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– Puede dejarlo aquí -dijo el guardia.

Jalil apagó el motor y bajó del Lincoln. Cogió su maletín negro del asiento posterior.

Satherwaite salió también pero dejó su maletín en el Lincoln.

Jalil cerró el coche con el mando a distancia.

– Bienvenidos al Museo Cuna de la Aviación -dijo el guardia. Los miró y añadió-: El señor McCoy les está esperando en su despacho. Les llevaré hasta allí. -Se volvió hacia Jalil-: ¿Necesita ese maletín, señor?

– Sí, tengo un regalo para el señor McCoy, y una cámara.

– Muy bien.

Satherwaite paseó la vista en derredor por el enorme complejo. A la derecha, junto al moderno edificio que tenían delante, había dos hangares de los años treinta, restaurados y recién pintados.

– Eh, mire eso.

– Es la vieja base de la Fuerza Aérea de Mitchell, que sirvió como base de entrenamiento y defensa aérea desde los años treinta hasta mediados de los sesenta. Se han mantenido en su lugar estos hangares y, tras habérselos devuelto a su primitivo estado, ahora contienen casi toda nuestra aviación de época. Este edificio nuevo que tenemos delante alberga el centro de visitantes y el teatro circular Imax. A la izquierda se encuentran el Museo de Ciencia y Tecnología y el Salón Astronáutico Tek-Space. Síganme, por favor.

Jalil y Satherwaite siguieron al guardia hasta las puertas de entrada. Jalil observó que el guardia no iba armado.

Entraron en el edificio, que tenía un patio de una altura de cuatro pisos.

– Esto es el centro de visitantes -dijo el guardia-, que, como pueden ver, tiene un espacio de exposición, una tienda museo allí y el café Planeta Rojo justo delante.

Jalil y Satherwaite miraron a su alrededor en el dilatado patio mientras el guardia continuaba:

– Hay un Gyrodyne Rotorcycle, un helicóptero experimental monoplaza de la Marina, de 1959, y un planeador Merlin, y un avión sin motor Veligdons para el vuelo a vela construido aquí, en Long Island, en 1981.

El guardia continuó su visita guiada mientras recorrían el vasto espacio. Sus pisadas resonaban en el suelo de granito. Jalil observó que la mayoría de las luces estaban encendidas y preguntó:

– ¿Somos nosotros sus únicos visitantes esta noche?

– Sí, señor. De hecho, el museo no está oficialmente abierto aún pero admitimos pequeños grupos de potenciales donantes, y de vez en cuando organizamos una recepción para los personajes influyentes. -Rió y añadió-: Abriremos dentro de unos seis u ocho meses.

– O sea, que estamos realizando una visita privada -dijo Satherwaite.

– Sí, señor.

Satherwaite miró a Jalil y le guiñó un ojo.

Continuaron andando y franquearon una puerta con un letrero que decía: «Privado. Reservado al personal.»

Al otro lado de la puerta había un pasillo al que daban las puertas de varios despachos. El guardia se detuvo ante una de ellas en la que figuraba la placa de «Director», llamó con los nudillos y la abrió.

– Que tengan una grata visita -dijo.

Satherwaite y Jalil entraron en un pequeño recibidor. Jim McCoy estaba sentado a la mesa del recepcionista, examinando unos papeles que dejó inmediatamente. Se puso en pie y dio la vuelta a la mesa, sonriente y con la mano extendida.

– Bill, ¿cómo coño estás?

– Cojonudamente bien.

Bill Satherwaite estrechó la mano de su compañero de escuadrilla y permanecieron mirándose, sonrientes.

Jalil los observaba, mientras ambos parecían esforzarse por mostrar una gran alegría. Jalil advirtió que McCoy no estaba en tan buena forma como el general Waycliff o el teniente Grey, pero tenía mucho mejor aspecto que Satherwaite. Se fijó en que McCoy iba de traje, lo que acentuaba el contraste entre él y Satherwaite.

Los dos hombres intercambiaron unas palabras; luego Satherwaite se volvió y dijo:

– Jim, éste es… mi pasajero… el señor…

– Fanini -dijo Asad Jalil-. Alessandro Fanini. -Extendió la mano, que McCoy le estrechó-. Soy fabricante de tela de algodón.

