Jalil sacó la cartera, contó ochocientos dólares en billetes, añadió otros cien y dijo:
– Más una propina para usted.
– Gracias.
Era casi todo el dinero que tenía, pero Jalil sabía que no tardaría en recuperarlo.
Bill Satherwaite contó el dinero y se lo guardó.
– Muy bien. Trato hecho.
– Excelente. Estoy listo.
– Tengo que echar una meada. -Satherwaite abrió una puerta y desapareció en el lavabo.
Asad Jalil miró el póster del Gran Líder y reparó en el dardo que tenía clavado en la frente. Lo arrancó y se dijo: Seguro que nadie merece morir más que este cerdo americano.
Bill Satherwaite salió del lavabo, y recogió los mapas y el maletín.
– Si no hay más cambios, podemos ir tirando -dijo.
– ¿Tiene alguna bebida que podamos llevar? -preguntó Jalil.
– Sí. Ya he puesto una nevera portátil en el avión. Tengo soda y cerveza… la cerveza es para usted si quiere. Yo no puedo beber.
Jalil percibía claramente el olor a alcohol en su aliento pero dijo: ____________________
– ¿Tiene agua embotellada?
– No. ¿Por qué gastar dinero en agua? El agua es gratis. -Los idiotas y los mañeas compran botellas de agua-. ¿Quiere usted agua?
– No es necesario. -Jalil abrió la puerta y salieron al abrasador exterior.
Mientras cruzaban la ardiente rampa de cemento en dirección al Apache estacionado a treinta metros del despacho, Satherwaite preguntó:
– ¿A qué se dedica usted, señor Panini?
– Fanini. Como le dijo mi colega cuando llamó desde Nueva York, estoy en el negocio textil. He venido a comprar algodón americano.
– ¿Sí? Ha venido usted al lugar adecuado. No ha cambiado nada desde la guerra civil, salvo que ahora tienen que pagar a los esclavos. -Soltó una carcajada y añadió-: Y ahora algunos de los esclavos son hispanos y blancos. ¿Ha visto alguna vez un campo de algodón? Es un trabajo jodido. No pueden encontrar gente suficiente para hacerlo. Quizá deban importar un cargamento de estúpidos árabes… a ellos les encanta el sol. Se les paga en mierda de camello y se les dice que pueden llevarlo al banco para cambiarlo por dinero. -Rió.
Jalil no respondió pero preguntó:
– ¿Necesita presentar un plan de vuelo?
– No. -Satherwaite señaló el despejado firmamento mientras continuaban caminando hacia el avión-. Hay un área de altas presiones por toda la costa Este, tiempo espléndido en todo el trayecto. -Pensando que tal vez se tratara de un pasajero nervioso, añadió-: Los dioses le son propicios, señor Fanini, porque tenemos un tiempo ideal para volar hasta Nueva York y probablemente también cuando volvamos mañana.
Jalil no necesitaba oír decir a aquel hombre que Alá había bendecido el yihad, ya lo sabía en lo más profundo de su alma. Sabía también que el señor Satherwaite no regresaría.
Mientras seguían andando, Satherwaite dijo, como hablando para sus adentros:
– Cuando enfilemos sobre el océano al sur del aeropuerto Kennedy, podría consultar con el radar del control de aproximación acerca de la ruta directa a Islip. Nos mantendrían alejados de los aviones de línea que se dirigen al JFK.
Jalil pensó por un momento en cómo había estado él en un avión de línea en aquella misma ruta hacía sólo unos días y, sin embargo, ahora parecía casi una eternidad.
– Y llamaré a la torre de Long Island solicitando autorización para aterrizar. Eso es -añadió Satherwaite.
Agitó la mano, señalando a su alrededor el casi desierto aeródromo de Moncks Corner.
– Lo que es seguro es que no tengo que hablar con nadie para salir de aquí -dijo con una risotada-. No hay nadie con quien hablar, aparte de mi alumno, que está volando allá, en mi propio Cherokee. Y, de todos modos, ese chico no sabría qué decir si lo llamara por radio.
Volviendo la vista hacia donde señalaba el piloto, Jalil vio el pequeño monomotor, que descendía hacia la pista de aterrizaje, balanceándose levemente de un lado a otro. Observó que el aparato era muy parecido al que había fletado en Jacksonville con la piloto. El recuerdo de la mujer retornó a los pensamientos de Jalil, que se apresuró a ahuyentar la imagen de su mente.
Se detuvieron ante un viejo bimotor Piper Apache azul y blanco. Satherwaite había desatado anteriormente las cuerdas, retirado los bloqueadores de los mandos y apartado los calzos de las ruedas. También había comprobado el combustible. De todos modos, era lo único que comprobaba, pensó, principalmente porque eran tantas las cosas que el avión tenía mal que resultaba una pérdida de tiempo encontrar algo más.
– Lo he comprobado todo antes de que usted llegara -dijo Satherwaite-. Todo funciona a las mil maravillas.
Asad Jalil miró al viejo avión. Se alegró de que tuviese dos motores.
Satherwaite percibió una cierta preocupación en su cliente.
– Ésta es una máquina muy sencilla, señor Fanini, y siempre puede uno contar con que lo lleve allí y lo traiga de vuelta.