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– ¿A qué se refiere?

– Me refiero a que ese mamón debe de tener algún as escondido en la manga. ¿Sabe? ¿Qué gana entregando a dos de los suyos, a los que él mismo ordenó poner la bomba?

– Quizá sintió una presión extraordinaria para que cooperase con el Tribunal Internacional -respondió Jalil.

– ¿Sí? Pero luego ¿qué? Luego tiene que dar la cara ante sus amigos terroristas árabes, así que va y se lanza a otra hazaña. ¿Sabe? Quizá lo que sucedió con ese vuelo de Trans-Continental fue otra hazaña de Gadafi. El tipo del que sospechan es libio, ¿no?

– No estoy muy al tanto de ese incidente.

– A decir verdad, yo tampoco. Resulta todo un tanto repelente.

– Pero quizá tenga usted razón -continuó Jalil- en que este último acto de terrorismo es una venganza de los libios por haberse visto obligados a entregar a esos individuos. O quizá la incursión aérea sobre Libia no ha sido completamente vengada.

– ¿Quién sabe? ¿Y a quién carajo le importa? Como trate uno de entender a esos tipos del trapo en la cabeza, se volverá tan loco como ellos.

Jalil no respondió.

Continuaban volando. Satherwaite pareció perder interés por la conversación y bostezaba a ratos. Seguían el contorno de la costa de Nueva Jersey mientras el sol descendía sobre el horizonte. Jalil podía ver unas cuantas luces esparcidas allá abajo, y percibió al frente un brillante resplandor en el océano.

– ¿Qué es eso? -preguntó.

– ¿Dónde? Oh… eso es que nos estamos acercando a Atlantic City. Estuve allí una vez. Un sitio magnífico si te gusta el vino, las mujeres y las canciones.

Jalil reconoció en esto una alusión a una estrofa del gran poeta persa Ornar Jayyam. «Un cántaro de vino, una hogaza de pan y tú a mi lado cantando en el desierto. ¡Oh, el desierto es paraíso suficiente!»

– ¿De modo que es el paraíso? -preguntó.

Satherwaite rió.

– Sí. O el infierno. Depende de cómo salgan las cartas. ¿Usted juega?

– No.

– Creía que… los sicilianos eran jugadores.

– Nosotros animamos a otros a jugar. Los que no juegan son los que ganan.

– Tiene razón.

Satherwaite hizo virar suavemente el avión a la derecha y tomó una nueva dirección.

– Vamos a salir al Atlántico para, desde allí, enfilar directamente a Long Island -anunció-. Estoy empezando ya a descender, así que puede que note algún que otro chasquido en los oídos.

Jalil miró su reloj. Eran las siete y cuarto, y el sol era apenas visible sobre el horizonte occidental. Abajo, la tierra se hallaba sumida en la oscuridad. Se quitó las gafas de sol, que guardó en el bolsillo superior, y se puso las bifocales.

– He estado pensando en esa coincidencia de que tenga usted un amigo en Long Island -le dijo a su piloto.

– ¿Sí?

– Yo tengo un cliente en Long Island que también se llama Jim.

– No puede ser Jim McCoy.

– Sí. Así se llama.

– ¿Es cliente suyo? ¿Jim McCoy?

– ¿Es el director del museo de aviación?

– ¡Sí! ¡Que me ahorquen! ¿Cómo lo conoce?

– Él compra tela de algodón de mi fábrica en Sicilia. Se trata de una tela especial para cuadros al óleo pero resulta excelente para cubrir las armazones de los viejos aviones que se conservan en su museo.

– Vaya, que me ahorquen. ¿Usted le vende tela a Jim?

– A su museo. No he estado nunca con él pero estaba encantado con la calidad de mi tela de algodón. No es tan pesada como la lona, y como hay que extenderla sobre las armazones de madera de los aviones antiguos, su ligereza la hace preferible. -Jalil trató de recordar qué más le habían dicho en Trípoli y continuó-: Y, naturalmente, como está hecha para artistas, absorbe la pintura del avión mucho mejor que la lona, que, de todos modos hoy en día apenas si se utiliza, ya que en la navegación a vela se emplean generalmente fibras sintéticas.

– ¿De veras?

Jalil permaneció unos momentos en silencio y luego preguntó:

– ¿Podríamos visitar esta noche al señor McCoy?

