Satherwaite comprendió finalmente que iba a morir. Miró a Jim McCoy, sentado a su lado, y dijo:
– Lo siento, camarada…
– Cállese. En primer lugar -continuó Jalil-, gracias por invitarme a esta pequeña reunión. También quiero que sepan que ya he matado al coronel Hambrecht, al general Waycliff y a su mujer…
– Bastardo -dijo McCoy en un susurro.
– …a Paul Grey y ahora a ustedes dos. El siguiente… bueno, tengo que decidir si malgasto una bala con el coronel Callum y pongo fin a sus sufrimientos. Viene luego el señor Wiggins y después…
Bill Satherwaite extendió el dedo índice en dirección a Jalil y gritó:
– ¡Maldito seas, hijo de puta con turbante! ¡Maldito seas tú y el cabrón de tu jefe y…!
Jalil puso el cuello de la botella de plástico sobre el cañón de la Glock y, a bocajarro, le disparó una sola vez a Satherwaite en la frente. El sofocado disparo retumbó en el cavernoso hangar, mientras la cabeza de Satherwaite saltaba hacia atrás, despidiendo un surtidor de sangre y esquirlas de hueso y caía luego sobre el pecho.
Jim McCoy permaneció inmóvil en su asiento, y luego sus labios empezaron a moverse en oración. Inclinó la cabeza, rezando, se santiguó y continuó orando con labios temblorosos.
– Míreme.
McCoy continuó orando, y Jalil oyó las palabras «…en valle de sombra de muerte, no temo mal alguno…»
– Mi salmo hebreo favorito. Porque tú estás conmigo…
Terminaron el salmo juntos:
– Tu vara y tu cayado son mi consuelo. Tú pones ante mí una mesa enfrente de mis enemigos. Has derramado el óleo sobre mi cabeza, y mi cáliz rebosa. Sólo bondad y benevolencia me acompañan todos los días de mi vida, y moraré eternamente en la casa de Yahvé.
Cuando terminaron, Asad Jalil dijo: «Amén», y disparó al pecho de McCoy. Se quedó mirando cómo agonizaba, y sus ojos se encontraron antes de que los de Jim McCoy dejaran por completo de ver.
Jalil se guardó la pistola en el bolsillo, volvió a meter la botella de plástico en el maletín y, alargando el brazo en el interior de la carlinga, cogió la cartera de Satherwaite del bolsillo anterior de sus vaqueros y la de McCoy, cubierta de sangre, del bolsillo interior de su chaqueta. Guardó ambas carteras en su maletín y se limpió los dedos en la camiseta de Satherwaite. Palpó el cuerpo de éste pero no encontró ninguna arma y concluyó que el hombre mentía demasiado.
Jalil alargó la mano y bajó la capota de plexiglás.
– Buenas noches, caballeros. Quizá estén ya en el infierno, con sus amigos.
Bajó de la escalera, recogió los dos casquillos de bala y empujó la escalera hasta dejarla junto a otro avión.
Asad Jalil mantuvo la Glock en el bolsillo de la chaqueta, salió rápidamente del hangar y regresó al patio. No vio al guardia en la amplia extensión, ni lo vio tampoco fuera, a través de las puertas de cristal.
Entró en el área de oficinas y oyó un ruido al otro lado de una puerta cerrada. Abrió la puerta y vio al guardia sentado a una mesa, oyendo una radio y leyendo una revista titulada Flying. Detrás del guardia, quince monitores de televisión numerados mostraban escenas, interiores y exteriores, del vasto complejo museístico.
El guardia levantó la vista hacia su visitante y preguntó:
– ¿Han terminado?
Jalil cerró la puerta a su espalda, le disparó una bala en la cabeza y se dirigió hacia los monitores mientras el hombre caía de la silla al suelo.
Jalil examinó los monitores hasta que vio uno que mostraba imágenes del hangar donde estaban los modernos aviones a reacción. Vio varias escenas sucesivas de la zona de exposición, y reconoció la escalera rodante y luego el F-111 con la (capota bajada. Vio también imágenes del teatro, de las puertas exteriores donde estaba aparcado su coche, y otras del vestíbulo anterior al patio. No parecía haber nadie más en el edificio.
