– ¿Sí?
Satherwaite trató de ver lo que veía el remilgado extranjero. Las ventanillas de plexiglás del avión de 1954 estaban un poco sucias y agrietadas, y la pintura del fuselaje, bastante descolorida; de hecho, admitió Satherwaite, apenas si era ahora más que una sombra de lo que había sido. Miró al atildado señor Fanini, con su elegante traje y sus gafas de sol, y le dio más ánimos.
– No hay nada complicado ni sofisticado en este avión pero eso significa que no puede estropearse nada importante. Los motores son buenos, y los mandos funcionan a la perfección. Yo antes pilotaba reactores militares, y permítame decirle que esos aparatos son tan complejos que se necesita un verdadero ejército de personal de mantenimiento para llevar a cabo una simple misión de una hora de duración.
Satherwaite miró de soslayo bajo el motor derecho, donde se había ido formando un charco de aceite negruzco en el suelo durante la semana en que no había pilotado el Apache.
– De hecho, ayer hice el viaje de ida y vuelta a Key West. Vuela como un ángel nostálgico. ¿Listo?
– Sí.
– Bien.
Satherwaite echó su maletín sobre el ala y luego, con los mapas bajo el brazo, trepó al ala derecha del Apache, abrió la única portezuela y recogió el maletín. Echó el maletín y los mapas en la parte trasera y le preguntó a su pasajero:
– ¿Delante o detrás?
– Me sentaré delante.
– Muy bien.
Bill Satherwaite a veces ayudaba a los pasajeros a subir pero el tipo parecía poder arreglárselas solo. Satherwaite se introdujo en la carlinga y se deslizó sobre el asiento del copiloto para pasar al del piloto. Hacía calor en la cabina, y Satherwaite abrió el ventanuco de ventilación de su lado mientras esperaba a su pasajero.
– ¿Viene usted? -preguntó.
Asad Jalil depositó la bolsa sobre el ala, se encaramó a la superficie antideslizante ya desgastada, recogió la bolsa y se instaló en el asiento del copiloto, dejando la bolsa en el asiento situado detrás del suyo.
– Deje abierta la puerta un minuto -dijo Satherwaite-. Sujétese el cinturón.
Jalil hizo lo que le decía el piloto.
Bill Satherwaite se puso el casco con auriculares y micrófono, accionó varios conmutadores y encendió el motor izquierdo. Tras unos segundos de vacilación, la hélice empezó a girar, y el viejo motor de pistón cobró vida con una especie de chisporroteo. Una vez que el motor empezó a funcionar suavemente, Satherwaite accionó el starter del derecho, que se encendió mejor que el izquierdo.
– Muy bien… precioso sonido.
Jalil gritó por encima del rugido de los motores.
– Es demasiado fuerte.
– Sí, bueno -respondió Satherwaite-, su puerta y mi ventana están abiertas. -No dijo a su pasajero que la puerta no ajustaba bien y que no habría mucho más silencio cuando se cerrase. Añadió-: Cuando alcancemos la altitud de crucero, podrá oírse crecer el bigote.
Soltó una carcajada y empezó a dirigir el avión hacia la pista. Con el dinero ya en el bolsillo, pensó, no necesitaba mostrarse excesivamente amable con aquel extranjero.
– ¿De dónde es usted? -preguntó.
– De Sicilia.
– Oh… ya…
Satherwaite recordó que la mafia era de Sicilia. Miró de soslayo a su pasajero mientras conducía el avión por tierra, y se le ocurrió de pronto que aquel tipo podría pertenecer a la banda. Lamentó inmediatamente sus aires arrogantes y trató de rectificar.
– ¿Se encuentra cómodo, señor Fanini? ¿Quiere saber algo acerca del vuelo?
– Su duración.
– Bueno, si recibimos viento de cola, que es lo que anuncian las previsiones, estaremos en MacArthur dentro de unas tres horas y media. -Consultó su reloj-. O sea, que aterrizaremos a eso de las ocho y media. ¿Qué le parece?
– Perfecto. ¿Y debemos repostar durante el trayecto?
– No. Tengo instalados depósitos adicionales, de modo que puedo volar unas siete horas seguidas sin escala. Repostaremos en Nueva York.
– ¿Y no tendrá dificultades para aterrizar en la oscuridad? -preguntó Jalil.
