– ¿John?
– No, no creo en el destino. No creo que estuviéramos destinados a encontrarnos, ni creo que estuviéramos destinados a hacer el amor en tu apartamento. El encuentro fue casual, hacer el amor fue idea tuya. Gran idea, por cierto.
– Gracias. Ahora tienes que cortejarme.
– Conozco las reglas. Siempre mando flores.
– Déjate de flores. Simplemente, sé amable conmigo en público.
Tengo un amigo escritor que entiende de mujeres, y una vez me dijo: «Los hombres hablan con las mujeres para poder acostarse con ellas, y las mujeres se acuestan con los hombres para que éstos les hablen.» Esto parecía aplicable a todo el mundo pero no estoy seguro de lo larga que debe ser la conversación que debo mantener después de una relación sexual. Con Kate Mayfield, la respuesta parecía ser: muchísimo.
– ¿John?
– Oh… bueno, si soy amable contigo en público/la gente hablará.
– Muy bien. Y los otros idiotas se mantendrán apartados de mí.
– ¿Qué otros idiotas? Aparte de Nash.
– No importa. -Se echó hacia atrás y apoyó los pies descalzos sobre la mesita, se estiró, bostezó y movió los dedos de los pies. Dijo-: Me he quedado de maravilla.
– He procurado esmerarme.
– Me refería a la cena.
– Oh. -Miré el reloj digital del vídeo y dije-: Tengo que irme.
– Ni hablar. Hace tanto tiempo que no paso la noche con un hombre que no recuerdo quién retiene a quién.
Reí entre dientes. Lo que me atraía de Kate Mayfield, supongo, era que en público tenía un aire y un comportamiento virginales y edificantes pero aquí… bueno, supongo que ya se hacen una idea. Esto excita a algunos hombres, y yo soy uno de ellos.
– No tengo cepillo de dientes.
– Yo tengo uno de esos kits de aseo para hombres, que dan en las compañías aéreas a los pasajeros de clase business. Lo he estado guardando.
– ¿Qué compañía? A mí me gusta el kit de British Airways.
– Creo que es de Air France. Lleva un condón.
– Hablando de eso…
– Confía en mí. Trabajo para el gobierno federal.
Tal vez fuera eso lo más gracioso que había oído desde hacía meses.
Encendió la tele y se echó en el sofá, apoyando la cabeza en mi regazo. Yo le acaricié los pechos, lo que hizo que se extendiera mi brazo hidráulico, y ella levantó la cabeza y dijo: «Unos centímetros más, por favor», y se echó a reír. Estuvimos hasta eso de las dos de la madrugada viendo un montón de pases de las noticias ya vistas, además de unos cuantos reportajes sobre lo que ahora se llamaba «El ataque terrorista del vuelo 175». En las noticias parecía que se estaba intentando dejar al margen el nombre de su principal anunciante, Trans-Continental. De hecho, por extraño que pueda parecer, uno de los canales tenía un anuncio de Transcontinental en el que se mostraban felices pasajeros de clase turista, lo cual es un oxímoron. Yo creo que utilizan enanos para hacer que los asientos parezcan más grandes. Observen también que nunca ponen pasajeros de aspecto árabe en los anuncios.
Como quiera que fuese, los bustos parlantes de los reportajes habían sido tomados de todos los rincones del planeta, y allí estaban, parloteando sobre terrorismo mundial, la historia del terrorismo en Oriente Medio, Libia, extremistas musulmanes, gas cianhídrico, pilotos automáticos, etcétera, etcétera.
A eso de las tres nos retiramos al dormitorio, llevando encima solamente nuestras pistolas y sus fundas.
– Yo duermo desnudo -dije-, pero con la pistola en su funda.
Ella sonrió y bostezó. Luego se pasó sobre la piel desnuda del hombro la correa de la pistolera, y si está uno metido en esa clase de cosas, resulta sexy.
