Выбрать главу

– Discúlpeme, señor McCoy -le interrumpió Jalil-. Creo que disponemos de poco tiempo, y sé que al señor Satherwaite le gustaría ver su antiguo aparato…

McCoy lo miró, asintió con la cabeza y dijo:

– Buena idea. Síganme.

Cruzaron una amplia puerta que daba al segundo hangar.

Éste contenía principalmente aviones de reacción y naves de exploración espacial.

A Jalil le sorprendió ver todos los artefactos bélicos reunidos allí. Sabía que a los norteamericanos les gustaba presentarse ante el mundo como un pueblo amante de la paz. Pero en aquel museo estaba claro que el arte de la guerra era la máxima expresión de su cultura. Jalil no se lo censuraba ni los juzgaba severamente por ello; de hecho, sentía envidia.

McCoy fue directamente hacia el F-l 11, un reluciente bimotor plateado que llevaba las insignias de la Fuerza Aérea americana. Las alas variables del F-l 11 estaban en posición retraída, y sobre el fuselaje, bajo el lado del piloto, figuraba el nombre del avión: La robusta Betty.

Jim McCoy se volvió hacia Bill Satherwaite.

– Bien, muchacho, aquí lo tienes. ¿Te trae recuerdos?

Satherwaite miró al esbelto cazarreactor como si fuese un ángel que le pidiera que lo cogiese de la mano y echara a volar con él.

Nadie habló mientras Bill Satherwaite continuaba mirándolo, hipnotizado por su visión del pasado. Tenía los ojos empañados.

– Le puse el nombre de mi mujer -dijo McCoy en voz baja, sonriendo.

Asad Jalil miraba fijamente el avión, sumido en sus propios recuerdos.

Finalmente, Satherwaite se acercó al aparato y tocó el fuselaje. Caminó en torno al caza, acariciando con los dedos la piel de aluminio, absorbiendo con los ojos todos los detalles de su cuerpo esbelto y perfecto.

Completó la vuelta alrededor del avión y miró a McCoy.

– Nosotros los pilotamos, Jim. Los pilotamos realmente -dijo.

– Sí, lo hicimos. Hace un millón de años.

Asad Jalil se apartó, dando la impresión de que era sensible a aquel momento entre viejos guerreros, pero en realidad sólo era sensible a su propio momento, como víctima de ellos.

Oyó a los dos hombres hablar a su espalda, los oyó reír, oyó palabras que les producían regocijo. Cerró los ojos, y en su mente tomó cuerpo el recuerdo de la forma borrosa que se precipitaba hacia él, y pudo ver con toda claridad aquella terrible máquina de guerra vomitando fuego rojo por la cola como un demonio surgido del infierno. Trató de bloquear el recuerdo de él mismo orinándose en los pantalones, pero el recuerdo era demasiado intenso y se dejó invadir por él, sabiendo que su humillación estaba a punto de ser vengada.

Oyó que Satherwaite lo llamaba y se volvió.

Había ahora junto al fuselaje, por el lado del piloto, una plataforma rodante de aluminio provista de una escalera.

– Eh, ¿puede retratarnos en la carlinga? -le preguntó Satherwaite a Jalil.

– Encantado.

Jim McCoy fue el primero en subir. La capota de la carlinga estaba levantada, y se instaló en el asiento del oficial de armamento, en el lado derecho. Satherwaite gateó por la escalera, saltó al asiento del piloto y lanzó un estridente grito:

– ¡Yupiii! ¡Al ataque de nuevo! ¡Matemos a unos cuantos de los del trapo en la cabeza!

McCoy lo miró con desaprobación pero no dijo nada que le estropeara el momento a su amigo.

Asad Jalil subió la escalera.

– Bien, armero, despegamos con rumbo al desierto -dijo Satherwaite-. Ojalá hubieras estado conmigo aquel día en vez de Chip. Ese idiota no paraba de hablar. -Jugueteó con los mandos al tiempo que imitaba el ruido de los motores-. Fuego el uno, fuego el dos. -Sonrió-. Diablos, puedo recordar todos los ejercicios como si los hubiéramos hecho ayer.

Pasó las manos por los mandos de la carlinga, moviendo la cabeza a medida que los reconocía.

– Apuesto a que podría realizar de memoria toda la comprobación previa al despegue.

