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Willie cantaba Don't Get Around Much Anymore.

– Me gusta ésa -dijo Kate.

Miré los libros de los estantes. De ordinario se puede saber bastante acerca de una persona basándose en lo que lee. La mayoría de los libros de Kate era manuales prácticos, la clase de cosa que debe uno leer para mantenerse al día en esta profesión. Había también muchos libros sobre crímenes reales, libros sobre el FBI, terrorismo, sicología anormal y esa clase de cosas. No había novelas, ni clásicos, ni poesía, ni libros de arte o fotografía. Esto reforzaba mi primera impresión de la Mayfield como una profesional entregada, una jugadora de equipo, una dama que nunca se aventuraba en territorios ajenos.

Pero, evidentemente, había en ella también otro aspecto, y no era muy complicado; le gustaban los hombres, y le gustaba el sexo. Pero ¿por qué le gustaba yo? Quizá quería arrugar unas cuantas narices entre sus colegas del FBI saliendo con un policía. Quizá estaba harta de atenerse a las normas no escritas y a las directrices escritas. Quizá era sólo una tía cachonda. ¿Quién sabe? Un tipo podría volverse loco tratando de analizar por qué había sido elegido como compañero sexual.

Sonó el teléfono. Se supone que los agentes tienen una línea independiente para las llamadas oficiales pero ella no levantó siquiera la vista hacia el teléfono mural de la cocina para ver qué línea estaba encendida. El teléfono continuó sonando hasta que saltó el contestador.

– ¿Puedo hacer algo? -pregunté.

– Sí, péinate y límpiate las manchas de carmín de la cara.

– De acuerdo.

Entré en el dormitorio y advertí que la cama estaba hecha. ¿Por qué hacen la cama las mujeres?

En cualquier caso, el dormitorio era tan austero como el cuarto de estar, y por su aspecto, podría tratarse perfectamente de la habitación de un motel. Era evidente que Kate Mayfield no se había instalado definitivamente en Manhattan.

Entré en el baño. Así como las demás habitaciones tenían un aspecto pulcro y escueto, el baño producía la impresión de que alguien había estado allí con una orden de registro. Tomé un peine del abarrotado anaquel y me peiné. Luego me lavé la cara e hice gárgaras con un elixir bucal. Me miré en el espejo. Tenía bolsas bajo los ojos inyectados en sangre, mi piel estaba un poco pálida y la cicatriz del pecho resaltaba blanquecina y sin vello en el tórax. Evidentemente, los muchos kilómetros recorridos habían dejado su huella en John Corey, y aún quedaban más. Pero mi cigüeñal funcionaba todavía, aunque la batería estuviese baja.

No queriendo permanecer demasiado tiempo en los aposentos privados de mademoiselle, volví al cuarto de estar.

Kate había puesto sobre la mesita dos platos de huevos revueltos con tostadas y dos vasos de zumo de naranja. Me senté en el sofá, ella se arrodilló en el suelo, enfrente de mí, y comimos. La verdad era que estaba hambriento.

– Llevo ocho meses en Nueva York, y tú eres el primer hombre con el que he estado -me dijo.

– Lo he notado.

– ¿Y tú?

– Hace años que no estoy con un hombre.

– En serio.

– Bueno… ¿qué puedo decir? Me he estado viendo con alguien. Lo sabes.

– ¿Podemos deshacernos de ella?

Me eché a reír.

– Hablo en serio, John. No me importa compartir a alguien durante unas semanas pero, después de eso, siento que… ya sabes.

No estaba muy seguro de ello pero dije:

– Te entiendo, perfectamente.

Nos miramos el uno al otro durante largo rato. Finalmente, comprendí que debía decir algo, así que indiqué:

– Escucha, Kate, creo que, simplemente, te encuentras sola. Y muy ocupada. Yo no soy un príncipe azul, aunque ahora te lo pueda parecer, así que…

– Bobadas. No estoy tan sola ni tan ocupada. Continuamente tengo hombres acosándome. Tu amigo, Ted Nash, me ha pedido diez veces que salga con él.

– ¿Qué? -Solté el tenedor-. Ese insignificante montón de mierda… !

– No es insignificante.

– Es un montón de mierda.

– No lo es.

– Eso me revienta. ¿Saliste con él?

– Sólo unas cuantas veces a cenar. Cooperación entre agencias.

– Maldita sea, me revienta. ¿Por qué te ríes?