Bill Satherwaite reflexionó unos instantes.

– Supongo que sí… -dijo-. Puedo llamarlo…

– No quiero aprovecharme de su amistad con él y no hablaré en absoluto de negocios. Sólo quiero ver el avión en que se ha empleado mi tela.

– Desde luego. Supongo…

– Y, naturalmente, por este favor insistiría en hacerle un pequeño obsequio… Digamos que quinientos dólares.

– Hecho. Lo llamaré a su despacho, a ver si aún está allí.

– Si no, quizá pueda llamarlo a su casa y pedirle que nos reciba en el museo.

– Por supuesto. Jim no me negaría eso. De todas formas quería enseñármelo.

– Estupendo. Tal vez no haya tiempo por la mañana. En cualquier caso, deseo donar al museo dos mil metros cuadrados de tela, a modo de publicidad, y esto me deparará la oportunidad de presentar mi regalo.

– Desde luego. Menuda coincidencia, oiga. Qué pequeño es el mundo.

– Y cada año se hace más pequeño.

Jalil sonrió para sus adentros. No era necesario que aquel piloto facilitara su entrevista con el ex teniente McCoy pero facultaba un poco las cosas. Jalil tenía la dirección particular de McCoy, y era indiferente si lo mataba en casa con su mujer o si lo mataba en su despacho del museo. El museo sería mejor, pero sólo por el simbolismo del acto. Lo único importante era que él, Asad Jalil, necesitaba volar esa misma noche hacia el oeste en la última etapa de su viaje de negocios a Norteamérica.

Hasta el momento, pensó, todo se desarrollaba conforme a lo planeado. Dentro de uno o dos días, algún miembro de los servicios de inteligencia americanos establecería la relación entre aquellas muertes aparentemente no relacionadas entre sí. Pero, aunque así fuese, Asad Jalil ya estaba dispuesto a morir, después de todo lo que había conseguido: Hambrecht, Waycliff y Grey. Si lograba añadir a McCoy a la lista, tanto mejor. Pero aunque lo estuviesen esperando en el aeropuerto, o en el museo, o en casa de McCoy, o en los tres sitios, por lo menos el cerdo que estaba a su lado moriría. Miró a su piloto y sonrió. Estás muerto, teniente Satherwaite, pero no lo sabes.

Estaban todavía descendiendo hacia Long Island, y Jalil ya podía ver la línea de la costa. Había muchas luces a lo largo de ella, y divisó a su izquierda los altos edificios de la ciudad de Nueva York.

– ¿Pasaremos cerca del aeropuerto Kennedy? -preguntó.

– No, pero puede verlo allí, junto a la bahía. -Satherwaite señaló una amplia e iluminada extensión de terreno próxima al agua-. ¿Lo ve?

– Sí.

– Estamos ya a trescientos metros, por debajo de las pautas de llegada del Kennedy, así que no tenemos que ocuparnos de esas chorradas. Santo Dios, los tipos de la torre de la AFA son unos gilipollas.

Jalil no respondió, pero le sorprendía cuántas obscenidades soltaba aquel hombre. Sus propios compatriotas lo hacían también pero ellos jamás blasfemarían como aquel cerdo ateo, utilizando el nombre de Dios en vano. En Libia habría sido ejecutado si utilizaba el nombre de Alá en vano.

Satherwaite miró de reojo a su pasajero.

– De modo que realmente se dedica usted al negocio de las telas -le dijo.

– Sí. ¿A qué creía usted que me dedicaba?

Satherwaite sonrió.

– Bueno, a decir verdad, creía que quizá fuese usted del hampa -respondió.

– ¿Qué quiere decir?

– Ya sabe… la mafia.

Asad Jalil sonrió.

– Yo soy un hombre honrado, un comerciante del ramo textil. ¿Viajaría un hombre de la mafia en un avión tan viejo? -añadió.

Satherwaite rió forzadamente.

– Supongo que no… pero lo he traído aquí sano y salvo, ¿no?

– Aún no hemos aterrizado.

– Aterrizaremos. No he matado a nadie todavía.

– Sí que lo ha hecho.

– Bueno… pero me pagaban por matar gente. Ahora se me paga por no matarla. -Rió de nuevo y dijo-: El primero que se estrella en un accidente es el piloto. ¿Tengo yo aspecto de muerto?