Asad Jalil volvió a sonreír pero no respondió.
Satherwaite encendió la radio y llamó a la torre del MacArthur.
– Torre de Long Island, Apache Seis-Cuatro está a quince kilómetros al sur, altitud trescientos metros, reglas de vuelo visual, aterrizando en MacArthur.
Satherwaite escuchó la respuesta radiada desde la torre y acusó recibo de las instrucciones de aterrizaje.
Pocos minutos después apareció ante ellos un vasto aeropuerto, y Satherwaite ladeó el aparato y lo enfiló sobre la pista Veinticuatro.
Jalil podía ver el edificio de la terminal principal a lo lejos, a la izquierda, y a la derecha un grupo de hangares, cerca de los cuales se hallaban estacionadas varias avionetas. El aeropuerto estaba rodeado de árboles, viviendas suburbanas y carreteras.
Según su información, este aeropuerto se encontraba a 75 kilómetros al este del aeropuerto Kennedy, y como no había vuelos internacionales no existían excesivas medidas de seguridad. En cualquier caso, ahora estaba volando en un aparato privado y volaría más tarde en un reactor privado, y las medidas de seguridad en el sector privado del aeropuerto, al igual que en todos los vuelos privados en Estados Unidos, eran inexistentes.
De hecho, pensó, en aquello había una cierta ironía por cuanto que, según le habían informado los servicios de inteligencia libios, al menos quince años antes el gobierno estadounidense había puesto los aeropuertos comerciales en nivel de seguridad Uno, y ese elevado nivel de seguridad nunca se había cancelado. Por consiguiente, los aviones privados que transportaban pasajeros y tripulantes no controlados ya no podían ir hasta una terminal comercial, como habían podido hacer durante tantos años. Ahora los aviones privados tenían que rodar hasta el lugar denominado Aviación General, donde no había medidas de seguridad.
Como consecuencia, precisamente los sujetos que preocupaban a los norteamericanos -saboteadores, traficantes de drogas, luchadores por la libertad y lunáticos- podían volar libremente por el país, siempre que lo hicieran en aviones privados y aterrizasen en aeródromos privados, o, como ahora, en el sector privado de un aeropuerto comercial. Nadie, y tampoco aquel estúpido piloto, preguntaría por qué un pasajero que necesitaba alquilar un coche o tomar un taxi o tenía previsto volar en un avión comercial iba a querer aterrizar tan lejos de la terminal principal; simplemente, era obligatorio.
Asad Jalil murmuró unas palabras de agradecimiento a los estúpidos burócratas que le habían hecho más fácil su misión.
El Apache descendió suavemente y tocó tierra. A Jalil le sorprendió la suavidad del aterrizaje, habida cuenta del aparente deterioro mental del piloto.
– ¿Lo ve? -dijo Satherwaite-. Está usted vivito y coleando.
Jalil no respondió.
Satherwaite rodó hasta el final de la pista y salió a una calzada. Se dirigieron hacia los hangares privados que había visto desde el aire.
Se había puesto el sol, y el aeropuerto se hallaba sumido en la oscuridad, sólo interrumpida a lo lejos por las luces de las pistas y de los edificios de Aviación General.
El Apache se detuvo junto al grupo de edificios y hangares, lejos de la terminal principal.
Jalil miró a través del sucio plexiglás en busca de alguna señal de peligro, de alguna trampa tendida contra él. Estaba dispuesto a sacar la pistola y ordenar al piloto que despegara de nuevo pero todo parecía normal en torno a los hangares.
Satherwaite condujo el avión hasta la zona de estacionamiento y apagó los motores.
– Muy bien -dijo-, salgamos de este ataúd volante. -Rió.
Los dos hombres se desabrocharon los cinturones de seguridad y recogieron sus maletines. Jalil abrió la puerta y salió al ala, manteniendo la mano derecha en el bolsillo en que guardaba la Glock. A la primera señal de que algo marchaba mal, le metería una bala en la cabeza a Bill Satherwaite, lamentando solamente la oportunidad perdida de exponerle al ex teniente Satherwaite las razones por las que iba a morir.
