Se secó las manos y la cara con una toalla de papel, se frotó la camisa, la corbata y las gafas con la toalla húmeda y luego se puso las gafas. Regresó al mostrador, llevando su maletín negro.
– Señor Perleman -dijo el empleado-, su compañía ha pagado este vuelo por anticipado. Lo único que necesitamos es que lea usted este contrato con renuncia de derechos y lo firme donde le pongo la X.
Jalil fingió leer la hoja impresa.
– Parece satisfactorio -dijo. Firmó con la pluma que había en el mostrador.
– ¿Es usted de Israel?
– Sí, pero ahora vivo aquí.
– Yo tengo parientes en Israel. Viven en Gilgal, en la orilla oeste. ¿La conoce?
– Desde luego.
Jalil recordaba lo que Boris le había dicho: «En la zona de Nueva York hay medio Israel. Allí no llamarás en absoluto la atención, salvo quizá que algunos judíos querrán hablarte de sus parientes o de sus vacaciones. Estúdiate los mapas y las guías de Israel.»
– Es una ciudad más bien pequeña situada a unos treinta kilómetros al norte de Jerusalén -dijo Jalil-. La vida allí es difícil, ya que está rodeada de palestinos. Felicito a sus parientes por su valor y su tenacidad al permanecer allí.
– Sí. Es un lugar horrible. Deberían trasladarse a la costa. Quizá algún día podamos aprender a vivir con los árabes -añadió el empleado.
– No resulta fácil vivir con los árabes.
El empleado se echó a reír.
– Supongo que no. Usted debería saberlo.
– Lo sé.
Un hombre de mediana edad vestido con un indefinido uniforme azul entró en la oficina y saludó al empleado.
– Hola, Dan.
– Bob -le dijo el empleado-, éste es el señor Perleman, tu pasajero.
Jalil se volvió hacia el hombre, que tenía la mano extendida. Jalil todavía se sentía desconcertado por la extendida costumbre americana de estrechar la mano. Los árabes estrechaban manos pero no tantas como los norteamericanos, y, claro está, no tocaban a las mujeres. Boris le había advertido: «No te preocupes por eso. Tú eres extranjero.»
Jalil estrechó la mano del piloto.
– Soy el capitán Fiske -dijo-. Llámeme Bob. Debo llevarlo a Denver esta noche, y después a San Diego. ¿Correcto?
– Correcto.
Jalil miró directamente a los ojos del piloto pero éste rehuyó el contacto visual. Los norteamericanos, observó Jalil, te miraban pero no siempre te veían. Permitían el contacto visual pero sólo durante breves períodos de tiempo, a diferencia de sus compatriotas, cuyos ojos nunca se separaban de ti, a menos que fuesen de condición social inferior o, naturalmente, si eran mujeres. Y los norteamericanos se mantenían también a distancia. Por lo menos un metro, como le había informado Boris. Si uno se ponía más cerca se sentían incómodos y podían incluso llegar a mostrarse hostiles.
– El avión está listo -anunció el capitán Fiske-. ¿Tiene equipaje, señor Perleman?
– Sólo este maletín.
– Yo se lo llevaré.
Boris había sugerido una cortés respuesta norteamericana, y Jalil dijo:
– Gracias, pero necesito hacer ejercicio.
El piloto sonrió y echó a andar hacia la puerta.
– Solamente usted, ¿verdad, señor?
– Verdad.
Mientras Jalil se disponía a salir, el empleado exclamó desde el mostrador:
– Shalom alekhem.
A lo cual Jalil estuvo a punto de responder en árabe: «Salaam alakum», pero se contuvo.
– Shalom -dijo simplemente.
Siguió al piloto en dirección a un hangar, delante del cual se hallaba estacionado un pequeño avión de reacción blanco. Varios operarios del aeropuerto se estaban separando de él.
Jalil se fijó de nuevo en el avión de Satherwaite y se preguntó cuánto tiempo transcurriría desde la hora de salida prevista para el día siguiente antes de que empezaran a preocuparse y comenzasen a investigar. Ciertamente, no sería antes del día siguiente, y Jalil sabía que para entonces estaría muy lejos de allí.