– Apuesto a que sí -dijo McCoy con aire condescendiente.

– Bien, armero -dijo Satherwaite-, quiero que lances una exactamente encima de esa tienda, en cuyo interior está Muam-mar jodiendo con un camello.

Soltó una carcajada y volvió a imitar el ruido de motores.

Jim McCoy miró al señor Fanini, que estaba de pie en la plataforma de lo alto de la escalera. Le dirigió una sonrisa débil y forzada, deseando de nuevo que Satherwaite hubiera ido solo.

Asad Jalil levantó la cámara. La apuntó hacia los dos hombres de la carlinga y preguntó:

– ¿Preparados?

Satherwaite sonrió a la cámara. Fulguró el flash. McCoy trató de mantener una expresión neutra mientras volvía a destellar el flash. Satherwaite levantó la mano izquierda y extendió el dedo medio al tiempo que el flash destellaba una vez más.

– Bueno… -dijo McCoy.

Destelló de nuevo el flash. Satherwaite sujetó juguetona-mente con el brazo el cuello de McCoy en una especie de llave de lucha libre, y el flash destelló otra vez.

– Muy bien… -dijo McCoy.

Fulguró otra vez el flash, y otra, y otra.

– Eh, ya basta -exclamó McCoy.

Asad Jalil dejó caer la cámara en el interior del maletín y sacó la botella de plástico que había cogido en el Sheraton.

– Solamente dos más, caballeros -dijo.

McCoy parpadeó para superar el deslumbramiento causado por los fogonazos del flash y miró a su huésped. Parpadeó de nuevo y reparó en la botella de agua, que no le produjo ninguna alarma, pero reparó también en la extraña expresión del rostro del señor Fanini, y comprendió al instante que algo marchaba terriblemente mal.

– ¿De modo, caballeros, que conservan ustedes felices recuerdos de su misión de bombardeo? -dijo Jalil.

McCoy no respondió.

– Esto es formidable -dijo Satherwaite-. Eh, señor Fanini, pase a la parte del morro y sáquenos una desde delante.

Jalil no se movió.

– Bueno, larguémonos de aquí -dijo Jim McCoy-. Vamos, Bill.

– Quédense donde están -ordenó Jalil.

McCoy miró a Asad Jalil, y sintió cómo se le secaba súbitamente la boca. En algún recóndito lugar de su mente había sabido siempre que ese día acabaría llegando. Ahora, estaba allí.

– Empuje la escalera por delante del aparato y tome unas fotos desde el otro lado. Tome también varias desde el suelo. Luego… -decía Satherwaite.

– Cállese.

– ¿Eh?

– Cierre el pico.

– Eh, ¿quién cojones…? -Satherwaite se encontró mirando el cañón de una pistola, que su cliente sostenía pegada al cuerpo.

– Oh, Dios mío… oh, no… -exclamó McCoy en voz baja.

– De modo, señor McCoy, que ya ha adivinado que no soy un fabricante de tela. Quizá soy un fabricante de sudarios -dijo Jalil, sonriendo burlonamente.

– Oh, madre de Dios…

Bill Satherwaite parecía confuso. Miró a McCoy y luego a Jalil, tratando de averiguar qué sabían ellos que él ignoraba.

– ¿Qué está pasando aquí?

– Cállate, Bill. -McCoy se volvió hacia Jalil-. Este lugar está lleno de guardias armados y cámaras de seguridad. Le sugiero que se marche ahora, y no…

– ¡Silencio! Hablaré yo solamente, y prometo ser breve. Tengo otra cita, y esto no me llevará mucho tiempo.

McCoy no respondió.

Por una vez, Bill Satherwaite no dijo nada pero un destello de comprensión empezó a abrirse paso en su mente.

– El 15 de abril de 1986 -dijo Asad Jalil-, yo era un muchacho que vivía con su familia en un lugar llamado Al Azziziyah, un lugar que ustedes conocen.

– ¿Usted vivía allí? -exclamó Satherwaite-. ¿En Libia?

– ¡Silencio! -ordenó Jalil, y continuó-: Ustedes dos penetraron por aire en mi país, arrojaron bombas sobre mi pueblo, mataron a mi familia, mis dos hermanos, mis dos hermanas y mi madre, y regresaron luego a Inglaterra, donde supongo que celebraron sus asesinatos. Ahora, ambos van a pagar sus crímenes.