Jalil ya no buscaba señales de peligro pero ahora estaba tratando de sentir el peligro. Permanecía absolutamente inmóvil, como un león, olfateando el aire.
– Eh, ¿se encuentra bien? -exclamó Satherwaite-. Sus pies están más cerca del suelo que sus ojos. Salte.
Jalil miró una vez más en derredor, cerciorándose de que todo estaba en orden, y luego saltó al suelo.
Satherwaite lo siguió, se desperezó y bostezó.
– Hace fresco aquí -observó. Se volvió hacia Jalil-. Haré que un ayudante de pista nos lleve a la terminal. Usted puede quedarse aquí.
– Iré con usted.
– Como quiera.
Echaron a andar en dirección a un hangar próximo e interceptaron a un ayudante de pista.
– Eh, ¿puede llevarnos a la terminal? -le preguntó Satherwaite.
– Esa furgoneta blanca va ahora para allá -respondió el ayudante.
– Estupendo. Oiga, voy a quedarme a pasar la noche y saldré a media mañana. ¿Puede llenarme los depósitos y pintar el avión? -Se echó a reír.
– Ese cacharro necesita algo más que pintura, amigo -respondió el ayudante de pista-. ¿Tiene quitado el freno?
– Sí.
– Lo remolcaré hasta un surtidor y se lo repostaré.
– Los seis depósitos. Gracias.
Jalil y Satherwaite corrieron hacia la furgoneta. Satherwaite habló con el conductor, y subieron a la trasera. En los asientos centrales iban un joven y una atractiva mujer rubia.
Asad Jalil no se sentía a gusto con aquel arreglo pero sabía por su formación que no habría llegado hasta la furgoneta si se tratase de una trampa. No obstante, mantenía la mano en el bolsillo de la Glock.
El conductor pisó el acelerador, y la furgoneta empezó a moverse. Jalil podía ver la terminal iluminada un kilómetro de distancia más allá, al otro lado de la lisa extensión.
Salieron del aeropuerto.
– ¿Adónde va? -le preguntó Jalil al conductor.
– Los sectores comercial y de Aviación General están separados. No se puede atajar.
Jalil no respondió.
Durante un rato nadie habló, pero luego Satherwaite se dirigió a la pareja que tenía delante.
– ¿Han llegado ustedes en avión?
El hombre volvió la cabeza y miró primero a Jalil. Los ojos de ambos se encontraron pero Jalil sabía que sus facciones no eran visibles en la oscuridad de la furgoneta.
El hombre miró a Satherwaite y respondió:
– Sí. Acabamos de llegar de Atlantic City.
– ¿Ha tenido suerte? -preguntó Satherwaite. Movió la cabeza en dirección a la rubia, guiñó un ojo y sonrió.
El hombre forzó una sonrisa.
– La suerte no tiene nada que ver con esto -replicó. A continuación volvió nuevamente la cabeza hacia adelante, y continuaron en silencio por la oscura carretera.
La furgoneta entró de nuevo en el aeropuerto y se detuvo ante la terminal principal. Los jóvenes se apearon y echaron a andar en dirección a la parada de taxis.
– Disculpe, pero veo que tengo alquilado un coche a Herz, con el servicio Gold Card. Así que creo que puedo ir directamente al aparcamiento de Herz -dijo Jalil al conductor.
– Sí. De acuerdo. -El conductor arrancó, y un minuto después llegaban al área reservada a clientes de Herz Gold Card.
Había veinte plazas de aparcamiento numeradas bajo una larga marquesina de metal iluminada, y en cada espacio había un letrero luminoso con un nombre. En uno de los letreros ponía BADR, y se dirigió hacia él.
Satherwaite lo siguió.
Llegaron hasta el automóvil, un Lincoln Town Car negro, y Jalil abrió la portezuela trasera y dejó su maletín en el asiento.
– ¿Éste es su coche alquilado? -preguntó Satherwaite.
– Sí. B-A-D-R es el nombre de la empresa.
– Oh… ¿y no tiene que firmar papeles ni nada?