– Está noche utilizaremos ese Lear 60 -dijo el piloto-. Siendo sólo tres y con poco equipaje, estamos muy por debajo del peso bruto de despegue, así que he llenado los depósitos al completo. Eso significa que podemos llegar a Denver sin hacer escala. Los vientos de proa son suaves, y las condiciones meteorológicas de aquí a Denver, excelentes. Preveo un tiempo de vuelo de tres horas y dieciocho minutos. La temperatura en Denver será de unos cuarenta grados, cinco Celsius, cuando aterricemos. Repostaremos en Denver. Según tengo entendido, puede que necesite usted pasar unas horas en Denver, ¿correcto?
– Correcto.
– Muy bien, aterrizaremos en Denver un poco antes de las dos de la madrugada, hora de las Rocosas. ¿Entiende eso, señor?
– Sí. Llamaré a mi colega desde el teléfono aéreo que he solicitado.
– Sí, señor. Siempre hay un teléfono aéreo a bordo. Muy bien, más tarde volaremos a San Diego. ¿Correcto?
– Correcto.
– En estos momentos informan de leves turbulencias sobre las Rocosas y llovizna en San Diego. Pero, naturalmente, eso puede cambiar. Lo mantendremos informado, si lo desea.
Jalil no respondió pero se sintió irritado por la obsesión de los norteamericanos por predecir el tiempo. En Libia siempre hacía tiempo seco y calor, más calor unos días que otros. Las noches eran frías, el ghabli soplaba en primavera. Alá hacía el tiempo, el hombre lo soportaba. ¿De qué servía intentar predecirlo o hablar de él? No era posible cambiarlo.
El piloto lo condujo hasta el costado izquierdo del bimotor, donde dos peldaños llevaban a una puerta abierta.
El piloto le hizo seña de que entrara, y Jalil subió los peldaños y bajó la cabeza para introducirse en el avión.
El piloto estaba situado justo detrás de él.
– Señor Perleman, éste es Terry Sandford, nuestro copiloto.
El copiloto, que estaba sentado en el asiento de la derecha, volvió la cabeza.
– Bienvenido a bordo, señor-dijo.
– Buenas noches.
El capitán Fiske hizo un ademán en dirección a la cabina.
– Puede sentarse donde quiera, por supuesto. Hay servicio de bar, donde encontrará usted café, donuts, bollitos, refrescos y también bebidas más fuertes. -Rió-. En esas baldas hay periódicos y revistas. Al fondo está el jardín… el lavabo. Póngase cómodo.
– Gracias. Jalil se dirigió al último asiento de la derecha de los seis que había en la cabina y dejó el maletín en el suelo del pasillo, a su lado.
Observó que el piloto y el copiloto estaban ocupados con los instrumentos de la carlinga y hablaban entre ellos.
Miró su reloj. Pasaban unos minutos de la medianoche. Había sido un buen día, reflexionó. Tres muertos, cinco si contaba la mujer de la limpieza de Paul Grey y el guardia del museo. Pero no había que contarlos, como tampoco las trescientas personas muertas a bordo del avión de Trans-Continental, ni los demás que se habían interpuesto en su camino. Solamente había seis personas en Estados Unidos cuyas muertes tuvieran algún significado para él, y cuatro de ellas ya estaban muertas. Quedaban dos. O eso pensarían las autoridades si llegaban a las conclusiones correctas. Pero había otro hombre…
– ¿Señor Perleman? ¿Señor?
Asad Jalil levantó la vista hacia el piloto, de pie a su lado.
– ¿Sí?
– Vamos a empezar a movernos, así que abróchese el cinturón, por favor.
Jalil se puso el cinturón mientras el piloto continuaba:
– El teléfono está en el bar. El cordón llega hasta cualquier asiento.
– Estupendo.
– El otro instrumento instalado en la pared lateral es el interfono. Puede llamarnos en cualquier momento pulsando el botón y hablando.
– Gracias.
– O, simplemente, puede acercarse a la carlinga.
– Entiendo.
– Bien. ¿Puedo servirle en alguna otra cosa antes de volver a mi asiento?