– No, señor. Es un buen aeropuerto. Las compañías aéreas lo utilizan con sus reactores. Y soy un piloto experimentado.
– Estupendo.
Satherwaite pensó que había suavizado las cosas con el señor Fanini y sonrió. Llevó el Apache hacia el extremo de la pista activa. Levantó la vista y miró a través del parabrisas. Su alumno volaba de nuevo sobre la pista Veintitrés, ejercitándose en tocar tierra y remontar de nuevo el vuelo, al parecer sin ningún tipo de problemas.
– Ese chico de ahí arriba es un alumno piloto que necesita un doble trasplante de huevos -dijo-. ¿Sabe una cosa? Los chicos americanos se han vuelto demasiado blandos. Necesitan una buena patada en el culo. Necesitan volverse asesinos. Necesitan probar el gusto de la sangre.
– ¿De veras?
Satherwaite miró de reojo a su pasajero y continuó:
– Quiero decir que yo he visto el combate de cerca, y puedo asegurarle que cuando la Triple A es tan densa que te tapa todo el cielo, y cuando los misiles te pasan rozando la carlinga, es entonces cuando te haces rápidamente un hombre.
– ¿Ha experimentado usted eso?
– Montones de veces. Bueno, allá vamos. Cierre la puerta.
Satherwaite siguió calentando los motores, comprobó los instrumentos y paseó luego la vista por el aeródromo. Solamente estaba el Cherokee, y no suponía ningún problema. Llevó el Apache hasta la pista, aumentó la potencia, y empezaron a moverse. El avión aceleró y hacia la mitad de la pista se elevó en el aire.
Satherwaite permaneció en silencio mientras ajustaba las válvulas y accionaba los mandos. Inclinó de lado el aparato, tomando un rumbo de 40 grados mientras el avión continuaba elevándose.
Jalil miró por la ventanilla la verde campiña que se extendía debajo de ellos. Se dio cuenta de que el avión era mejor de lo que parecía, y de que también lo era el piloto.
– ¿En qué guerra luchó usted? -preguntó.
Satherwaite se metió un chicle en la boca y respondió:
– En montones de guerras. La del Golfo fue la mayor.
Jalil sabía que aquel hombre no había combatido en la guerra del Golfo. De hecho, Asad Jalil sabía acerca de Bill Satherwaite más de lo que el propio Satherwaite sabía acerca de sí mismo.
– ¿Quiere un chicle? -preguntó Satherwaite.
– No, gracias. ¿Y qué tipo de avión pilotaba?
– Cazas.
– ¿Sí? ¿Qué son cazas?
– Pues cazas. Cazas a reacción. Cazabombarderos. Pilotaba montones de aviones distintos, pero acabé en uno llamado F-111.
– ¿Puede hablar de ello… o es secreto militar?
Satherwaite rió.
– No, señor, no es ningún secreto. Es un aparato viejo, retirado hace ya tiempo del servicio. Igual que yo.
– ¿Echa usted de menos la experiencia?
– No echo de menos las garambainas, me refiero a todo el ceremonial de saludos y gaitas y todo el mundo mirándote continuamente. Y ahora tienen mujeres tripulando aviones de combate, por los clavos de Cristo. No puedo ni imaginarlo. Y esas zorras causan toda clase de problemas con sus chorradas de acoso sexual… disculpe, me he disparado. Oiga, ¿cómo son las mujeres de su tierra? ¿Saben cuál es su puesto en la sociedad?
– Ya lo creo que sí.
– Estupendo. Tal vez me vaya allí. Sicilia, ¿verdad? •
– Sí.
– ¿Qué idioma hablan allí?
– Un dialecto del italiano.
– Lo aprenderé y me iré allí. ¿Necesitan pilotos por esa zona?
– Desde luego.
– Estupendo.
Estaban subiendo a mil quinientos metros y el sol del atardecer brillaba casi directamente detrás de ellos, lo que hacía particularmente luminoso y dramático el panorama que se extendía delante, pensó Satherwaite. A la luz del sol poniente, el fértil terreno adquiría una tonalidad más intensa aún de colores y creaba una nítida línea de separación sobre el distante azul de las aguas costeras. Un viento de cola de veinticinco nudos aumentaba su velocidad sobre tierra, de modo que tal vez llegaran a Long Island antes de lo que había calculado.