– Se hace raro. Las tetas y la pistola, quiero decir -dijo, mirándose en el espejo.
– Sin comentarios.
– Ésta era la funda sobaquera de mi padre -me dijo-. Yo no quería decirle que ya no se usaban las sobaqueras. Adapté a la correa una funda de Glock, y me la pongo una vez a la semana, y cada vez que voy a casa.
Moví la cabeza. Aquello me mostraba un aspecto nuevo y delicado de Kate Mayfield.
Se quitó la sobaquera, fue hasta el contestador de la mesilla de noche y pulsó un botón. Sonó la inconfundible voz de Ted Nash diciendo:
– Kate, soy Ted, te llamo desde Frankfurt. Me han comunicado que Corey y tú no vais a reuniros con nosotros aquí. Debéis reconsiderar vuestra decisión. Los dos estáis perdiendo una buena oportunidad. Creo que el asesinato del taxista fue sólo una treta para desviar la atención… De todos modos, llámame… es poco más de medianoche en Nueva York… Creía que estarías en casa… me dijeron que saliste de la oficina y te ibas a casa… Corey tampoco está en casa. Bueno, llámame aquí hasta las tres o las cuatro de la madrugada, hora tuya. Estoy en el Frankfurter Hof. -Dio el número y añadió-: O trataré de localizarte más tarde en la oficina. Tenemos que hablar.
Ni Kate ni yo dijimos nada, pero me irritó oír la voz de aquel tío en el dormitorio de Kate Mayfield, y supongo que ella lo notó, porque dijo:
– Hablaré con él más tarde.
– Son sólo las tres -respondí-, las nueve allí. Puedes pillarlo en su habitación, mirándose al espejo.
Sonrió pero no dijo nada.
Supongo que, como de costumbre, Ted y yo teníamos teorías diferentes. Yo pensaba que el asesinato de Frankfurt era la maniobra de diversión. Y estaba casi seguro de que el astuto Ted lo pensaba también pero quería que yo fuese a Alemania. Interesante. Bien, si Ted dice que vaya al punto B, entonces me quedo en el punto A. Así de sencillo.
Kate ya estaba en la cama, instándome a que me reuniera con ella. Así que me metí en la piltra y nos acurrucamos, entrelazando los brazos y las piernas. Las sábanas eran frescas y tersas, la almohada y el colchón eran firmes, y también lo era Kate Mayfield. Esto era mejor que dar cabezadas en el sillón delante del televisor.
El cerebro grande se estaba adormilando, pero el cerebro pequeño estaba completamente despierto, como sucede a veces. Kate se puso encima de mí y guardó el pajarito en la jaula. En algún momento me desvanecí y soñé con extraordinario realismo que estaba haciendo el amor con Kate Mayfield.
CAPÍTULO 41
Asad Jalil contemplaba la franja de campiña que se deslizaba bajo el avión mientras el viejo Piper atravesaba el límpido firmamento a 2 500 metros de altura, en dirección nordeste, rumbo a Long Island.
– Tenemos un buen viento de cola, así que estamos haciendo un tiempo excelente -dijo Bill Satherwaite a su pasajero.
– Magnífico. -El viento de cola te ha acortado la vida.
– Pues, como le decía, aquélla era la misión de ataque en caza a reacción más larga jamás realizada. Y el F-l 11 no es precisamente cómodo.
Jalil permanecía en silencio, escuchando.
– Los jodidos franceses no quisieron dejarnos volar sobre su país -continuó Satherwaite-. Pero los italianos no pusieron pegas, dijeron que podíamos aterrizar en Sicilia si hacía falta. Así que, para mí, ustedes son estupendos.
– Gracias.
Estaba pasando bajo ellos Norfolk, en Virginia, y Satherwaite aprovechó la oportunidad para señalar por encima del ala derecha la base naval estadounidense.
– Mire, ahí está la flota, ¿ve esos dos portaaviones en sus dársenas? ¿Los ve?