Miró a Jim McCoy, y sus ojos se encontraron, pero McCoy no mostró la menor señal de alarma. Sin embargo, Jalil percibió en su mirada un destello de inteligencia que le hizo comprender que aquel hombre no sería tan estúpido y confiado como Satherwaite.

– La empresa del señor Fanini vendió… -empezó Satherwaite.

Jalil lo interrumpió:

– Mi empresa suministra tela para aviones antiguos. Como muestra de agradecimiento por esta visita privada, me gustaría enviarle dos mil metros de excelente tela de algodón. Gratuitamente, claro está -añadió.

Jim McCoy permaneció en silencio unos instantes.

– Es muy generoso por su parte… Admitimos toda clase de donativos -respondió finalmente.

Jalil sonrió e inclinó la cabeza.

Satherwaite se volvió hacia Jalil.

– ¿No dijo usted…?

Jalil lo interrumpió de nuevo.

– Quizá pueda ver algunos de los aviones antiguos y examinar la calidad de la tela que utiliza. Si es mejor que la mía, entonces le pido que me disculpe por ofrecerle una de calidad inferior.

Satherwaite creyó entender que el señor Fanini quería que mantuviese la boca cerrada. Jim McCoy creía ver acercarse toda una ofensiva de venta.

– Nuestros aviones de época no están destinados a volar -dijo McCoy a Jalil-, así que tendemos a utilizar tela muy resistente.

– Comprendo. Bien, entonces le enviaré la de mayor grado de resistencia.

Satherwaite pensó que esa información se contradecía con lo que el señor Fanini le había dicho antes pero no dijo nada.

Charlaron unos momentos. McCoy parecía un poco contrariado por el hecho de que Bill Satherwaite hubiera llevado un desconocido a su reunión. Pero eso era típico de Bill, carente por completo de sutileza, previsión o dotes sociales. Sonrió, pese a la situación, y dijo:

– Vayamos a ver algunos aviones. -Se volvió hacia Jalil-. Puede dejar aquí ese maletín.

– Si no le importa, llevo una cámara fotográfica, además de una de vídeo.

– Muy bien.

McCoy los precedió al pasillo, recorrieron de nuevo el patio y cruzaron unas grandes puertas que conducían a los hangares.

En el interior de los hangares contiguos había más de cincuenta aviones de diversas épocas, incluidas las dos guerras mundiales y la de Corea, así como modernos cazarreactores.

– La mayoría de estos aparatos, aunque no todos, fueron fabricados aquí, en Long Island, entre ellos varios módulos de aterrizaje lunar Grumman conservados en el hangar siguiente -informó McCoy-. Todas las restauraciones que verán han sido realizadas por voluntarios, hombres y mujeres que trabajaban en la industria aeroespacial existente en Long Island, o en la aviación comercial o militar, los cuales han dedicado millares de horas a cambio de café, donuts y el derecho a que sus nombres queden grabados en la pared del patio.

McCoy prosiguió, con tono que delataba la brevedad de la visita:

– Como pueden ver, aquí hay un Ryan NYP, que fue el primero construido con el mismo diseño que el Spirit of St. Louis, por lo que nos hemos tomado la libertad de poner ese nombre en el fuselaje.

Continuaron andando mientras McCoy hablaba, pasando de largo ante muchos aviones, lo que confirmaba que aquélla no era la visita con que se obsequiaba a los benefactores importantes. McCoy se detuvo delante de un viejo biplano pintado de amarillo.

– Éste es un Curtiss JN-4, llamado un Jenny, construido en 1918. Éste fue el primer avión de Lindbergh.

Asad Jalil sacó del maletín la cámara fotográfica y tomó unas cuantas fotos protocolarias.

– Puede usted tocar la tela, si lo desea -dijo McCoy.

Jalil tocó la rígida tela pintada y observó:

– Sí, entiendo lo que quiere decir. Esto es demasiado pesado para volar. Lo recordaré cuando le envíe mi donación.

– Excelente. Y ahí hay un Sperry Messenger, un avión de reconocimiento construido en 1922, y allí, al fondo, vemos un grupo de cazas Grumman de la segunda guerra mundial, el Wildcat F4F, el Hellcat F6F, el Avenger TBM…