No me dijo por qué se estaba riendo pero supongo que yo ya lo sabía.

Observé cómo se tapaba la cara con la mano mientras trataba de tragar los huevos revueltos y reír al mismo tiempo.

– Si te atragantas, no conozco la maniobra Heimlich -dije.

Eso la hizo reír más aún.

Opté por cambiar de tema y le pregunté qué opinaba de las conferencias de prensa.

Respondió, pero yo no le prestaba atención. Pensaba en Ted Nash y en cómo se había portado con Beth Penrose durante el caso de Plum Island. Bueno, quizá era recíproco y carecía de importancia en realidad, pero yo no tolero bien la competencia. Creo que Kate Mayfield se lo imaginaba y tal vez lo estuviera utilizando contra mí.

Pensé después en Beth Penrose y, la verdad sea dicha, me sentía un poco culpable. Mientras que a Kate Mayfield no le importaba compartir relaciones sexuales durante unas semanas, yo soy fundamentalmente monógamo y prefiero los dolores de cabeza de uno en uno… salvo un fin de semana en Atlantic City con aquellas dos hermanas, pero eso es otra historia.

Así que permanecimos allí un rato, con nuestros cuerpos tocándose, mientras comíamos los huevos. Hace tiempo que no he comido con una mujer estando ambos desnudos, y recuerdo que solía disfrutar realmente con ello. Si uno lo piensa bien, hay algo en común entre el alimento y la desnudez, el comer y el sexo. Por una parte, es primitivo; y por otra, es muy sensual.

Bueno, estaba cayendo por la resbaladiza pendiente del abismo del amor, el compañerismo y la felicidad, y sabido es adónde conduce todo eso. A la desdicha.

¿Y qué? Hay que lanzarse.

– Llamaré a Beth por la mañana y le diré que todo ha terminado -le dije.

– No necesitas hacerlo. Lo haré yo por ti. -Rió de nuevo.

Evidentemente, Kate Mayfield estaba de un humor poscoital mejor que el mío. Yo me sentía desconcertado, confuso y un poco asustado. Pero lo arreglaría todo por la mañana.

– Hablemos del negocio -dijo-. Cuéntame más cosas del informante.

Así que narré de nuevo mi interrogatorio de Fadi Asuad, sintiéndome menos culpable al abreviar mi día de comida y sexo.

Ella me escuchó atentamente y luego preguntó:

– ¿Y no crees que es un cuento?

– No. Su cuñado ha muerto.

– Sin embargo, podría ser todo parte del plan. Esa gente es capaz de actuar con una crueldad que nosotros no podemos comprender.

Reflexioné unos instantes.

– ¿Qué propósito tendría hacernos creer que Asad Jalil fue a Perth Amboy en taxi?

– Para que pensemos que está en la carretera y dejemos de buscarlo en Nueva York.

– Estás forzando las cosas. Si hubieras visto a Fadi Asuad, sabrías que decía la verdad. Gabe también lo creía así, y yo confío en el instinto de Gabe.

– Fadi dijo lo que sabía, pero eso no demuestra que Jalil estuviese en el taxi. Pero si lo estaba, entonces el asesinato de Frankfurt fue una maniobra de diversión y el asesinato de Perth Amboy fue el verdadero.

– Exacto.

Rara vez trato de encontrar soluciones a los problemas con un colega del sexo opuesto estando ambos en pelota picada, y no resulta tan placentero como podría parecer. Pero supongo que es mejor que una reunión en torno a una mesa de conferencias.

– Bueno -dije-, te he evitado tener que pasar unas semanas en Europa con Ted Nash.

– Por eso creo que te has inventado todo esto. Para hacerme volver aquí.

Sonreí.

Ella permaneció unos instantes en silencio.

– ¿Crees en el destino? -preguntó finalmente.

Reflexioné acerca de ello. Mi encuentro casual de hacía un año con los dos tipos hispanos en la calle 102 Oeste había puesto en marcha una sucesión de acontecimientos que me llevaron a la baja por enfermedad, luego a la brigada antiterrorista y luego al momento y lugar en que me hallaba. Yo no creo en la predestinación, la fortuna, el hado o la suerte. Yo creo que una combinación de libre albedrío y caos desordenado controla nuestros destinos, que el mundo es como una especie de rebajas de prendas femeninas en Loehmann's. En cualquier caso, uno debe mantenerse continuamente alerta, presto a ejercitar su libre albedrío en medio de un entorno peligroso y crecientemente caótico.