Encontró los vídeos apilados sobre un mostrador y fue pulsando el botón de parada de cada uno de ellos. Luego extrajo las quince cintas y las guardó en el maletín. Se arrodilló junto al guardia, le cogió la cartera, encontró el casquillo usado y, a continuación, salió de la oficina de seguridad y cerró la puerta a su espalda.
Volvió a cruzar el patio con paso rápido y salió por una de las puertas delanteras. Tiró de la puerta a su espalda y observó con satisfacción que quedaba cerrada.
Subió a su coche alquilado y lo puso en marcha. Miró el reloj del salpicadero. Eran las 10.57 de la noche.
Programó su navegador por satélite para que lo guiara al aeropuerto MacArthur y al cabo de diez minutos se encontraba en la carretera que se dirigía al norte, en dirección a la autovía de Long Island.
Rememoró brevemente los últimos minutos de las vidas del señor Satherwaite y el señor McCoy. Se le ocurrió que nadie podía prever nunca cómo iba a morir un hombre. Lo encontró interesante, y se preguntó cómo se comportaría él en una situación similar. La arrogancia final de Satherwaite lo había sorprendido, y pensó que el ex teniente había encontrado un poco de valor en los últimos instantes de su vida. O quizá albergaba tanta maldad en su interior que aquellas últimas palabras no tenían nada que ver con el valor, sino con el odio. Asad Jalil se dio cuenta de que, en una situación similar, él se comportaría, probablemente, igual que lo había hecho Satherwaite.
Jalil pensó en McCoy. Aquel hombre había reaccionado de una manera predecible, revelándose como un hombre religioso. O había encontrado rápidamente a Dios en el último minuto de su vida. Nunca se sabía. En cualquier caso, Jalil apreciaba su elección de salmos.
Salió de la carretera y enfiló la autovía de Long Island en dirección este. No había mucho tráfico, y se mantenía a la par de los demás vehículos, observando en el velocímetro que su velocidad en la escala métrica era de noventa kilómetros por hora.
Sabía perfectamente que se le estaba acabando el tiempo, que este doble asesinato atraería mucha atención.
Comprendía que la apariencia de robo resultaba muy sospechosa, y en algún momento la señora McCoy llamaría a la policía para comunicar que su marido había desaparecido y que en el museo no contestaba nadie al teléfono.
Su explicación de que el señor McCoy iba a reunirse con un camarada de la Fuerza Aérea haría que la policía se preocupase mucho menos que la señora McCoy. Pero en algún momento se descubrirían los cadáveres. Pasaría algún tiempo antes de que la policía pensara en ir al aeropuerto para ver en qué avión había llegado Satherwaite. De hecho, si McCoy no mencionó a su mujer el modo en que llegaba su amigo, a la policía jamás se le ocurriría ir al aeropuerto.
En cualquier caso, no importaba lo que hicieran la señora McCoy o la policía. Jalil tenía tiempo para su siguiente acto de venganza.
Sin embargo, mientras conducía sentía, por primera vez, la presencia del peligro y sabía que en alguna parte había alguien acechándolo. Estaba seguro de que su acechador no sabía dónde estaba ni entendía plenamente sus intenciones. Pero Asad Jalil percibía que él, el León, estaba siendo objeto de caza y que el desconocido cazador conocía, como mínimo, la naturaleza y la sustancia de lo que quería cazar.
Jalil trató de evocar una imagen de esa persona -no su imagen física, sino su alma- pero no podía penetrar en el ser de aquel hombre y solamente llegaba a percibir la intensidad del peligro que irradiaba.
Asad Jalil salió de su estado casi de trance. Reflexionó ahora acerca de la estela de cadáveres que iba dejando a su paso. El general Waycliff y su mujer habrían sido encontrados no más tarde de última hora de la mañana del lunes. En algún momento, un miembro de la familia Waycliff intentaría contactar con los antiguos compañeros de escuadrilla del general fallecido. De hecho, a Jalil le sorprendía que para entonces, en la noche del lunes, nadie hubiera telefoneado a McCoy. Una llamada telefónica a Paul Grey no le habría encontrado en condiciones de ponerse al aparato, y tampoco sería contestada una llamada al señor Satherwaite. Pero Jalil tenía la impresión de que la señora McCoy, aparte de la preocupación por su marido, podría recibir la preocupación adicional, esa noche o al día siguiente, de una llamada de la familia Waycliff o de la familia Grey con la trágica noticia de los asesinatos.